Cartas para Nadie escritas en aislamiento. Distanciamiento social por el coronavirus. Décimo Segunda carta.

•mayo 2, 2020 • Deja un comentario

¡Hola! ¡Llevamos más de un mes en casa y todavía nos falta por lo menos otro! Viéndolo por el lado amable, me quedan varias semanas para seguirte escribiendo.

No siempre sé en qué día vivo. Cada vez es más complicado distinguir un día del otro. En ocasiones es necesario consultar el celular para saber si es miércoles, jueves o viernes.

La vez pasada te escribí sobre mis experiencias dolorosas con respecto a las mujeres. Ahora es importante decirte la otra cara de la moneda. Nunca me imaginé encontrar un grupo de mujeres donde pudiera sentirme como pez en el agua y que – a pesar de no conocerlas en persona- me ayudarían a sanar. Lo más extraño del mundo es haberlo encontrado en el Facebook durante el confinamiento.

Cuando dejé de ir al gimnasio con la llegada del coronavirus, me quedé muy desorientada. La falta de ejercicio aumentó mis niveles de ansiedad. Busqué disciplinarme sola pero no era suficiente. Estaba luchando pero necesitaba compañía, lo cual parecía imposible sin poder salir de casa. Entonces una amiga (compañera de entrenamiento y de carreras) me agregó al grupo de Woman Up by As Deporte, algo que siempre voy a agradecerle.

El objetivo de Woman Up es fomentar que las mujeres hagan deporte. No sólo está dirigido a quienes ya son atletas (triatletas) sino a cualquier mujer que quiera hacer ejercicio. Lo primero que llamó mi atención fue el que hay una clase (Facebook Live e Instagram Live) todos los días a las siete de la mañana enfocada a cumplir el reto del momento: hacer un triatlón en casa. ¡Qué locura tan genial! Las entrenadoras que nos ponen las rutinas dan lo mejor de sí mismas, nos contagian su entusiasmo y nos animan a seguir adelante. Estoy segura que no soy la única a la que le han dado un motivo para levantarse en esta temporada de incertidumbre. Debo decirte que esto que nos ofrecen es gratuito (las clases y los eventos), un gran alivio para muchas mujeres que de otra manera no podríamos participar.

Te sorprendería la gran cantidad de mujeres que participan no sólo en los retos, sino también compartiendo sus fotos, experiencias, recetas saludables y palabras de aliento. Cientos de mujeres (¿o debo decir miles?) motivando a otras sin rivalidades, críticas o comentarios negativos: mujeres amigas, mujeres aliadas. Nunca he visto comentarios hirientes, agresivos o desagradables. No tienes idea lo difícil que ha sido asimilar eso para mí. ¡Cientos de mujeres echándonos porras unas a otras! Pareciera que estoy en un mundo de fantasía o escribiendo sobre una utopía (en otros grupos de Facebook también de puras mujeres me he encontrado comentarios y críticas terribles con más frecuencia de la que quisiera). Por primera vez me atrevo a ilusionarme y a creer que esto no cambiará después de la pandemia cuando salgamos a la calle de nuevo.

Me levanto diario poco antes de las siete (me he perdido muy pocas clases porque de repente tengo algún día malo con mi espalda). Se han quedado atrás mi apatía, mis feas etiquetas y mi timidez. No sólo estoy más activa sino que en esta página sí publico muchas fotos, comparto cosas que antes ni de broma lo habría hecho. Me descubro capaz de ser emotiva sin juzgarme exagerada, capaz de mostrarme como soy sin estar a la defensiva ni sentirme vulnerable. Es raro para mí ser así y sentirme bienvenida, aceptada, parte del equipo.

Tener con quién entrenar y compartir mi amor por el ejercicio ha sido mi salvavidas cuando la ansiedad ha querido adueñarse de mí, cuando no he tenido ánimo de levantarme de la cama. Es maravilloso coincidir con atletas que nos transmiten su alegría y ganas de vivir, que nos inspiran con su ejemplo. La ventaja de tomar la clase en vivo es el poder interactuar con ellas y acompañarnos a pesar de la distancia. Casi siempre termino empapada en sudor y sonriendo. Después de la clase sigo activa el resto del día.

Con esta experiencia, me voy transformando. Empiezo a reconocer y reconciliarme con mi lado femenino. Me siento menos torpe para interactuar con mujeres y más dispuesta a hacerlo cuando vuelva la posibilidad de salir de casa.

Me conmueve la solidaridad de estas grandes mujeres y atletas que nos donan su tiempo y conocimientos sin pedir nada a cambio. Nos enseñan que podemos lograr lo que nos propongamos. No hay límite de edad, lo importante es tener fuerza de voluntad, disciplina, constancia y poner el corazón en lo que hacemos. Te confieso que yo a los veintitantos años no podía correr ni 300 metros, me quedaba sin aliento o me daba dolor de cabello. ¡Quién diría que a los cuarenta correría mi primer maratón!

Es impactante lo que puede lograr una convocatoria tan «sencilla». Yo estaba feliz de tener un objetivo y un entrenamiento para lograrlo. Nunca imaginé cómo esto cambiaría la vida de tantas mujeres. Para muchas significó el comienzo de un sueño, de lograr lo inimaginable, la posibilidad de realizar un triatlón, una razón para hacer ejercicio por primera vez, una oportunidad de fortalecer su autoestima, un momento para consentirse, un espacio para convivir, una ilusión, un motivo para distraerse del encierro, para escaparse de la ansiedad.

Así que entrenando para el gran día «nadamos» con ligas (o con dos botellas de un litro llenas de agua), «anduvimos en bici» en una bicicleta con rodillo, fija o con ejercicios que lo compensaran y «corrimos» en las escaleras, con la cuerda o con jumping jacks; porque aprendimos que es posible hacerlo sin salir, sin comprar nada, adaptándonos con lo que tuviéramos en casa. ¿No te parece increíble?

Tanto el día anterior al Triatlón como el fin de semana en el que tuvo lugar, llovieron publicaciones en la página: fotos, videos, comentarios y un desfile de creatividad que yo no creía posible con respecto al deporte. Hubo quienes inventaron sus medallas, crearon la zona de inicio de la competencia, la meta, la zona de recuperación; también hubo quien hizo el diseño del número, quienes lo imprimieron y se lo colgaron el día del evento, quienes lo dibujaron porque no tenían impresora. No faltaron las palabras de aliento, el apoyo para quienes se sentían inseguras, las respuestas a las dudas, las sonrisas. Yo – te lo confieso- no daba crédito a la libertad para expresarse de las participantes, su manera tan auténtica de emocionarse sin ninguna represión o censura. Quería conocerlas a todas, abrazarlas muy fuerte, agradecerles el ejemplo que me daban a mí, la experta en reprimirme y juzgarme, de impedirme ser así de abierta en público.

El triatlón consistía en hacer diez minutos de ligas, veinte minutos de bicicleta y treinta minutos de saltar la cuerda, subir y bajar escaleras, hacer jumping jacks. Por supuesto, teníamos la posibilidad de hacerlo en vivo con nuestras atletas guías. Podría decirte mil cosas, pero lo importante es que me sentí en las nubes, agradecida por conocer (aunque sea de manera virtual) a personas tan solidarias y cálidas, por tener la oportunidad de hacer algo extraordinario en mi propia casa.

Me tomé fotos y videos para compartirlas en la página del grupo (parte del evento). No vas a creer lo que me sucedió al final: me sentí bonita, radiante, a gusto conmigo misma. Sí, leíste bien, yo Carla, me sentí BONITA. Quise saltar, abrazarme, gritarle al universo que estaba bien. Me gustaron tanto un par de fotos que tengo que compartirlas contigo. ¡Pocas veces me he sentido así de bien conmigo misma!

¡Fue un gran día! ¡Qué ganas de celebrarlo siempre! ¡Qué daría por poder verme así todos los días, por olvidarme de mis tóxicas etiquetas y mi enemistad con el espejo! ¡Quiero desear abrazarme siempre!

¿Qué te parece que alrededor de 600 mujeres hicimos este triatlón? Me entusiasmé viendo las publicaciones de mis compañeras. De haber sido posible, habría felicitado a todas. Hubo quienes tenían a su familia esperándolas en la meta, quienes tiraron la casa por la ventana para este gran evento, quienes creyeron que no lo lograrían y se sorprendieron de su enorme potencial, quienes amaron tanto la experiencia que perdieron el miedo y se han puesto como meta hacer uno afuera cuando eso sea posible. Hubo porras, aplausos, palabras de aliento. ¡Hubo vida!

No tengo palabras. Querido Nadie, si pudiera decirles algo, les diría que me han ayudado a dejar de naufragar, que con ellas he encontrado un camino en este encierro, que esta experiencia me levanta la autoestima, me veo más fuerte y avanzo cada día más lejos de mi ansiedad.

Mientras te escribo revive la sensación de bienestar, vuelvo a sentirme grande, brillante y sobre todo libre de etiquetas y juicios, capaz de expresarme sin represión. A diferencia de otras veces, estoy en paz.

Escucho las voces de mi abuela, de mi madre, de mi hija, de mi hermana. Me siento afortunada. Me lleno de las voces de las mujeres que me acompañan, que me aceptan, con quienes comparto luchas, lágrimas y sueños.

Puedo ver con ternura a la mujer que soy y acercarme a la mujer que quiero ser. Comienzo ahora por aceptar a la persona que veo frente al espejo. Me urge arrancarme las etiquetas con las que he vivido todos estos años; sólo así podré ser yo sin complejos ni censuras.

La generosidad y el amor que veo y vivo en estos momentos me salvan, me permiten soñar con un futuro diferente. Sí hay personas dispuestas a marcar la diferencia, corazones que dan luz a quienes los rodean sin esperar nada a cambio.

Son muchas las personas que están ofreciendo sus conocimientos y habilidades para ayudar a los demás, personas que son salvavidas en tiempos de naufragio: un acto de amor en tiempos inciertos, luz que guía en las tinieblas.

Hay esperanza en este mundo, no debo olvidarlo. No importa qué tan oscuro parezca todo, aunque no sean la mayoría, aunque estén bien escondidas, hay muchas personas que son un oasis de paz, un abrazo de amor, granitos de arena que vuelven mejor al mundo.

Después de esta carta kilométrica, me despido. Hasta mañana mi querido Nadie.

Cartas para Nadie escritas en aislamiento. Distanciamiento social por el coronavirus. Décimo Primera carta.

•abril 30, 2020 • 1 comentario

¡Hola! Te escribo después de la efímera lluvia, justo cuando sale el sol. Mis plantas parecen disfrutarlo y mis perritas juegan contentas.

Anoche dormí tan mal que en plena tarde estoy luchando por mantener los ojos abiertos.

Quise escribirte el viernes pero perdí la batalla con la pluma. Las hojas terminaron rotas por la intensidad de mis garabatos enojados. Admiro a quienes tienen las palabras en sus manos, ellas resbalan exquisitas al cuaderno y al leerlas sólo hay a su alrededor suspiros de admiración. Mi caso es diferente. Voy de batalla en batalla aún cuando no tengo ganas de pelear.

Sigo en la dura tarea de aprender a enfrentar mis demonios de manera asertiva. Ojalá fuera algo sencillo y ojalá las palabras fluyeran conmigo lejos de la trivialidad y lo ridículo.

Sigo con el tema de de mis vivencias como mujer en la mente. Te pido que seas paciente porque me hace falta escribir mucho sobre esto.

Hasta hace poco tiempo, mis recuerdos de las burlas y acoso (bullying) que viví en mis años de estudiante, se centraban en los hombres, en sus burlas, comentarios ofensivos, apodos feos, miradas desagradables. Sin embargo, debo decirte que esas no fueron mis experiencias más traumáticas. He descubierto que mis heridas más profundas vienen de mis compañeras, sí de otras mujeres quienes me trataron como si yo fuera la peor del mundo, la más horrible.

Crecí en una escuela donde ellas no sólo criticaban mi apariencia, sino también mis zapatos o tenis sin marca, mis jeans rosas, mi falta de coordinación para los deportes, mi letra ilegible. Me hablaban cuando querían algo y después me ignoraban. Claro, no todas y no siempre, pero sí eran varias y muy a menudo (un día sí y el otro también). Mi compañera de banca me pellizcaba los brazos y a veces las piernas cuando la maestra no nos veía. La mayoría de las veces me quedaban moretones y unas inmensas ganas de volverme invisible, de pasar desapercibida. Sí, fueron mis compañeras las que se reían de mi cabello o de mis ojos (me acusaban de delinearlos cuando nunca lo hice), las que se burlaban de los broches de mi pelo (tenían forma de botones y decían que los tenía para evitar que por ahí se me saliera el cerebro). Ir al baño era la peor pesadilla. La verdad es que no recuerdo qué pasaba, sólo recuerdo la urgencia de aferrarme bien a la puerta, de no soltarla, de tener los pies bien firmes en el suelo, el terror, el sudor frío, el enojo conmigo misma por no poder aguantarme hasta llegar a casa. Por décadas, cuando tenía que ir a un baño público, seguía aferrándome casi con la vida a la puerta de los baños públicos.

La situación empeoró al llegar a la secundaria. El deseo de ser invisible era cada vez mayor. Tres compañeras me perseguían en el recreo y, por si fuera poco, cuando me las encontré en Plaza Coyoacán (la plaza de moda en ese entonces), nos persiguieron a mis amigas y a mí para insultarnos una y otra vez. En la clase nos dejaron de tarea hacer una película. Ya te imaginarás qué personaje representé: una mujer insignificante, fea y muy estúpida. Lo hice porque no me quedó opción, pero cuando lo recuerdo, vuelven estas gigantescas ganas de esconderme donde nadie me encuentre nunca.

En fin, ya basta de contarte historias de terror, sólo te digo que con todo esto me volví reservada, más solitaria y se me quitaron las ganas de estar entre mujeres. Suelo sentirme demasiado incómoda en grupos grandes de puras mujeres. Pensaba que se debía a que no le doy importancia a temas como la ropa, los peinados, la moda; además he vivido convencida de que las mujeres se la pasan compitiendo unas con otras y eso resulta desgastante. La única persona con la que compito es conmigo misma. ¡Nada más!

Hay mujeres que sufren por no ser delgadas, por no cumplir con los estereotipos que nos imponen de belleza. Nunca es suficiente. Yo siempre he sido delgada (flaca) y tampoco me fue bien. Como ellas, crecí avergonzada por mi figura. Pareciera que – en general- las mujeres estamos destinadas a sufrir por nuestra complexión. ¿Sabías que la mayoría de las mujeres están a disgusto con su cuerpo? Es muy grave que en plena pandemia, con esta incertidumbre, un motivo de angustia severa sea el subir de peso. Es desagradable confesarte esto y sigo sorprendida pero me sucedió cuando quise ponerme una falda la semana pasada y no me quedó. Pude sacudirme la sensación de malestar, pero fue frustrante tenerla. ¡Nunca me había importado! Entonces, me pregunto, ¿cómo escapar de las imposiciones de la sociedad en la que vivimos donde se les enseña a las mujeres a poner su valor en el físico y en obtener la aprobación de los hombres? Digo porque hay que ser la más bonita, la más sexy, la más delgada, la MÁS lo que sea, pero la MÁS de todas las demás mujeres. Lo siento, ya me desvié del tema, pero no tanto porque estas reflexiones me ayudan a sacudirme las telarañas de la cabeza y comprender en lugar de juzgar.

Me llené de muros para defenderme y de fobia por todo lo que se relacionara con la apariencia. Confundí el dedicar tiempo a verme bonita, a consentirme con frivolidad, con parecerme a las compañeras que me hicieron daño. Y, para cerrar con broche de oro, me sentía inferior a las mujeres a mi alrededor, incluyendo a mis compañeras. Desde entonces me convencí de ser estúpida.

Ahí tienes el porqué de mis complejos, o por lo menos uno de los porqués de mayor peso.

En estos días de encierro, a menudo platicamos mi hija y yo, uno de los temas principales de nuestras conversaciones es la mujer, su situación, su entorno. Me maravilla como habla de las mujeres, como vive la sororidad que yo no me he permitido conocer, vivir. Al escucharla deseé tener eso y me cayeron encima mis heridas, las falsas certezas con las que crecí para protegerme. Lloré mientras platicaba con ella; sé que últimamente lo he hecho seguido pero así es como puedo limpiarme, escupir lo que hace daño.

Me niego a vivir atada a mis miedos. Ya no deseo ser esa persona hermética que teme abrirse y se siente incómoda cuando se trata de convivir con un grupo de mujeres. Quiero darme la oportunidad de compartir con ellas y saber que voy a estar bien, que puedo disfrutarlo.

Te parecerá muy loco, pero ahora, en este eterno confinamiento, empiezo a pertenecer a un grupo de mujeres deportistas con quienes comparto la necesidad de motivarnos para levantarnos temprano diario, entrenar juntas (en línea), mantenernos de pie . Me contagian su entusiasmo, sus ganas, su inspiración. No, no son el enemigo, son aliadas que me están ayudando a reconocerme…

No es mi intención dejarte en suspenso, pero me pesan los párpados y sólo pienso en dormir. Mañana te sigo contando, lo prometo.

Te envío una foto del cielo de sol y lluvia. La tomé justo antes de empezar esta carta, pensé que te gustaría verlo.

Cielo de sol y lluvia

Carla

Cartas para Nadie escritas en aislamiento. Distanciamiento social por el coronavirus. Décima carta.

•abril 22, 2020 • Deja un comentario

21 de abril de 2020

¡Hola! El calor me agota y el nudo en la garganta regresó. A veces no sé si tendré el valor para salir de este trance. Te confieso que llevo tres noches sin dormir bien y que las manos me sangran de nuevo.

Intenté escribirte el viernes pero la carta se quedó a la mitad. Quisiera decirte que estoy bien. Quisiera que fuera cierto. Al menos no he escuchado las palabras «sé positiva» porque creo que aumentarían mi malestar.

El fin de semana estuve viendo las fotos de mi celular, fue un poco traumático ver las fotos de los parques, las reuniones, la vida afuera mientras estamos aquí adentro. No te niego que es menos complicado adaptarme a esta «normalidad» si evito pensar en salir a la calle. Sí, ya lo sé, me vas a preguntar si en verdad quiero adaptarme. Como suele suceder, tienes razón: no, no quiero como tampoco quiero salir al mundo indiferente y materialista de siempre. En fin, pareciera que estamos condenados a eso…

No es que odie al mundo pero me colman la desesperanza y el miedo, el miedo de seguir como antes, del vacío…

Con lo que está sucediendo – esta pandemia- no sé si nos colapsaremos y renaceremos o sólo colapsaremos.

Me duele el pecho por contener la lluvia, por no soltarla, porque no quiero desmoronarme como me sucedió el viernes: terminé sentada en el piso de la cocina sollozando sin parar. El encierro desata tormentas pero no estaba tan desesperanzada esa vez porque también me conmovió la solidaridad, amor y ayuda de varias personas en las redes sociales; justo de eso quería escribirte entonces. Ahora estoy tan triste y desmotivada que resulta imposible hacerlo.

Me pesan la indiferencia de las personas, la excesiva importancia de lo material, el que nos aferremos a que todo siga igual.

No hay videollamada que me salve esta noche. Me veo a mí misma y encuentro a una persona oscura, con tres días de sueños intranquilos, dolor en las muñecas, que no puede dejar de comer dulces aunque sabe que el exceso le hace daño (sobre todo cuando se trata de intensificar la ansiedad). Veo a una persona llena de utopías que se estrella contra la pared de la humanidad.

Una y otra vez me pregunto si al final el dinero seguirá siendo lo más importante, si la única forma de vida a la que podemos aspirar es ésta, donde tener poder y un buen coche importa más que el bienestar de la persona que tenemos al lado.

¡Perdóname! No sé si es la incertidumbre, el encierro, las noticias, las críticas, las burlas, los juicios, el miedo a ser contagiada o contagiar. Mejor ya dejo este tema porque me percibo demasiado lúgubre.

No me vas a creer, pero tuve un buen fin de semana, sobre todo el sábado estaba bien contenta. No te doy detalles ahora porque – sin importar cuánto me esfuerce-lo que relatara hoy se volvería gris. Te hablaré de eso después.

En mis sueños más recientes han aparecido personas con las que no he estado en contacto por décadas, personas que ni siquiera han estado en mis pensamientos. Lo frustrante es que en estos sueños estoy en la actualidad reviviendo situaciones desagradables de esa época y cometiendo los mismos errores. Me despierto confundida, desorientada, tratando de olvidar eso y situarme en el presente real.

En esta pandemia el pasado regresa de formas diversas y me obliga a cuestionarme sobre mi vida. El viernes mi tía me mandó unos videos familiares de los noventas. En el primero que vi me encontré a mi yo de dieciséis años. Me quedé boquiabierta cuando lo vi (no recordaba nada). Me encontré con una Carla abierta, alegre, extrovertida. Bromeaba con la cámara y contestaba sin problema a las preguntas de su tío. Reía y se movía como pez en el agua. ¿En serio yo era así? ¿Qué me pasó después? ¿Dónde me perdí? En otro video, sale Carla de veintidós años. Era una persona opuesta a la adolescente y más parecida a quien soy ahora: introvertida, incómoda ante la cámara, quieta, incapaz de pronunciar una sola palabra, reprimida, deseando que ya le quitaran la cámara de encima. Deseo ser libre como en el primer video, sin miedo ni pensamientos tontos con respecto a mí misma. ¿Cómo puedo lograrlo?

En el último video que me envió estamos todos los nietos con mi abuelita, en navidad, la última que pasé con ella. En su rostro se ve la felicidad, el agradecimiento, la emoción profunda cercana a las lágrimas. Todavía no me recupero de la sorpresa de verla «viva» casi veinte años después de su muerte. Sobra decir que pasé un buen rato llorando por aquellos tiempos con mi abuelita y por aquella libertad que no recupero todavía.

No soporto verme reprimida, sin voz, insignificante. Tengo tanto que decir…

Mientras varias personas a mi alrededor ayudan en este periodo de crisis, cambian vidas, marcan la diferencia, yo estoy aquí sentada frente a mi escritorio rompiéndome. Recuerdo las palabras de mi hija cuando me abrazó el viernes. Me dijo que no soy una inútil, que compartir mi historia es un acto de valor y que sí marca una diferencia. Me dio mucha paz escucharla y quiero creerle pero esta noche estoy emocionalmente exhausta y confundida. ¿Cómo pongo mi granito de arena? ¿Cómo ayudo si no puedo conmigo misma?

¿Y si no salgo de este estancamiento? Me aterra quedarme con la voz estrangulada en la garganta y no volver a gritar…

Quizá no soy tan valiente como mis tías abuelas, tan rebelde y dura como mi abuelita, tan amorosa y resiliente como lo es mi madre. Me pregunto si tendré algo de ellas que me ayude a salir adelante o si sólo soy una mujer que se quedará atrapada en sus estúpidos complejos.

No, Nadie, no quiero quedarme en donde mi voz no se escucha, donde me quedo petrificada ante la cámara. Estoy harta de repetirme a mí misma. También estoy harta de estar aquí viendo como se cae a pedazos la vida como la conocemos y lo único que parece importante es regresarla a como estaba sin cambiar nada…

En fin, no te escribí para llenarte de tinieblas. Te doy dos buenas noticias: 1) el ajo que planté hace casi tres semanas está grande, sano y creciendo muy rápido; 2) la lavanda que podé completa, reverdece. ¡Hay vida después de la plaga! Te envío unas fotos para que los veas.

Prometo escribirte cuando me encuentre mejor.

Carla

Cartas para Nadie escritas en aislamiento. Distanciamiento social por el coronavirus. Novena carta.

•abril 16, 2020 • Deja un comentario

15 de abril de 2020

¡Hola! Intento mantenerme despierta mientras escribo. Ya pasan de las seis y el sol sigue pegando duro, me deja exhausta. Quiero correr, correr y correr; sin embargo, no sé cuándo volveré a hacerlo. Tengo que conformarme con hacer ejercicio en casa. Tampoco me quejo porque me hace mucho bien y me ha mantenido de pie.

Es paradójico que la distancia generada por la pandemia nos acerque a las personas. Quizá el hecho de no poder abrazarlas o de la incertidumbre que está generando esta crisis nos lleve a necesitar más a nuestros seres queridos, a no darlos por sentado. Aumentan las videollamadas, los mensajes, chats, la necesidad de estar en contacto con nuestros seres queridos.

Quizá por primera vez las redes sociales estén cumpliendo su función y estén aminorando la distancia. Estos días los juicios, críticas, fake news y publicaciones desagradables han disminuido mucho. Me encuentro más memes que me hacen reír, juegos mentales entretenidos, retos para interactuar con los demás y muchas fotos de la naturaleza (No, querido Nadie, no hablo de aquellas – muchas photoshopeadas- que nos ponen como el verdadero virus de la Tierra sino de aquellas que cada quien comparte de las zonas cercanas a su casa. Menos política y más solidaridad). Me da mucha esperanza encontrar a más personas conscientes y amorosas. También en esta época hemos necesitado compartir las cosas más triviales: recetas (ideas para cocinar platillos originales), nuestras experiencias en casa, hasta bromas sobre el peinado o si pasamos el día en pijama, cualquier cosa para salir de la monotonía o para no centrar nuestra atención en la incertidumbre, en las noticias difíciles, aterradoras y/o dolorosas.

Bien sabes que nunca voy a ser la persona más sociable del mundo (ni me interesa serlo) pero poco a poco socializo un poco más. En este confinamiento, en lugar de estar deprimida o muy ansiosa estoy sanando, aprendiendo a quererme. Cada día me es un poquito menos difícil buscar a mis amigos. Participo más en el chat de whats app, en videollamadas, hasta hablo por teléfono. No puedo hacerlo diario pero sí con más frecuencia que antes. Hablar con mis amigos cercanos me ayuda a estar más tranquila, alegre y a tener más confianza en mí misma. Ya casi logro deshacerme de las telarañas que me colman de inseguridades ante ellos. Mis vínculos se fortalecen y soy un poco más yo.

Aunque, no te creas, todavía me falta camino por recorrer. Ayer estuve demasiado estresada. Me he estado llevando muy bien con nuestras vecinas, está surgiendo una amistad bonita. Entre otras cosas, compartimos el amor por las plantas. Al poco tiempo de habernos mudado, me regalaron un apio. Cuando me vieron desanimada porque ya no podía ir al gimnasio, me prestaron su bici fija para que pudiera hacer ejercicio durante en el confinamiento. En fin, mi estrés se debe a mis problemas para socializar: en cuanto conozco a alguien me domina la vergüenza de ser yo, soy torpe y me percibo como un desastre andante. Mis defectos se hacen presentes y no logro recordar ni una sola cualidad. Lo más ridículo entonces es que quiero huir de algo que me puede dar bienestar. ¡Qué me pasa!

Conocer a alguien me saca de mi zona de confort, significa mostrarme vulnerable ante un desconocido. Cuando eso sucede me juzgo, dudo y es complicado disfrutar ser yo. Entonces, Nadie, esa es la raíz del problema: ¿Cómo disfruto ser yo? ¿Cómo se hace eso? No tengo idea pero creo en que encontraré la respuesta en las cartas que te escribo porque me obligas a verme a mí misma, a ponerle palabras a los miedos, conflictos, emociones de los que antes me escabullía. Fue un día difícil pero ahora estoy más relajada en cuanto a ese tema.

Anoche les puse jabón potásico a mis plantas (es un insecticida biológico que no les hace daño a ellas ni a nosotros tampoco). No te había contado pero tienen la plaga de la mosca blanca que, además, atrae a las hormigas. ¡Mis plantitas que me llenan de esperanza! ¡No quiero perderlas! No sé cómo le haré pero te aseguro que venceré a la plaga. Ellas son fuertes y han sobrevivido ya a las plagas de la otra casa. En fin, amanecieron mucho mejor hoy. Después de hacer ejercicio corrí a verlas y no pude dejar de sonreír. Sembré un ajo y va germinando, vienen más retoños de la albahaca que hoy estaba especialmente hermosa, la flor de la dalia por fin se dejó ver, la zarzamora está llena de flores y frutas. Muy ilusionada te comparto las fotos que tomé y que me alegraron el día.

Espero no aburrirte, a veces ni yo me aguanto. Me despido agradecida por la paciencia que me tienes, porque pensar que me lees me pone contenta.

Carla

Cartas para Nadie escritas en aislamiento. Distanciamiento social por el coronavirus. Octava carta.

•abril 14, 2020 • Deja un comentario

¡Hola! Estoy escuchando música. Te confieso que he perdido más de media hora en «hacer nada» en lugar de escribirte. Me distraían los ladridos de mis perritas que ya están durmiendo, espero ya poder concentrarme.

En mi última carta fui muy intensa así que esta vez intentaré ser más ligera. No puedo deshacerme cada vez que te escriba ni tampoco creo que te encante la idea.

Está tremendo el calor aquí. No es lo mismo vivir en un tercer piso, donde pega fuerte el sol que en una casa lúgubre donde reinaba la oscuridad y el frío (allá no importaba la estación del año, siempre había que ponerse suéter). No sé si tengo sueño porque me estoy asando o porque estoy agotada.

Te cuento que me sangran las manos de tanto lavármelas. Ni siquiera sé cuántas veces me lavo las manos al día ( a veces más de treinta). Me preocupa tanto el asunto del coronavirus que una vez – del estrés- no podía acordarme si me las había lavado o no y tuve que volver a hacerlo. Para lidiar con esto, en la noche (y cuando no se me olvida, en la mañana, después de bañarme) me pongo crema con gotitas de glicerina o vaselina. Me está ayudando mucho pero no es suficiente. Creo que también es porque necesito hidratarme mejor (ya lo estoy haciendo).

Pasan cosas raras en estos días de confinamiento. Siempre afirmé que no sería nunca ama de casa; sin embargo, en estos días, los tres lo somos. Increíble, pero así las cosas. No es ninguna novedad que esto implica un esfuerzo físico que agota. Siempre hay algo que limpiar, lavar, ordenar. Me pregunto qué tan ordenadas estarán las casas de las otras personas y, sobre todo, qué tanto les estresa la limpieza con respecto al coronavirus. ¿Usan mucho cloro? ¿Poco? ¿Nunca es suficiente o ya fue demasiado? ¿Ponen alcohol en las suelas de los zapatos? ¿Sí? ¿No? ¿Y qué pasa con las medidas de higiene cuándo tienes perros (¡y nosotros tenemos cuatro!). ¿Cómo lavan las frutas, las verduras? Dios Mío, a veces me preocupo tanto que entro en pánico y me quedo con la mente en blanco sintiendo que lo estoy haciendo todo mal, que soy bien descuidada. ¿Cuántas veces al día se bañan o quieren bañarse? En fin, nunca se acaban los platos sucios y el polvo es nuestro peor enemigo (después del coronavirus, supongo). Ya de hacer la cama ni hablo, odio hacerlo, es una tortura terrible (sólo superada por planchar pero de eso sí me salvo).

En medio de todo esto, hay algo que estoy disfrutando mucho: cocinar. Después de hacer ejercicio me gusta hacer el desayuno. No creas que diario hago cosas muy elaboradas, a veces son sándwiches, huevos revueltos o cereal. Pero el viernes me inspiré y por fin (llevaba días con el antojo) preparé unos waffles de arándanos azules y canela. Me tomó poco más de una hora hacerlo pero valió la pena, además no había usado mi wafflera desde la mudanza. Cocinar es otra manera de ser creativa, de consentir a mis seres queridos, de expresarme, que me da bienestar y confianza en mí misma. Algunas veces ya he inventado mis propias recetas (como una salsa de zarzamora para una carne, platillo con el que nos consentimos hace un par de años mi hija Rebeca y yo).

Vas a decir que estoy loca pero en eso (sin ser tan apasionada de la cocina como ella) me identifico con Tita (protagonista de Como Agua Para Chocolate) que en los platillos que cocinaba plasmaba sus sentimientos y quien los comiera podía absorberlos. Yo nunca cocino si estoy muy enojada.

Esta mañana decidí preparar unos muffins de huevo. Era la primera vez que los hacía. Los hice con queso, tocino, jamón y un poco de cebolla, sin olvidar la sal y la pimienta. Me sentí en las nubes cuando los vi todos bonitos en el horno (luego lo que cocino sabe rico pero la apariencia no es muy atractiva que digamos). Sobra decirte que fue una delicia comerlos. Desayunamos contentos los tres.

Antes de mudarme estaba encantada con la idea de estrenar mi cocina nueva, bien iluminada, acogedora; sin embargo, tardé tiempo en hacerlo (cuando hice unos muffins de plátano poquito antes de la pandemia). Ahora disfruto el tiempo que estoy ahí en las mañanas. Nunca hubiera creído que eso me pondría de tan buen humor. Me pregunto qué pensaría de mí la Carla adolescente.

En esta época de incertidumbre agradezco la oportunidad de que mi familia y yo podamos desayunar juntos diario. Cuando volvamos a salir, voy a extrañar estos momentos.

No te he contado que yo heredé los hermosos recetarios de mi bisabuela y también varios libros/revistas de cocina de mi Granny. Los recetarios de mi bisabuela son elegantes como lo era ella y su caligrafía además de impecable, era casi perfecta (jamás podré escribir como ella, jamás). Tal vez ahora deba sacarlos del cajón y sorprender a mi familia con sus platillos. Toma en cuenta que la mayoría de las recetas de mi bisabuela son de principios del siglo pasado, sería un experimento interesante.

Me sorprendo hablándote de comida pero la verdad es que con la ansiedad generada por el encierro nos dan ganas de comer la mayor parte del tiempo. No tengo idea de cuántos kilos habremos subido cuando esto acabe. Veo los memes en redes sociales al respecto de esto y al menos no me siento tan anormal, somos varios los que pasamos por esto. En lo que más pienso es en postres. No tienes idea de cuánto se me antoja preparar algo que tenga mucho, mucho, mucho chocolate. Ya te contaré si lo hago (o por lo menos te comparto una foto).

En general hoy ha sido un buen día y estaría más alegre si no fuera porque tengo muy presentes a las personas que están sufriendo, aquellas que no tienen posibilidad de quedarse en casa, que no saben si van a poder comer o no mañana, que han perdido a sus seres queridos o a quienes están aislados – solos- en el hospital, a los doctores que lo dan todo por ayudar, incluso su propia vida.

Me siento incómoda escribiéndote desde mi lugar privilegiado cuando para tantas personas es un verdadero infierno. No soy indiferente, me duele y siento mucha impotencia. Me pesa no poder cambiar las cosas afuera.

Si estuviera en mis manos les enviaría salud, luz, amor a todos, sin importar quienes fueran, sin juicios.

Es todo, ya está anocheciendo. No sé qué te contaré mañana. En algún momento te seguiré hablando de las mujeres de mi familia, pero necesito estar lista para eso.

Creo que me iré a consentir a mis perritas. Te dejo las fotos de mis «hazañas» en la cocina. Espero que no se te antojen mucho.

Carla

Cartas para Nadie escritas en aislamiento. Distanciamiento social por el coronavirus. Séptima carta.

•abril 12, 2020 • Deja un comentario

¡Hola! Quiero escribirte tantas cosas pero me siento tan lugar común, tan autocensurada que me quedo en blanco y quiero salir corriendo, abandonar la pluma, esconderme como lo he hecho antes. Cuando llegan los pensamientos ansiosos me convenzo de ser anticuada o ridícula. Me ahogo despacio en el río del negativismo y la desesperanza.

No me levanto de la silla porque prometí que me mantendría a flote, que seguiría escribiéndote sin censura ni juicios en mi contra.

Aunque hoy es Sábado de Gloria, bien podría ser otro día. Últimamente no sé cómo distinguir un día del otro. Esta ha sido la semana santa más extraña: ni paseos ni reuniones con la familia, ni tampoco presenciar procesiones del silencio. Siento nostalgia de los años que pasábamos estos días en el Hotel Jurica, en Querétaro. Nos encantaba a mis hermanos y a mí. Podíamos correr por todos lados, había actividades y concursos para niños (incluyendo uno de baile en las tardes de discoteca). Lo mejor de todo era que podía ver a mi prima (la única de mi edad) y pasar las vacaciones juntas. ¡Momentos geniales de nuestra infancia alegre!

No estoy triste pero tampoco muero de ganas de sonreír. Eso sí, estoy más tranquila ahora. La última vez te escribí sobre esta pandemia, ahora regresaré al tema anterior: la mujer. No, aún no te voy a contar de las mujeres en mi familia, te hablaré un poco de mi propia experiencia.

En realidad no siempre me ha gustado ser mujer porque serlo implica o reprimirme o rebelarme; porque serlo parece ser sinónimo de frágil, ridícula y hasta un poco inútil; después de todo qué le espera a una mujer si no tiene un hombre que la proteja. Además pareciera que también significa tener la obligación de cumplir con los estereotipos de belleza y, por lo tanto, estar demasiado al pendiente de la apariencia, estar a la moda, pues siempre hay que verse «bella». Entonces ser mujer es para mí una batalla continua, una guerra que parece imposible ganar, que desgasta porque hay que rebelarse las veinticuatro horas el día y no es nada divertido.

Quería ser hombre para huir de la represión, para tener libertad, para que ser yo misma no fuera tan doloroso, para que mi apariencia no fuera tan importante…

Los hombres sabrán su historia y sus complicaciones, yo sólo puedo contarte la mía. Mientras mi hermano y mis primos podían andar sin playera en los días de mucho calor, después de tanto correr, jugar fútbol – o lo que fuera- yo no podía hacerlo. La única vez que lo intenté era una niña y me llamaron la atención: tenía que ponerme la playera porque no se ve bien que una señorita (otra palabra que odiaba, ¿por qué señorita cuando todavía era niña?) se quitara la playera en un lugar público- ¿y por qué los niños/ hombres sí podían?-. Aprendí que los hombres tenían muchos más privilegios y libertades que yo, que los senos se esconden (aunque en ese entonces todavía ni crecían) y que debía avergonzarme de mi cuerpo. Hasta hace relativamente poco, había bloqueado ese recuerdo. Resurgió en la terapia cuando empecé a buscar reconstruir mi autoestima el año pasado.

Esconder mi cuerpo y comportarme como una señorita ( a menudo podemos agregarle el adjetivo «decente») era esencial para ser aceptada. Eso, en mi caso, significaba vivir reprimida y sin ser yo misma. Entendí que o me resignaba o me rebelaba.

¿No sabes qué significa comportarse como señorita? Pues te diría que, para empezar, una mujer calladita se ve más bonita, que su apariencia es lo más importante de todo. Así que una mujer pasada de peso sufre críticas crudas, discriminación, rechazo. Una señorita tiene que verse bien en todo momento (como muñequita de porcelana). Jamás puede mostrar un defecto, una ojera, una mala cara, estar en fachas. Para salir a la calle hay que pasar por todo un ritual (muy disfrutable para muchas mujeres y una horrible pesadilla para mí) pues es necesario ocultar esas «imperfecciones», lo que implica pasar horas y más horas frente al espejo, entre otras cosas. Me parece grave llamar imperfecciones a algo que es parte de mí pero que no cumple con lo que se considera belleza.

Si eso te parece poco, también hay que ser tierna, delicada, muy femenina (no hay palabra que odie más que esa, me da escalofríos escucharla), dulce, sonriente, asentir siempre, no alzar la voz, no decir groserías, no enojarse, ser frágil para que los hombres puedan protegernos, saber cocinar, estar en casa, esperar al hombre de nuestra vida porque solteras estamos incompletas. Es indispensable – sí, leíste bien, indispensable- ser bonita. Esto sólo por contarte algunos puntos de la larga lista de requisitos para ser una señorita, una mujer aceptada en la sociedad. Rebelarse suele verse como algo terrible y el rechazo con el que se castiga, es implacable.

¿Te cuento un secreto? No soy nada bonita ni lo quiero ser. Siempre he sido fea y lo seré hasta que me muera. ¡No intentes convencerme de lo contrario! No, tampoco te angusties ni me veas como si me estuviera tirando al piso. Y no, no tiene nada que ver con mi falta de autoestima. Antes de que busques darme argumentos de porqué sí soy bonita, mejor te explico porqué no lo soy.

Para empezar no tengo un gramo de delicadeza en el cuerpo y casi nada de sutilidad. Una de las críticas más agradables que he recibido es que no tengo pelos en la lengua (aunque la mayoría de las veces me lo digan como reclamo). Ni soy tan tierna ni tan dulce ni me interesa parecer necesitada de protección. Mi paso al caminar no es suave. Soy más bien un poco atrabancada y ruda. No sobresalí en el patinaje artístico porque no tenía gracia al patinar.

Odio por sobre todas las cosas «ocultar mis imperfecciones». Quien me conoce sabe que no me maquillo, que con muy contadas excepciones (hoy sólo recuerdo dos), cuando he llegado a hacerlo ha sido a la fuerza y que tengo que pedir ayuda pues ni tengo maquillaje ni me interesa aprender a usarlo. Soy de esas locas que salen a la calle con la cara lavada. Imagínate lo horrible que debo verme pues no oculto mis granos ni mis arrugas. No ha habido persona que me convenza de depilarme mis cejas tupidas que son mi personalidad y hace más de veinte años que dejé de depilarme el bigote con regularidad (lo hacía muy periódicamente y tiene más de cinco años que no lo hago). ¡Qué horror! Hay quienes dicen que soy una vergüenza o que se nota que no me quiero a mí misma, eso sin contar esos comentarios de «yo no entiendo a esas mujeres que se atreven a salir con la cara lavada, ¡cómo nos les da pena!».

¿No te parece suficiente? ¿Con eso ya te convencí de que no soy bonita? Si no te basta, te diré que, además, no me pinto el pelo y tengo tantas canas que ya no puedo contarlas (toma en cuenta que las primeras llegaron cuando yo tenía 24/25 años). Para empezar las canas son sinónimo de vejez y así como un hombre «mayor» es interesante, atractivo (quizá más que cuando no tenía canas), una mujer «vieja» es lo contrario, no se le considera atractiva, suelen criticarla o ignorarla y además los hombres las prefieren jóvenes.

No entiendo porqué desde pequeñas se nos enseña a avergonzarnos de nuestra apariencia y naturaleza, se nos enseña a ser perfectas cuando eso no es ni saludable ni posible. Las canas son el resultado de nuestras batallas, son una evidencia más de nuestra experiencia. Si te hablara de cómo veo la belleza, para comenzar te mencionaría mis canas y lo mucho que me alegra cuando brillan.

Me han dicho fodonga por no pintarme el pelo, también me han insinuado que si me lo pintara me vería más joven, que es el precio que hay que pagar por ser mujer. Esa frase me sigue quebrando porque se dice a menudo (no solo por el pelo blanco) y se dice como si fuera lo más normal del mundo, como si pagar el precio de ser mujer no fuera una tortura, algo que duele desde que abro los ojos hasta que me duermo y , peor aún, como si fuera un privilegio. Me viene a la mente otra frase igual de aterradora: la belleza cuesta. Por eso, querido Nadie, no quiero ser bonita. De por sí ya nacer mujer, en un mundo de hombres, desgarra. ¿Ahora también tengo que sufrir para alcanzar la belleza? No, no y no. Nunca estaré dispuesta a pagar ese precio.

Si de eso se trata, prefiero pagar las consecuencias por tener la libertad para ser yo. ¿O qué crees que no ha sido muy desgastante que para casi todo tenga que pelear, defenderme, alzar la voz? De hecho, no maquillarme, no pintarme el pelo, no ser delicada, no ser frágil, no ser sumisa, no vestirme a la moda, no usar tacones, no sonreír y bajar la cabeza, no callarme para verme más bonita ha sido agotador, intenso, a veces me rompe. ¿Tienes idea de cuántas veces me vi al espejo llorando, frustrada por ser una mujer y no un hombre que pueda moverse con libertad? ¿Cuántos reclamos recibí por no estar a la moda, por no saber de marcas de ropa o de zapatos, por no pintarme los labios?

Cuando estaba en sexto de primaria las mujeres teníamos que quedarnos una tarde a la semana a clases de costura y bordado (un semestre), cocina y repostería (otro semestre). ¿Los hombres? No, ellos no. Ellos se iban a su casa. Ellos podían ser parte del equipo de baloncesto y sobresalir en los deportes. En ese entonces no había equipo de baloncesto para mujeres. Como unos años después tampoco lo habría de hockey en la pista de hielo cuando yo era adolescente.

¡Qué fastidio era/es ser mujer! No puedo ni enumerar las veces que he deseado escapar de mi cuerpo y librarme de la maldición. ¿Por qué era tan malo preferir correr, jugar fútbol, llenarme de lodo a las muñecas, juegos de té, vestidos y maquillaje?

De los peores recuerdos que tengo es el momento en que me dijeron que tenía que depilarme (principalmente las piernas y las axilas). ¿Por qué mientras los vellos de los hombres son el símbolo de su virilidad y fuerza, los de las mujeres significan descuido y falta de higiene? Una vez más (de no sé cuántas veces) me pregunté: ¿Por qué ellos no y nosotras sí? ¿Por qué no tenemos elección?

Contra eso no pude rebelarme, me tuve que depilar. Mi piel es tan delicada que hacerlo siempre me lastima. Rasurarme era una pesadilla que me dejaba cicatrices. Algunas veces lloraba en el suelo de la regadera mientras la sangre de las cortadas en mis piernas se mezclaba con el agua. Además la espuma para afeitar me irritaba muchísimo ambas piernas y también las axilas. No te voy a platicar de lo traumático que resulta depilarse con cera. Sólo te diré que no me funcionó porque se me enterraban los vellos y luego había que sacarlos con pinzas uno por uno. Digo, porque la tortura de usar la cera no era suficiente. Las cremas son un método quizá menos agresivo, pero la piel delicada de todas formas se irrita, se llena de granitos y arde como si se quemara. Varias veces me he preguntado porqué tengo que pagar un precio tan alto por algo que ni sueño ni deseo.

Me da mucho gusto ver que en la actualidad hay varias mujeres que se rebelan, que pueden salir a la calle con falda corta o blusa sin mangas mostrando sus vellos. Yo, no puedo. No logro escupir esta horrible imagen de que si lo hago soy una mujer sucia. No logro arrancarme la vergüenza de que me vean así. Empiezo a pensar que tal vez nunca pueda hacerlo. Ojalá las nuevas generaciones tengan la opción para decidir lo que es mejor para ellas sin presión, ni sufrimiento. ¡Cómo me gustaría poder quedarme con mis vellos que me protegen del frío en invierno! Me gustaría poder correr con shorts sin que mis piernas velludas me hicieran sentir como una delincuente en la escena del crimen.

No es mi intención agobiarte, quizá sea el momento de parar y dejar el resto para otra carta, dejaré que esto vaya saliendo poco a poco y no me obligaré a seguir en este instante. Me siento un poco exhausta después de esta confesión. Sí te puedo decir que es horrible intentar caber en el molde de lo que se se supone es una mujer. No quepo. No tengo la paciencia ni la personalidad ni las ganas.

En fin, qué locura. Empecé escribiéndote de la semana santa y terminé hablándote de cuánto odio depilarme. No puedo evitarlo, es mi manera de ir saliendo del caos.

Por otro lado, ya sé qué foto enviarte hoy. No tiene nada que ver con las cosas que te conté, pero te comparto el cielo de hace un par de horas cuando tuve que salir al supermercado a comprar una cubeta y un par de guantes para limpiar la casa. Casi me toca ver el atardecer. Hubiera sido increíble verlo y compartirlo contigo. Tal vez para la próxima pueda mostrarte un mejor atardecer o amanecer desde la ventana de mi cuarto.

Hasta pronto,

El cielo

Carla

Cartas para Nadie escritas en aislamiento. Distanciamiento social por el coronavirus. Sexta carta.

•abril 9, 2020 • Deja un comentario

¡Hola! Quisiera seguirte contando sobre las mujeres en mi familia pero hoy no tengo humor para hacerlo. No lo creerás, pero me está costando mucho trabajo mover la pluma en este momento. Tampoco he estado muy activa. Me dolió un poco la espalda, no me dieron ganas de levantarme temprano y ni siquiera he hecho ejercicio. La verdad es que me presioné tanto por ser productiva, por «sacarle provecho» a estos días de aislamiento que además de quedar agotada, también he tenido mucho estrés. Apenas me voy recuperando, con esta carta intento ordenar mis ideas.

Todo el mundo dice que hay que permanecer positivo ante esta crisis; sin embargo, es imposible hacer eso diario, sobre todo cuando necesito abrazar a mi mamá sin poder hacerlo. Duele ser responsable, duele cuidarnos unos a otros. Duele.

Es jueves santo y es la primera vez que pasamos estos días encerrados sin salir a pasear. Trato de no llorar, no sé si lo logre.

Ayer fui al supermercado y fue deprimente ver el lugar tan vacío. Las personas avanzábamos a comprar lo necesario sin mirarnos a los ojos, evitando saludarnos, evitando acercarnos, no hubo sonrisas. Nos evadíamos lo más posible: al parecer la sana distancia incluye también mirar hacia otro lado. El miedo se percibe en el aire. Lo peor es que esto todavía no va a pasar, apenas viene lo bueno: el comienzo de la fase 3 de esta pandemia, la etapa más dura. Mientras nos escondemos en casa, el coronavirus afuera asusta y colapsa al mundo entero. No dejo de preguntarme cómo llegamos a esto y qué pasará después. Para bien o para mal ya no seremos los mismos.

Evito ver las noticias y limito el tiempo que paso en las redes sociales. Es duro estar presente. Hay momentos en los que las redes son el lugar para juzgar, criticar, crear una guerra entre quienes piensan diferente. Hay quienes han decidido imponer a los demás cómo sobrellevar esto y no ser «productivos» pareciera una falta de disciplina o de ganas de cumplir una meta… como si nada más estuviéramos de vacaciones, rascándonos la panza sin sentir angustia. En fin, no es así y, si lo fuera, ¿por qué juzgar? ¿Por qué obligar a otra persona a vivir como nosotros decidimos que es lo correcto? Luego sobran las noticias falsas (fake news), las amarillistas, las que sólo tienen como función generar pánico. Entiendo a los que están huyendo de las redes sociales en estos momentos, a veces quiero hacerlo también, pero me gusta compartir fotos bonitas y comunicarme. Tal vez eso pueda alegrarle el día a alguien. Además es una manera de no estar tan aislada y, sobre todo, hay muchas personas amorosas, solidarias que nos comparten su luz y nos alegran los días complicados. Me he encontrado a muchas cuyo abrazo virtual aminora el peso del distanciamiento social, me empapa de luz y vida, me da esperanza. Ellas me acompañan en este camino neblinoso.

En está época de caos mundial, de miedo, nos envuelve la incertidumbre mientras luchamos contra las increíbles ganas de abrazar a nuestros seres queridos. La vida como la conocemos se está esfumando y no tenemos idea de lo que sucederá ahora.

Tengo la impresión de que nos sentimos más solos que nunca. Es un reto convivir con nuestros compañeros de encierro y/o con la soledad. Entonces, querido Nadie, sucede algo muy extraño: en medio de todo este aparente desastre, nos atrevemos a mirarnos. Nos vemos a nosotros mismos y también a los demás. Nuestras preguntas e inquietudes van más allá del trabajo, de los bienes materiales, de los viajes que soñamos con realizar. Nos damos cuenta de nuestra humanidad, quizá. Está cambiando la forma en que nos comunicamos con los demás y ya no damos por sentado las cosas que antes considerábamos triviales como ir a tomar un café con alguien. Las videollamadas nos salvan del aislamiento, ponemos más atención a las palabras que nos dicen nuestros seres queridos y nos hacemos más conscientes de nuestra propia mortalidad, quizá.

No quiero hablarte de la pobreza, la falta de recursos para atender a las personas enfermas, el no poder protegerse en casa por la necesidad de salir a ganarse el pan (nadie puede vivir sin comer) y otras cosas terribles que están sucediendo ahora. No soy indiferente pero esas noticias están en todos lados a veces informando y, otras, dando angustia.

¿Qué sucederá cuándo salgamos de nuevo? ¿Dejaremos de temer a las demás personas o a nosotros mismos? ¿Es una utopía pensar que seremos más solidarios? ¿Nos enseñará esta pandemia que todos estamos conectados, que lo que pasa en China de alguna manera también nos afecta a los demás seres humanos del planeta? ¿O seguiremos necios aferrados a la absurda idea de que mis acciones no afectan a nadie más ni las acciones de los demás me afectan a mí? En momentos como éste me parece que estábamos más aislados antes fuera de casa que ahora dentro de ella.

Ya no sé ni qué te estoy escribiendo. Estoy agotada, triste, un poco negativa. Me da miedo no volver a abrazar a mis seres queridos. Me da miedo salir a la calle y me da miedo quedarme aquí.

Recuerdo mis primeros años de infancia cuando mis papás nos llevaban a la feria los domingos. Nos encantaba la Feria de Tlalpan porque era la más grande, la que más juegos tenía. ¡Cómo nos divertíamos! Era un día de fiesta, de risas, juegos y de caminar tomados de la mano. Me sentía segura y feliz. Ahora me siento lejos de esa época, como si estuviera suspendida en el tiempo viendo las cosas pasar sin poder moverme.

Nunca imaginé que viviría una época en la que nadie sabe qué hacer y que cada quien busca sobrellevar esto de la mejor manera posible, con sus propios recursos. Es una situación nueva que – por momentos- nos desgarra. ¿Habrá instantes en que los demás se sientan tan rotos como yo ahora?

Nunca me había preocupado tanto toser o que alguien más lo hiciera. Quiero esconderme para no contaminar a nadie (aunque estoy bien y contaminar es una palabra inadecuada en este caso).

Ya no tolero los juicios ni las palabras agresivas. ¿Por qué generamos tanta violencia en esta crisis? ¿Por qué es tan complicado mirar al otro con amor y empatía? ¿Por qué nos cuesta tanto trabajo cuidarnos unos a otros? Creo que si algo tenemos que aprender de todo esto es eso: CUIDARNOS UNOS A OTROS, considerarnos unos a otros, pensar los unos en los otros.

Necesito un impermeable que me proteja de la lluvia y no a alguien que me regañe por no traerlo puesto.

Escucho música y mi llanto empieza a materializarse. Extraño la voz de mi amigo Herwig, la música entre sus palabras cuando olvidaba como se decía una palabra en inglés. Imagino las conversaciones que tendríamos ahora, nuestros miedos, el viaje a México que nunca hizo, los lugares que visitaríamos juntos. A él ya nunca volveré a abrazarlo. Eso pienso mientras escucho a Katie Melua, su cantante favorita.

¿Me ayudará esta crisis a dejar atrás mis miedos? Por lo menos estoy volviendo a abrazarme a mí misma, lo hago casi todos los días, sean buenos o malos.

Mientras te escribo, mis perritas duermen encima de mis piernas. Su calor me anima. Escucharlas respirar y roncar me calma.

Cuando siento que ya no puedo, le dedico más tiempo a mis plantas. Esta primavera está siendo muy generosa conmigo. El arbusto de zarzamora se llena de flores y fruta. Acaban de nacer dos retoños fuertes que están creciendo sanos. ¡Desde cuándo soñaba con su llegada! Mi pequeño patio se llena de dalias, de flores de chile y de albahaca.

Mis plantas y yo somos sobrevivientes (ellas constantemente batallan con la plaga que aún no logro erradicar) y estamos aquí, ellas floreciendo y yo aprendiendo a hacerlo.

Así las cosas este jueves santo, jueves encerrado, jueves solitario, jueves que parece lunes, martes, miércoles, sábado o domingo. Es difícil saber en qué día de la semana estamos.

Me despido dejándote las fotos de mis plantas, un abrazo a distancia.

Hasta pronto,

Carla

Cartas para Nadie escritas en aislamiento. Distanciamiento social por el coronavirus. Quinta carta

•abril 3, 2020 • Deja un comentario

¡Hola! Escribirte es como mirarme en un espejo luminoso donde mi imagen no es hostil y siento ganas de abrazarme. Pienso en el gran reto que significa ser mujer. Quizá te escandalice leer esto o quizá ni siquiera me creas, pero ser mujer supone una lucha diaria y a veces duele, duele y duele. En fin, no te hablaré de eso en esta carta, hoy mis palabras para ti no estarán húmedas ni tristes. Sin embargo, no te salvas, quiero hablarte de una mujer fuerte a la que admiro mucho. Necesito contarte de ella, recordarla me ayuda a encontrar mi lado amable.

Asunción era el nombre de mi abuelita pero no le gustaba, aunque tenía respeto por él pues era el nombre también de mi bisabuela. Nosotros jamás la llamamos por su nombre (de hecho pasaron años antes de que yo supiera el nombre de mis abuelos maternos), para sus nietos siempre fue Granny, nuestra dulce y sonriente Granny. Murió hace casi veinte años y la extraño, siempre la extraño, unos días más que otros.

Mi Granny, mi hermosísima abuela.

Tú sabes que me ha faltado creer en mí misma y esa fe que me falta, a mi abuelita le sobraba. Ella tenía la convicción de que yo podía lograr lo que me propusiera. Su fe en mí era inquebrantable: no había nada que yo pudiera hacer para decepcionarla. Esa sensación era increíble, era mi lugar seguro. Sé que esa es la confianza que debo construir para mí y su recuerdo me está ayudando a lograrlo. Yo era su adorada Carlinda, su nieta mayor, su confidente a veces. Su presencia me llenaba de paz.

Yo con mi Granny.

Desde que tengo memoria, ella compartía conmigo sus grandes pasiones: la lectura, los idiomas, tejer y la repostería. Me enseñó mis primeras palabras en inglés cuando todavía no tenía edad de ir a la escuela. Me daba a leer libros y luego hablábamos de ellos. Una de sus novelas favoritas era Mujercitas de Louise M. Alcott. Esa fue la primera novela que leí y como muchas mujeres, incluyendo a Granny, quise ser Jo. Me enseñó a tejer sin tener que voltear agujas, lo que me facilitó mucho la existencia porque no sabía cómo hacer el punto de revés; gracias a ella sólo tenía que voltear las agujas cuando necesitaba hacer, por ejemplo, el resorte de un suéter (2 derechos, 2 reveses, volteaba las agujas para cada revés). También me enseñó a hablar con papá Dios. Bueno, me enseñó a pedirle pan aunque yo le pedía dulces. Claro que no me acuerdo de eso, pero mi mamá una vez me lo contó, riéndose emocionada.

Granny fue una mujer que contagiaba su entusiasmo por la vida. Era muy alegre, sencilla y amorosa pero ruda para sobrevivir y sonreírle a la adversidad. Quejarse no era lo suyo pero agradecer cada día de vida, eso sí lo hacía muy bien. Pareciera que su vida era fácil, que no conocía el sufrimiento. Cuando era niña e inclusive en la adolescencia, no me cayó el veinte de las cosas que enfrentó a lo largo de su vida, sus batallas y sus pérdidas.

En medio de mi ansiedad, llegué a sentir que le fallaba, que no estaba a la altura de sus expectativas. Como si ella fuera el juez implacable que -en realidad- sólo me pertenece a mí. Cuando empecé a estar más tranquila y a pensar en ella sólo con admiración -sin compararme con ella y sintiendo su amor- encontré en su historia la luz que llevaba tiempo buscando.

Me hubiera gustado abrazarla más, haberle dicho varias veces cuánto la admiraba. Por lo menos tengo la certeza de que ella lo sabía y eso me da tranquilidad.

Ella fue una mujer rebelde y muy independiente. Una vez estábamos las dos en su casa (creo que yo tendría unos 13 años) viendo una película (ella también era cinéfila) y me dijo muy emocionada un secreto: ese día era el aniversario de su graduación de la universidad. No se me olvida porque me conmovió mucho su felicidad. No paraba de sonreír. Me sorprendió porque – en ese momento – me pareció raro como algo tan «común» significaba tanto para ella. A mis cuarenta y tres años no recuerdo el día de mi graduación ni el de mi examen profesional. Me da pena confesarte que me tardé muchísimo tiempo en comprender su alegría: ella nació en 1917 y en su época no era nada común que las mujeres estudiaran en la universidad. Fue de las pocas que logró hacerlo. Fue una gran hazaña y me duele no haberlo sabido en ese momento. No sabes cómo quisiera platicar con ella sobre eso. No creas que se conformó con eso. Fue de las primeras mujeres en México en obtener una beca para estudiar en el extranjero, en la Universidad de Austin, Texas y logró que mi bisabuelo la dejará ir aunque sea un año de los dos que le ofrecían. La única condición que mi bisabuelo le puso es que no podía ver a su novio (mi abuelo) el tiempo que ella estuviera allá, si se enteraba que él estaba ahí, la regresaría en ese momento. Como te imaginarás, mi abuelo sí fue a verla. ¿Sabes qué hizo ella? ¡Le dijo que se fuera porque no estaba dispuesta a perder la oportunidad de estudiar allá por una visita suya! ¡Estaba hablando con el amor de su vida! ¡Qué fuerza de voluntad! ¡Qué claras tenía sus metas! Antes que nada tenía que ver por ella, estar bien consigo misma. En pleno 2020 no es fácil que las mujeres tengamos esa convicción tan fuerte, muchísimas dejan atrás sus sueños, sus metas, su crecimiento personal por el amor de un hombre, la cantidad es impresionante. Me cuesta mucho admitir que yo misma perdí mi independencia emocional y dejé en pausa mis sueños en una relación que tuve (me convertí justo en lo que prometí nunca sería). En esa época jamás habría tenido el valor que tuvo mi abuela. Lo tengo que repetir: ¡Tuvo la fuerza de voluntad para anteponer su sueño personal al amor! Afortunadamente no le hizo caso al mito de que hay que dejarlo todo por el amor de un hombre (o, claro está, de una mujer), incluyendo nuestras aspiraciones y ganas de volar. No, Nadie, ¡por favor no te creas ese mito!

Cuando mi abuela se casó ya tenía casi treinta años y en esa época ya le llamaban solterona, lo cual no le preocupó tanto porque se casó cuando ella quiso (duró nueve años de novia con mi abuelo) no cuando «tenía que hacerlo» según las tradiciones de la sociedad. Además, la muy rebelde, se casó con un hombre uno o dos años menor que ella. Creo que eso de hacerle caso al que dirán o a los prejuicios no era lo suyo. ¿Qué te digo? Granny usaba pantalones, manejaba, fumaba (aunque no por mucho tiempo) y a pesar de tener hijos, claro que trabajaba (y amaba lo que hacía). Nada de eso era común en esa época, así que sobra decir que fue una mujer muy criticada por la sociedad. Por supuesto, eso no la detuvo ni le robó la inspiración para seguir viviendo a su manera.

Compartir contigo su historia me recuerda mi propia rebeldía, los tiempos en que no me importaba nada lo que pensaran de mí y luchaba porque me dejaran ser yo misma.

Mi Granny era una mujer de mente abierta con una gran capacidad de adaptarse a casi todo. La modernidad no le cayó encima, al contrario, le gustaba o por lo menos sabía disfrutarla. A los catorce años yo era la única en la escuela que tenía una abuelita enamorada del melenudo Ricky Martin (que no se parecía en nada a su adorado Frankie Boy). Era la abuelita que veía conmigo Celebrity Deathmatch en MTV y no se escandalizaba con las violentas batallas de las celebridades de plastilina que llevaban su rivalidad a la muerte de las maneras más sangrientas y descabelladas posibles; por el contrario, las veía conmigo y nos reíamos a carcajadas. ¡Era genial!

Por cierto, se me pasó contarte que también era muy buena en la cocina: tenía afición por hacer postres (que yo heredé sin duda, la mayor parte de mi vida odié cocinar pero siempre he disfrutado muchísimo hacer postres). Con ella hacía galletas y sus famosas mentitas, la única receta que me sé de memoria. Cada vez que las hago la escucho a ella dándome las indicaciones, nos veo en el antecomedor de su casa, llenando la mesa de azúcar class, con las manos embarradas de mantequilla. ¡Qué ganas de hacerlas en estos días de encierro!

Cuando nos íbamos las dos solas a Cuernavaca, nos podíamos pasar horas viendo sus álbumes de fotografías. Me encantaba ver las fotos de sus hermanas: mi tía abuela Alicia y mi tía abuela Marta. Siempre tenía historias de ellas que contarme. Me repetía con un gran amor que Marta era guapísima. Disfrutaba mucho hablar de ellas y a través de esas tardes en Cuernavaca yo pude conocerlas…

Mis tías abuelas, ambas, murieron muy jóvenes, ninguna llegó a cumplir treinta años. Mi abuela perdió a una hermana, luego a la otra y a su padre. No sé en qué orden, lo duro es que fue uno por año: mi bisabuela pasó tres años seguidos de luto, vestida de negro (en ese entonces se acostumbraba llevar el luto por un año entero). No sé cómo vivió el duelo, no sé cómo sobrellevó esas pérdidas, lo que sí me queda claro es que eso no le quitó el entusiasmo ni la alegría ni las ganas de seguir adelante.

Como lo dije antes, era una mujer ruda para sobrevivir, nada mermaba su espíritu, sus entusiasmo, sus alas. Yo tenía nueve años cuando murió mi abuelo. Vivíamos muy cerca de ellos, entonces por un tiempo (no recuerdo si fueron semanas o meses) yo me quedaba con Granny en las noches para que no estuviera sola. Nos acompañábamos y a pesar de su dolor, se levantaba sonriendo, me preparaba el desayuno, me alegraba el día. Nunca se quejó. Siempre hablaba de él (los quince años que le sobrevivió). Lo extrañó siempre, hasta el último momento de vida, pero no se dejó caer. Nos esperaba a los nietos con ilusión, siempre lista para consentirnos. Me hacía con muchísimo amor mi arroz con leche (a nadie le quedará nunca tan rico como a ella) y podíamos pasar tardes enteras viendo películas, hablando de libros, contando anécdotas, riendo.

Estoy tratando de evitar que el llanto moje las palabras que te escribo. Mientras te hablo de ella me muero de nostalgia. Escucho su risa y sus palabras de aliento. Su espíritu rebelde e independiente me abraza, me grita que me levante, que crea en mí, que yo también soy grande. Me sacude su ejemplo, su gran amor.

Una vez ella me dijo que soñaba con ser escritora pero que no tenía la habilidad para serlo. Me dijo que la hacía feliz que yo escribiera y que en mí se hacía realidad su sueño. Qué paz me da que, a pesar de vivir escondida en un cajón, a ella sí le mostré mis poesías, mis historias, las locuras de mi pluma. Quiero que desde donde está ella se sienta orgullosa de mí. A través de esta carta que te escribo quiero prometerle que no volveré a abandonar mis palabras, nunca más dejaré descansar a mi pluma.

Apelo a la fuerza y al esplendor de las mujeres de mi linaje para ponerme de pie y recuperar mis alas, es a través de ellas y con ellas que limpiaré mis alas y volaré alto, cada día más alto.

Me despido con el corazón henchido de orgullo y amor por mi abuela materna, mi adorada Granny.

No te dejaré con la curiosidad, te iré contando las historias de estas mujeres y la mía propia. Tiempo no nos faltará en estos tiempos de confinamiento.

Hasta pronto,

Carla

Cartas para Nadie escritas en aislamiento. Distanciamiento social por el coronavirus. Cuarta carta

•marzo 31, 2020 • 1 comentario

30 de marzo 2020

¡Hola! No sabes cómo extraño caminar en las calles llenas de Jacarandas en esta época. Cada año me gusta salir a buscarlas con mi cámara. Me pesa no poder hacerlo ahora, sin embargo, ayer hice una breve visita a mis papás y en el camino me encontré unas esplendentes, saludables y colmadas de flores. El año pasado no la pasaron tan bien porque tenían mucha plaga. ¡Qué fuertes están ahora!

Me resulta muy doloroso ver a mis papás y mantener la distancia necesaria para cuidarnos todos. Me animó sí poder acercarme a las jacarandas, abrazarlas y dejar que me cubrieran de violeta. Por unos segundos me convertí en primavera y dejé de verme como a una persona marchita. ¡Me alegró verlas! Por supuesto que tomé algunas fotos para ti. ¡Te van a encantar! Como la calle estaba vacía pude darme unos minutos para admirarlas. Después de verlas, no me pesó tanto volver al encierro.

Mientras te escribo pienso en el lado amable del Internet, en cómo me ayuda la tecnología. Tú sabes que yo pertenezco a esa generación que nació sin Internet y que teníamos poco más de veinte años de edad cuando lo conocimos.

¡Cómo era larga la distancia hace unas décadas! Tenía dieciséis cuando una amiga cercana se fue a vivir a Australia. Sólo teníamos dos maneras de comunicarnos: por cartas o por teléfono. El correo era muy lento: la carta tardaba meses en llegar a su destino (si llegaba) y hacer una llamada de larga distancia era muy caro. En aquel entonces hablar un minuto a Australia costaba catorce pesos (una fortuna). Por lo tanto, no estuvimos tan en contacto el tiempo que ella estuvo fuera. Quizá si no hubiera regresado cuando lo hizo, habríamos dejado de hablarnos.

Ahora, la situación es muy diferente. Con la llegada del Internet, es más sencillo comunicarse sin salir de casa. Los correos electrónicos se reciben al instante. Además están las redes sociales, las videollamadas, los mensajes de WhatsApp. El celular es una mini computadora muy potente y con cámara fotográfica integrada. Te impresionaría ver todo lo que es posible hacer con un celular e Internet. Sí, ya sé, que eso también puede ser muy peligroso. Estoy de acuerdo contigo, pero hoy sólo quiero hablar de las cosas buenas, como la posibilidad de volver a conectarme con personas queridas a las que dejé de ver por años. Siempre he tenido una relación muy mala con el teléfono, por eso he perdido contacto con muchas personas. En cambio, comunicarme con mensajes es genial, me encanta. Puedo escribir a la hora que sea sin interrumpir a la persona y ya me contestará cuando me lea y esté disponible.

Mmmh. Ya sé lo que estás pensando pero no, no seas tan escéptico, mis relaciones no son nada más virtuales. Cuando te hablé de las relaciones que he recuperado no me refiero sólo al hecho de escribir y recibir mensajes (lo cual sí es importante para mí) sino también de reunirnos para platicar, tomar un café, celebrar y lo he hecho con algunas personas. En fin, ¿No te parece irónico que justo en este momento que me había propuesto salir de mi ostracismo y socializar más, llega a encerrarnos el coronavirus? Te diría que es un aguafiestas, pero hoy no estoy de humor para hacer chistes.

Antes odiaba las video llamadas, sobre todo cuando se pusieron de moda. Pensar en que me vieran a través de una cámara me ponía muy muy nerviosa (no es que ahora me ponga muy tranquila, pero al menos ya no les tengo fobia). Hablar con una persona en el teléfono es difícil para mí pero hacerlo a través de una pantalla lo es mucho más. Las primeras veces me sentía muy incómoda y torpe. Sin embargo, no niego que hacer una llamada tiene su encanto: me permitió ver sonreír a mi querido amigo Herwig por última vez. Vivía en Austria y se lo llevó el cáncer antes de que pudiéramos volver a reunirnos. Algo que nunca le he dicho a nadie, hasta ahora que te escribo a ti, es lo culpable que me sentí porque a él le encantaban las videollamadas y yo las evitaba porque no pude superar el estrés que me causaban. Perdí muchas oportunidades de convivir con él de esta manera. Sí, claro, nos enviábamos mensajes de voz y fotos casi diario, pero hoy sé que no es lo mismo. Poco más de dos años después de su muerte, te confieso, que eso me sigue doliendo. Me lo reclamé muchas veces y me ha costado mucho reconocer la parte de mí que sí fue una buena amiga para él. No me es fácil contarte esto, pero, a la vez me está ayudando. Desde entonces me prometí superar la fobia a las cámaras y no ser tan renuente a estar frente a ellas . Eso no implica que no me sonroje, que me ponga muy nerviosa y a veces todavía me sienta muy torpe, pero ya no me intimidan tanto.

A mi mejor amigo, Fabricio, le encantan. Sigue sin ser fácil para mí, pero verlo haciendo caras chistosas en la pantalla de mi celular me hace feliz y entonces Pittsburgh no parece tan lejano. Hoy tengo esta sensación agridulce porque pienso en lo que me perdí con Herwig pero también en lo que puedo aprovechar ahora.

Querido Nadie, estoy aprendiendo a ver más allá de mis fallas y te agradezco que me acompañes en este proceso. Odiaba la cámara porque me hacía estar demasiado consciente de las cosas que no me gustan de mí. Centré mi atención en eso y eso me impidió disfrutar más de mi amistad con Herwig. Ya no voy a reclamarme más por eso. Confío en que él sabe lo importante que fue y será siempre para mí.

En estos días de aislamiento las videollamadas adquieren un nuevo significado para mí: ofrecen la posibilidad de convivir con mis seres queridos sin ponernos en riesgo y de socializar en esta pandemia que nos aísla. Me dan alegría. Hace unos días Fabricio y yo pasamos más de una hora así; nos distrajimos del encierro y reímos. Me sentí bien. Entonces me queda claro que es el momento de vivir esta experiencia con mis papás, hermanos y sobrinos para que la distancia duela menos. Nunca se va a comparar con tenerlos en frente y darles un abrazo, pero verlos ayuda, ayudará mucho.

Querido Nadie, estoy mejor pero me siento triste, muy triste, con muchas ganas de escapar del distanciamiento social y abrazar, abrazar mucho a mis seres queridos, abrazarlos siempre.

Ya no quiero ser ermitaña. Nunca seré la persona más sociable del mundo, pero sí te aseguro que ya no quiero ser ermitaña. Ya no más.

Es todo lo que quiero decirte esta vez. Pronto volveré a escribirte.

Carla

Cartas para Nadie escritas en aislamiento. Distanciamiento social por el coronavirus. Tercera carta

•marzo 28, 2020 • Deja un comentario

¡Hola! No lo vas a creer pero estoy escuchando el tema de la Pantera Rosa (mi caricatura favorita de la infancia) y eso me pone de buenas. Debo decirte que hoy te salvaste de una carta melancólica pues me siento contenta y no pienso abrumarte con mis temas de ansiedad.

Ya es viernes pero con el aislamiento no se nota mucho la diferencia. He estado muy activa y eso ha alejado a los demonios que suelen acecharme.

Te cuento que hoy tomé mi primera clase de yoga y fue en línea. Yo jamás me imaginé en yoga pero ayer una amiga me invitó a tomar las clases que ella estará dando en estos días de distanciamiento social.

Tempranito me puse a leer en la cama, mientras escuchaba cantar a los pajaritos. Unos minutos antes de las ocho me levanté y me conecté al Facebook. La gran ventaja de estar en casa es que pude tomar la clase en pijama, muy cómoda, en mi sala. Sabía que hacer yoga me relajaría y le haría bien a mi cuerpo, pero no imaginé que también me llevaría a estar en armonía conmigo misma. Me pensé como una persona agradable. Sentí que hay más en mí que sólo pensamientos caóticos. En esa hora varias veces me abracé con amor y agradecimiento, con una sonrisa. Por si fuera poco, también benefició a mi espalda. Terminé muy contenta y con mucha energía.

Preparé el desayuno con ganas de cantar aunque no lo hice y el día comenzó bien. No me malinterpretes, no soy indiferente a la pandemia , pero he decidido – por mi salud mental- desconectarme de las noticias y del tema (sólo una vez al día busco una fuente confiable para saber que está pasando). Por ahora eso es lo que necesito y no tienes idea de cómo ese pequeño detalle me permite disfrutar de estos momentos en casa.

También tomo una clase en línea para hacer ejercicio y no extrañar tanto el gimnasio. Es la segunda vez que la tomo (la primera fue ayer). Estuvo tan intensa que me dejó agotada y me acosté a leer un rato. ¿Creíste que leí mucho? Pues ni tanto porque me quedé profundamente dormida. No me quejo pues fue una siesta reparadora. Por cierto, mi ciclo de sueño ya se está normalizando y me siento más funcional.

¿Te digo una cosa? ¡Hoy no amanecí con el nudo en la garganta ni me ha visitado en lo que va del día! Y no sólo eso, también he tenido muchas ganas de sonreír. Quizá te parezca algo sencillo, pero puedes estar seguro de que no lo ha sido para mí. Por momentos creí que jamás lograría deshacerme de ese nudo.

Este aislamiento me obliga a mirar hacia adentro y me da la oportunidad de reconciliarme conmigo misma. Estoy poniendo todo de mi parte para aprovecharla. Como ya te lo he dicho antes, quiero estar bien. ¡Quiero estar bien!

Esta semana se me ocurrió la idea de hacer -en las noches- una lista con las actividades que quiero realizar al día siguiente. En las mañanas reviso la lista y empiezo a trabajar en eso. Cumplir con lo que está anotado en la lista me da una sensación de bienestar inmensa y mucha satisfacción (algo que ni siquiera recuerdo haber sentido en los últimos meses).

Ya es viernes y veo los cambios en mi ánimo y en mi cuerpo. Mis defensas ya no están tan bajas, mi alergia está desapareciendo, no me han dolido las piernas ni las muñecas, puedo moverme con soltura y no estoy débil ni con sueño las veinticuatro horas del día.

Entre mis prioridades está escribirte porque eso me conecta conmigo misma, me impide evadirme y las palabras van saliendo de su escondite, además de que voy encontrando mi lado amable (ya es hora de ver más allá de mi oscuridad).

En el jardín de la unidad habitacional donde vivimos hay cuatro jacarandas. Todos los días emocionada observo como en esta época se van llenando de flores. Acabo de tomar una foto que me gustó mucho y deseo compartirla contigo, querido Nadie.

Una Jacaranda

Espera mi siguiente carta,

Carla