Cartas para Nadie escritas en aislamiento. Distanciamiento social por el coronavirus. Quinta carta
¡Hola! Escribirte es como mirarme en un espejo luminoso donde mi imagen no es hostil y siento ganas de abrazarme. Pienso en el gran reto que significa ser mujer. Quizá te escandalice leer esto o quizá ni siquiera me creas, pero ser mujer supone una lucha diaria y a veces duele, duele y duele. En fin, no te hablaré de eso en esta carta, hoy mis palabras para ti no estarán húmedas ni tristes. Sin embargo, no te salvas, quiero hablarte de una mujer fuerte a la que admiro mucho. Necesito contarte de ella, recordarla me ayuda a encontrar mi lado amable.
Asunción era el nombre de mi abuelita pero no le gustaba, aunque tenía respeto por él pues era el nombre también de mi bisabuela. Nosotros jamás la llamamos por su nombre (de hecho pasaron años antes de que yo supiera el nombre de mis abuelos maternos), para sus nietos siempre fue Granny, nuestra dulce y sonriente Granny. Murió hace casi veinte años y la extraño, siempre la extraño, unos días más que otros.

Tú sabes que me ha faltado creer en mí misma y esa fe que me falta, a mi abuelita le sobraba. Ella tenía la convicción de que yo podía lograr lo que me propusiera. Su fe en mí era inquebrantable: no había nada que yo pudiera hacer para decepcionarla. Esa sensación era increíble, era mi lugar seguro. Sé que esa es la confianza que debo construir para mí y su recuerdo me está ayudando a lograrlo. Yo era su adorada Carlinda, su nieta mayor, su confidente a veces. Su presencia me llenaba de paz.

Desde que tengo memoria, ella compartía conmigo sus grandes pasiones: la lectura, los idiomas, tejer y la repostería. Me enseñó mis primeras palabras en inglés cuando todavía no tenía edad de ir a la escuela. Me daba a leer libros y luego hablábamos de ellos. Una de sus novelas favoritas era Mujercitas de Louise M. Alcott. Esa fue la primera novela que leí y como muchas mujeres, incluyendo a Granny, quise ser Jo. Me enseñó a tejer sin tener que voltear agujas, lo que me facilitó mucho la existencia porque no sabía cómo hacer el punto de revés; gracias a ella sólo tenía que voltear las agujas cuando necesitaba hacer, por ejemplo, el resorte de un suéter (2 derechos, 2 reveses, volteaba las agujas para cada revés). También me enseñó a hablar con papá Dios. Bueno, me enseñó a pedirle pan aunque yo le pedía dulces. Claro que no me acuerdo de eso, pero mi mamá una vez me lo contó, riéndose emocionada.
Granny fue una mujer que contagiaba su entusiasmo por la vida. Era muy alegre, sencilla y amorosa pero ruda para sobrevivir y sonreírle a la adversidad. Quejarse no era lo suyo pero agradecer cada día de vida, eso sí lo hacía muy bien. Pareciera que su vida era fácil, que no conocía el sufrimiento. Cuando era niña e inclusive en la adolescencia, no me cayó el veinte de las cosas que enfrentó a lo largo de su vida, sus batallas y sus pérdidas.
En medio de mi ansiedad, llegué a sentir que le fallaba, que no estaba a la altura de sus expectativas. Como si ella fuera el juez implacable que -en realidad- sólo me pertenece a mí. Cuando empecé a estar más tranquila y a pensar en ella sólo con admiración -sin compararme con ella y sintiendo su amor- encontré en su historia la luz que llevaba tiempo buscando.
Me hubiera gustado abrazarla más, haberle dicho varias veces cuánto la admiraba. Por lo menos tengo la certeza de que ella lo sabía y eso me da tranquilidad.
Ella fue una mujer rebelde y muy independiente. Una vez estábamos las dos en su casa (creo que yo tendría unos 13 años) viendo una película (ella también era cinéfila) y me dijo muy emocionada un secreto: ese día era el aniversario de su graduación de la universidad. No se me olvida porque me conmovió mucho su felicidad. No paraba de sonreír. Me sorprendió porque – en ese momento – me pareció raro como algo tan «común» significaba tanto para ella. A mis cuarenta y tres años no recuerdo el día de mi graduación ni el de mi examen profesional. Me da pena confesarte que me tardé muchísimo tiempo en comprender su alegría: ella nació en 1917 y en su época no era nada común que las mujeres estudiaran en la universidad. Fue de las pocas que logró hacerlo. Fue una gran hazaña y me duele no haberlo sabido en ese momento. No sabes cómo quisiera platicar con ella sobre eso. No creas que se conformó con eso. Fue de las primeras mujeres en México en obtener una beca para estudiar en el extranjero, en la Universidad de Austin, Texas y logró que mi bisabuelo la dejará ir aunque sea un año de los dos que le ofrecían. La única condición que mi bisabuelo le puso es que no podía ver a su novio (mi abuelo) el tiempo que ella estuviera allá, si se enteraba que él estaba ahí, la regresaría en ese momento. Como te imaginarás, mi abuelo sí fue a verla. ¿Sabes qué hizo ella? ¡Le dijo que se fuera porque no estaba dispuesta a perder la oportunidad de estudiar allá por una visita suya! ¡Estaba hablando con el amor de su vida! ¡Qué fuerza de voluntad! ¡Qué claras tenía sus metas! Antes que nada tenía que ver por ella, estar bien consigo misma. En pleno 2020 no es fácil que las mujeres tengamos esa convicción tan fuerte, muchísimas dejan atrás sus sueños, sus metas, su crecimiento personal por el amor de un hombre, la cantidad es impresionante. Me cuesta mucho admitir que yo misma perdí mi independencia emocional y dejé en pausa mis sueños en una relación que tuve (me convertí justo en lo que prometí nunca sería). En esa época jamás habría tenido el valor que tuvo mi abuela. Lo tengo que repetir: ¡Tuvo la fuerza de voluntad para anteponer su sueño personal al amor! Afortunadamente no le hizo caso al mito de que hay que dejarlo todo por el amor de un hombre (o, claro está, de una mujer), incluyendo nuestras aspiraciones y ganas de volar. No, Nadie, ¡por favor no te creas ese mito!
Cuando mi abuela se casó ya tenía casi treinta años y en esa época ya le llamaban solterona, lo cual no le preocupó tanto porque se casó cuando ella quiso (duró nueve años de novia con mi abuelo) no cuando «tenía que hacerlo» según las tradiciones de la sociedad. Además, la muy rebelde, se casó con un hombre uno o dos años menor que ella. Creo que eso de hacerle caso al que dirán o a los prejuicios no era lo suyo. ¿Qué te digo? Granny usaba pantalones, manejaba, fumaba (aunque no por mucho tiempo) y a pesar de tener hijos, claro que trabajaba (y amaba lo que hacía). Nada de eso era común en esa época, así que sobra decir que fue una mujer muy criticada por la sociedad. Por supuesto, eso no la detuvo ni le robó la inspiración para seguir viviendo a su manera.
Compartir contigo su historia me recuerda mi propia rebeldía, los tiempos en que no me importaba nada lo que pensaran de mí y luchaba porque me dejaran ser yo misma.
Mi Granny era una mujer de mente abierta con una gran capacidad de adaptarse a casi todo. La modernidad no le cayó encima, al contrario, le gustaba o por lo menos sabía disfrutarla. A los catorce años yo era la única en la escuela que tenía una abuelita enamorada del melenudo Ricky Martin (que no se parecía en nada a su adorado Frankie Boy). Era la abuelita que veía conmigo Celebrity Deathmatch en MTV y no se escandalizaba con las violentas batallas de las celebridades de plastilina que llevaban su rivalidad a la muerte de las maneras más sangrientas y descabelladas posibles; por el contrario, las veía conmigo y nos reíamos a carcajadas. ¡Era genial!
Por cierto, se me pasó contarte que también era muy buena en la cocina: tenía afición por hacer postres (que yo heredé sin duda, la mayor parte de mi vida odié cocinar pero siempre he disfrutado muchísimo hacer postres). Con ella hacía galletas y sus famosas mentitas, la única receta que me sé de memoria. Cada vez que las hago la escucho a ella dándome las indicaciones, nos veo en el antecomedor de su casa, llenando la mesa de azúcar class, con las manos embarradas de mantequilla. ¡Qué ganas de hacerlas en estos días de encierro!
Cuando nos íbamos las dos solas a Cuernavaca, nos podíamos pasar horas viendo sus álbumes de fotografías. Me encantaba ver las fotos de sus hermanas: mi tía abuela Alicia y mi tía abuela Marta. Siempre tenía historias de ellas que contarme. Me repetía con un gran amor que Marta era guapísima. Disfrutaba mucho hablar de ellas y a través de esas tardes en Cuernavaca yo pude conocerlas…
Mis tías abuelas, ambas, murieron muy jóvenes, ninguna llegó a cumplir treinta años. Mi abuela perdió a una hermana, luego a la otra y a su padre. No sé en qué orden, lo duro es que fue uno por año: mi bisabuela pasó tres años seguidos de luto, vestida de negro (en ese entonces se acostumbraba llevar el luto por un año entero). No sé cómo vivió el duelo, no sé cómo sobrellevó esas pérdidas, lo que sí me queda claro es que eso no le quitó el entusiasmo ni la alegría ni las ganas de seguir adelante.
Como lo dije antes, era una mujer ruda para sobrevivir, nada mermaba su espíritu, sus entusiasmo, sus alas. Yo tenía nueve años cuando murió mi abuelo. Vivíamos muy cerca de ellos, entonces por un tiempo (no recuerdo si fueron semanas o meses) yo me quedaba con Granny en las noches para que no estuviera sola. Nos acompañábamos y a pesar de su dolor, se levantaba sonriendo, me preparaba el desayuno, me alegraba el día. Nunca se quejó. Siempre hablaba de él (los quince años que le sobrevivió). Lo extrañó siempre, hasta el último momento de vida, pero no se dejó caer. Nos esperaba a los nietos con ilusión, siempre lista para consentirnos. Me hacía con muchísimo amor mi arroz con leche (a nadie le quedará nunca tan rico como a ella) y podíamos pasar tardes enteras viendo películas, hablando de libros, contando anécdotas, riendo.
Estoy tratando de evitar que el llanto moje las palabras que te escribo. Mientras te hablo de ella me muero de nostalgia. Escucho su risa y sus palabras de aliento. Su espíritu rebelde e independiente me abraza, me grita que me levante, que crea en mí, que yo también soy grande. Me sacude su ejemplo, su gran amor.
Una vez ella me dijo que soñaba con ser escritora pero que no tenía la habilidad para serlo. Me dijo que la hacía feliz que yo escribiera y que en mí se hacía realidad su sueño. Qué paz me da que, a pesar de vivir escondida en un cajón, a ella sí le mostré mis poesías, mis historias, las locuras de mi pluma. Quiero que desde donde está ella se sienta orgullosa de mí. A través de esta carta que te escribo quiero prometerle que no volveré a abandonar mis palabras, nunca más dejaré descansar a mi pluma.
Apelo a la fuerza y al esplendor de las mujeres de mi linaje para ponerme de pie y recuperar mis alas, es a través de ellas y con ellas que limpiaré mis alas y volaré alto, cada día más alto.
Me despido con el corazón henchido de orgullo y amor por mi abuela materna, mi adorada Granny.
No te dejaré con la curiosidad, te iré contando las historias de estas mujeres y la mía propia. Tiempo no nos faltará en estos tiempos de confinamiento.
Hasta pronto,
Carla
~ por Naraluna en abril 3, 2020.
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