¡Hola! Aquí estoy, querido Nadie, escuchando la lluvia y mirando mis plantas. ¡Hay un cempasúchil que casi está de mi estatura! ¡En poco más de un mes empezará a llenarse de flores grandes!
Con el Cempasúchil
Sabes, si no existiera la pandemia, este fin de semana me tocaría correr un maratón. ¡Ahora ni siquiera he corrido veinte kilómetros! De todas formas, déjame contarte que ya voy quitándome las telarañas y estoy corriendo de nuevo. La semana pasada, después de más de seis meses, hice diez kilómetros y sin llegar al agotamiento. Todavía no siento libertad al hacerlo, pero ya comienzo a disfrutarlo. Cuando salgo me pongo muy nerviosa y estoy tan preocupada por no coincidir con otras personas, por evadirlas, que me cuesta trabajo encontrar el ritmo de mi cuerpo, relajar los hombros, avanzar. Unos kilómetros después ya logro calmarme un poco.
Así yo, después de correr 10 km.
Antes de la pandemia solía correr correr en los Viveros, ahora lo hago en la calle y me sigue pareciendo raro. Debo estar más alerta pero también tengo la posibilidad de escoger la ruta que voy a seguir. Ahora- como nunca- soy una corredora solitaria. Extraño el compañerismo y la motivación que surgen al encontrarse con otros corredores, el ayudarnos a ir más rápido, el convivir en esos breves instantes en los que nuestros caminos se cruzan. Ahora lo mejor es evitar cualquier interacción y guardar una sana distancia cuando evitar la cercanía es imposible. Se han borrado – por el momento- los saludos, las sonrisas, las palabras de aliento. A veces ya ni siquiera nos miramos a los ojos.
En fin, me concentro en el camino, la belleza de las calles, los árboles y las flores. Me invaden los recuerdos bonitos pues corro en las calles de siempre, las de mi infancia, adolescencia y edad adulta. Mientras corro llegan imágenes que me obligan a sonreír. He corrido por el parque donde aprendí a andar en bicicleta, por la calle donde está la que fue casa de mi abuelita, alrededor del centro de Coyoacán pues el parque sigue cerrado. Ayer me invadió la nostalgia de sentarme a la Fuente de los Coyotes. Recordé el atardecer que vi justo ahí hace dos años, en Octubre, mientras saboreaba un helado de cempasúchil.
Lo que veo al correr
Lo que veo al correr
Corriendo en la calleAtardecer en Coyoacán, octubre 2018
Ya tengo medida mi ruta de diez kilómetros. Me encanta que no necesito dar varias vueltas por los mismos lugares. Además tengo la oportunidad de volver a enamorarme de las calles de la colonia donde vivo.
Nadie, extraño mucho mis entrenamientos, a mis amigos del gimnasio, participar en las carreras; sin embargo, agradezco el poder correr de nuevo, el seguir teniendo la condición física para -por lo ,menos- llegar a los diez kilómetros. Todavía he de obligarme a hacerlo porque me sigue visitando el miedo, aunque hoy soy un poco más valiente que los meses pasados.
Mientras corro, pienso que esto también pasará, que volveré a hacer maratones. Me da alivio ponerme los tenis, salir a la calle y dejar que el viento me guíe. Eso sí, Nadie, estoy lenta como nunca. Tomará tiempo recuperar mi velocidad. Primero necesito volver a sentir la música de mi cuerpo, de mis pies al tocar el pavimento/la arcilla. Una vez que lo logre podré concentrarme en ser más veloz (bueno en dejar de ser una tortuga). Por lo pronto ya tengo una nueva meta y me concentraré en eso.
Volveré a ser feliz corriendo, querido Nadie, te lo prometo. El cubrebocas no volverá a robarme el entusiasmo. Por fortuna hay calles tranquilas donde puedo correr sin usarlo la mayor parte del tiempo. No te preocupes, me cuido a mí y a quienes me rodean.
Gracias por tenerme la paciencia que – a menudo- me falta, por siempre leerme.
¡Hola! Me da miedo que esta especie de confinamiento se convierta en un estilo de vida. Me aterra que el tapabocas sea la única manera de salir al mundo y vivir rodeada de medios rostros y sanas distancias.
Añoro pasear por Coyoacán. Sé que te lo digo mucho, pero nunca en mi vida había pasado tanto tiempo sin visitarlo. No quiero que mi vida social- por más pequeña que ésta sea- se reduzca a sesiones de zoom. No pienso quedarme en un mundo sin abrazos donde nos ahogue el miedo al prójimo. Lo siento, Nadie, he sido presa de la ansiedad y depresión. Sigo viviendo en las entrañas del insomnio, cada día tengo más sueño y menos ganas de hacer las cosas.
Cuando llegó la pandemia y con ella el confinamiento, estaba muy activa: me propuse sanar mi autoestima, lidiar con mis demonios y escribir con disciplina. Además no paré con el ejercicio. Llegué al punto de sobreexigirme pero estaba contenta porque estaba logrando muchas cosas. Ahora me miro al espejo y sólo encuentro un rostro apático y cansado. Es todo un reto para mí superar la fobia al tapabocas que ha llegado al grado de que prefiero no salir de mi casa. Usarlo me provoca mareos, sudoración excesiva, sensación de que me falta el aire. Como no logro respirar bien, termino agotada como si hubiera corrido un maratón aunque sólo haya caminado medio kilómetro (y a veces menos).
Me parece que me muevo en cámara lenta y me resulta imposible volver a la velocidad normal. No sé cómo encontrar el ritmo de estos tiempos.
¡Ay, Nadie! ¿Qué estamos viviendo? ¿A dónde vamos? En fin, mejor dejo de hacerme preguntas sin respuesta y me concentro en contarte algo menos denso, que ya tuve suficiente oscuridad en estos días.
A pesar del tapabocas, me gusta mucho llevar a los perritas y a Tommy (nuestro perrito, el viejillo) al parque. Me encanta verlas mover sus colitas y verlos pasear felices, correr y saltar cuando hay oportunidad de hacerlo. Desde el momento que veo el brillo de sus ojos cuando les vamos a poner las correas, me siento ligerita y con ganas de sonreír. Me ayudan a mantenerme en el presente, a agradecer lo que tenemos, a ver más allá de mi hartazgo y/o dolor.
Nahui
Tommy
Circe y Laika
Mis perritos
Mi pluma se resiste a bailar en la hoja pero te escribo como una promesa que me hago para seguir luchando y ver más allá de mis pensamientos negativos o agotamiento.
Sabes, Nadie, he vuelto a abrir los libros. Mi mente ya puede concentrarse, por fin. Los libros son mis salvavidas y sin ellos, las violentas olas me tenían prisionera. Con los libros puedo nadar en este mundo pandemioso. En estas dos semanas me he dedicado a devorar libros. Empecé con un par de romances rosas, ligeros y melosos en exceso. En fin, no son dignos de Premio Nobel pero me sacaron del trance y de la densidad que me estaba matando. Después, empecé a leer – y ya casi termino- la trilogía del Holocausto de Imre Kertész: Sin destino, Fiasco y Kaddish por el Hijo no nacido. El último libro lo leí hace varios años y ahora que lo vuelvo a leer, me obliga a repensar mi vida, a ver y reconocer el esqueleto de mis emociones, experiencias y sentimientos. Entendí que dejar ir es dejar de saber, bueno más allá de eso, es dejar de querer saber sobre la vida de esa persona (o personas); es atreverse a vivir sin tener ninguna noticia de la otra persona y aceptar que ya no es parte de mi hoy. Llevaba ya un buen rato cargando conmigo personas que ya no pertenecen a la Carla que soy ahora y que ya no desean pertenecer. Me hice consciente de que todavía acaparaban mis pensamientos. Ahora ya tengo el valor de decirles adiós sin preguntar, sin lamentar, siempre deseándoles lo mejor. Esta es la única manera de encontrar armonía y libertad en mí.
Todavía no termino de leer esta novela, este Kaddish por el Hijo No Nacido, este conjunto de reflexiones intensas que hace el protagonista a partir del no que responde a la pregunta de si quería tener hijos. No te diré que es una novela optimista, esperanzadora ni mucho menos feliz, pero es una novela que me mueve, que despierta en mí la necesidad de reflexionar sobre mi vida también. Me falta poco para terminarla y me da mucha tranquilidad el saber que ya regresó mi pasión por leer. Me agobiaba el vació enorme que no podía controlar, pero cada vez que intentaba leer un libro me quedaba dormida, lo que me frustraba cada vez más. Ahora sólo quiero devorar libros y más libros para volver a sentirme viva.
¿Cómo recordaremos estos dias, Nadie?
Volviendo a mis perritas. Acabo de regarlas y me divertí bastante. Lo hago con la regadera que uso para mis plantitas y les encanta. Corren, ladran y buscan el agua. Mientras no se trate de bañarlas, les encanta mojarse. Ahora mi estudio- que está pegado al patio donde hemos estado jugando ellas y yo- huele a perro mojado porque Laika está sentada junto a mí. Justo hoy me pasé un buen rato barriendo, lavando y trapeando mi estudio. Prendí una vela aromática para que oliera bien y ahora sólo huele a perritas mojadas. Lo más paradójico, Nadie, es que lo estoy disfrutando. Me río de esta situación. Quisiera reírme a carcajadas pero no tengo la energía y me doy cuenta de que eso es lo que necesito: reír a mandíbula batiente, contar chistes, dejar de tomarme la vida tan en serio.
Mi hija está llenando la casa de plantas. Yo no sé dónde nos van a caber tantas (no hablo de las que tenemos, sino de las que todavía nos falta plantar). Este fin de semana me regaló una peperomia hoja de sandía preciosa para mi estudio. Me siento llena de amor cuando la veo.
Peperomia hoja de sandía
No te he contado pero es la primera vez en meses que escribo en mi estudio. No estaba consciente de cuánta falta me hacía tener mi espacio. Me encantó este pequeño cuartito desde la primera vez que vimos este departamento. Todavía no termino de decorarlo, pero es mi espacio. En una de las paredes cuelga un cuadro con la palabra «Love» que me regaló Jea para que siempre tenga presente el amor que me rodea. Cuando lo veo, escucho sus palabras y vuelvo a ver su sonrisa de emoción por darme este regalo. Es increíble el bienestar que me dan estos dos detalles. Por si fuera poco, escucho I’ve got you under my skin con Frank Sinatra y Bono (vocalista de U2).
Love
Ya casi me despido, pero te hablaré un poquito de mis plantas. Por fin llegaron las lluvias y eso ha sido muy benéfico para mis cempasúchiles: este año están enormes. ¡Me sorprendo cada vez que los veo! El árbolito – retoño del que plantó mi abuelita- sigue creciendo. Es temporada de fresas y ya vienen varias en camino. Y la mejor noticia de todas: ¡están muy contentos los esquejes de lavanda! ¡Sí sobrevivieron! ¡Uno de ellos ya tiene un botón!
Cempasúchil
Cempasúchil
Retoño del arbolito que plantó mi abuelita
Fresas
Lavanda
Lavanda
Lavanda
En fin, Nadie, no concibo que mi cumpleaños número cuarenta y cuatro llegará con tapabocas en una pandemia que parece no terminar nunca. Ya van a ser seis meses desde que empezó el confinamiento. ¡Qué rara época estamos viviendo!
Mi pluma ha saltado del temible nudo en mi garganta a la alegría de regar a mis perritas, del hartazgo a la felicidad de ver mis plantas crecer, del negativismo a mi deseo de seguir viviendo. Sí, leíste bien, a pesar de mis palabras nubladas al principio de esta carta, sí quiero seguir viviendo.
Gracias, Nadie, porque de eso me percaté hoy mientras te escribía: ¡Sí quiero seguir viviendo! ¡Sí quiero! ¡Sí!
Te mando un abrazo, mi paciente Nadie, un abrazo muy fuerte.
¡Hola! Quiero escribirte seguido, pero me ha resultado imposible. Después de casi cinco meses de confinamiento, tapabocas, distanciamiento social, no abrazar a mi mamá, me siento pesada, me tardo el doble de tiempo en hacer las cosas, vivo agotada y con insomnio.
Quisiera decirte que celebro la vida y que, a pesar de todo, soy feliz; pero eso no es cierto. Estoy en pausa, como si viviera en cámara lenta. Tengo la sensación de vivir en una pesadilla que quizá nunca termine. Después de cinco meses no disminuye la cantidad de contagios, no tengo claro nada y me fastidia escuchar palabras optimistas. No puedo pensar positivo siempre. A decir verdad, Nadie, el esfuerzo de levantarme de la cama me deja agotada.
Falta poco más de un mes para mi cumpleaños y creo que seguiremos en las mismas circunstancias ese día. Eso significará que llevaremos casi seis meses de confinamiento. ¡Seis meses de no abrazar! ¡Seis meses de tapabocas! ¡Seis meses de vivir sin libertad!
Ya volví a correr. No en los parques o lugares de siempre. No podría. Corro en lugares solitarios, evadiendo a la gente, huyendo de ella. Sola y triste, atenta no sólo al camino sinó también a las personas: si no puedo evadir a alguien, con mucho cuidado tengo que ponerme el tapabocas antes de acercarme o de que se acerque. Es estresante y agotador. Me aguanto el nudo en la garganta.
Cuando me dicen que esto no es temporal, que ésta será nuestra «normalidad», pierdo el entusiasmo y pienso en la muerte. No quiero envejecer en esta época distópica.
¡Ay, Nadie! No sé qué decirte. Me siento lúgubre y monótona. Me ayuda meditar todos los días, aprendo a flotar en estas aguas hostiles.
A pesar del caos que me envuelve, estoy haciendo algo por mí: llevo más de dos semanas con una alimentación saludable y haciendo ejercicio con más disciplina. Ya dejé atrás el pan dulce, los postres, galletas, chocolates y comida chatarra. Como a mis horarios y tomo más agua. Fue una locura hacerlo ahora porque mi ansiedad aumenta. Se me antojan los dulces y todo aquello que me inflama el abdomen o me provoca colitis. Me mantengo firme y mi fuerza de voluntad regresa. Me cuesta seguir así, pero no daré marcha atrás. Descubrí que el chayote relleno de atún con aguacate es delicioso. Te cuento que ya me queda una de mis faldas (aunque todavía me aprieta un poco). Sanar es un proceso largo, he de tener paciencia.
Mis anécdotas felices también están en pausa. No puedo escribirlas en este estado de ánimo.
Te preguntarás qué me ayuda a seguir adelante además de meditar. Tengo un par de respuestas a esa pregunta.
Hace poco más de un año adoptamos a Nahui y a Circe. Con ellas nos convertimos en dueños de cuatro perros (ya teníamos a Tommy y a Laika). Me pareció una locura. Aunque estábamos felices pensé que Jea, Rebeca y yo nos habíamos metido en la cueva del lobo. Me equivoqué, ahora agradezco que lo hayamos hecho. En estos días tan complejos, nuestros perros nos salvan. Su amor me motiva, su alegría se contagia y sus travesuras nos mantienen ocupados. Me preocupa tanto su bienestar que por momentos me olvido de mi crisis existencial. Soy capaz de sonreír cuando se acuestan encima de mí o cuando me llenan de besos y al verlos dormir encuentro la paz que a veces me falta. Con ellos nunca estamos solos ni tampoco podemos aburrirnos.
También vuelvo a la vida con mis plantas, necesito aprender de ellas. Planté cempasúchiles y a pesar de que no ha llovido mucho están creciendo rápido. El geranio y las caléndulas siempre tienen flores. Cada vez que las veo, se alegra mi corazón. El cactus y las suculentas -retoños que me regaló Rebeca- están adaptándose a su nuevo hogar y han sobrevivido hasta ahora. Aprender a cuidarlos, mantenerlos con vida, me hace sentir bien conmigo misma. Rodearme de plantas me acerca a la Madre Tierra y me da esperanza.
Geranios
Caléndulas
Cactus y suculentas
Suculenta
Cempasúchil
Cempasúchil
¿Te acuerdas de mis esquejes de lavanda? ¡Sobrevivieron tres y han crecido mucho! ¡Eligieron vivir! ¡Tienes que ver las fotos!
Lavanda
Lavanda
Esquejes de lavanda
Por instantes me olvido de mi malestar y me percibo verde, llena de flores, con raíces fuertes, abrazando a la Madre Tierra. Quiero hacer un dibujo de esa imagen y colgarlo donde pueda verlo para evitar que me devore esta pandemia.
Lo sé, Nadie, esto pasará, pero no sabemos cuándo. Mientras tanto, no me avergüenzo por sentir dolor ni porque me cueste trabajo levantarme de la cama. No puedo estar bien todos los días. Ahora no sé cómo lidiar con lo que está sucediendo y busco mantenerme a flote. Confío en el amor que me rodea.
Sueño con tomarme un helado en mi amado Coyoacán, sentada en la banca junto a la Fuente de los Coyotes, acompañada de mi esposo, mi hija y mis perros…
Hasta pronto, querido Nadie, ojalá te gusten las fotos de mis plantas.
¡Hola! Acabo de despertar en este domingo soleado donde los pájaros llevan rato cantando. Estoy sentada frente al balcón.
Hace veinte años murió mi abuelita, como a esta hora. Recuerdo la llamada, la estaba esperando. Lo primero que sentí fue agradecimiento: ella ya quería irse con mi abuelo, con su papá, con su familia. Su agonía debía terminar. A pesar del peso de su ausencia, fue un alivio que su estancia en la Tierra terminara. Pasaron algunas horas antes de que pudiera llorar, mi papá me ayudó a hacerlo. Esa tarde comí arroz con leche en un lugar cerca de la funeraria y las lágrimas fluyeron descontroladas: el arroz con leche era el postre que con tanto amor me preparaba cuando iba a comer a su casa. Ya pasaron veinte años y yo la extraño. El tiempo no es olvido: su amor siempre me acompaña.
En fin, Nadie, el motivo de mi carta es otro pero me dejé llevar por la nostalgia de la fecha.
La vez pasada te conté de la flor de mi lavanda y lo contenta que estaba por eso. Fue un reto levantarla después de la plaga. Le tomó tres meses volver a llenarse de hojas. Estaba muy a gusto pero hace tres días sufrió un accidente. El huracán de mis perritas le cayó encima y la dejaron sobre la tierra con las raíces afuera. No se la comieron pero quedó muy lastimada. Cuando la vi ni siquiera pude llorar. Entré en desesperación. La planté de nuevo, le hablé bonito, la acaricié.
Una hora más tarde fui a ver cómo estaba y me percaté que la mitad de la planta no tenía raíces (estaba despegada del tallo principal pero eso era casi imperceptible). Lo único que se me ocurrió hacer fue sacarla de la tierra, separarla en partes para hacer esquejes y plantarlos de nuevo. Estaba muy alterada, me temblaban un poco las manos. Rebeca estaba conmigo y me ayudó a hacer los cortes de 45 grados en la parte inferior del tallo para poder plantarlos. En una maceta pequeña puse en el fondo pedazos de barro (de una maceta rota), eso ayuda a que el agua drene bien, luego puse tierra, una cáscara de plátano y más tierra. Una vez lista, con mucho cuidado fui plantando los esquejes. También planté uno pequeño en un envase de refresco. Tengo la esperanza y también la ilusión de que vivan. La posibilidad de tener más lavandas calmó mi tristeza. Después de un incidente así, por un periodo de tiempo las plantas son muy delicadas y frágiles. El menor de los descuidos puede matarlas.
Tres días después de lo ocurrido, te cuento, Nadie, que los esquejes van muy bien. Se mantienen de pie, verdes y aromáticos casi como si nada hubiera pasado. No puedo decir lo mismo de la lavanda que se quedó en la maceta. Hoy podé las hojas muertas, ojalá eso le ayude a levantarse y sobrevivir.
La lavanda en mi maceta, después de podarla.
Hace unos días mi lavanda me iba a dar una flor. Ahora tengo varios esquejes y si sobreviven tendré varias lavandas. Es decir, se habrán multiplicado y lo que parecía una tragedia, podría convertirse en un regalo. Así de extraña es la vida.
Esquejes de lavanda
Como mi planta, yo me he roto varias veces y lo que me parecía un túnel oscuro, un sufrimiento irremediable terminó siendo un evento que me permitió crecer y renovarme. Algunas veces lo que parece funesto resulta ser una oportunidad para armarnos con piezas diferentes que nos permiten multiplicar nuestros sueños y nos percatamos que tenemos las herramientas para llegar a ellos.
En fin, Nadie, sólo quería contarte de la flor que ya no está y de la esperanza de un futuro lleno de flores.
¿Ya viste los esquejes en mis fotos? ¿Verdad que se ven bien?
Hasta pronto, querido Nadie, esta semana tengo otra historia para ti.
¡Hola! Llevamos más de tres meses en confinamiento. La semana pasada estaba harta de todo, incluso de escribirte. Tuve un insomnio tan severo que el jueves ya parecía zombi y el viernes lloraba casi por cualquier cosa. Apenas el fin de semana logré dormir mejor y ahora, por fin, ya empiezo a descansar.
Nadie, te cuento que ayer recibimos una horrible sacudida aquí en la ciudad: un temblor de 7.5 grados. Íbamos a desayunar cuando sonó la alerta sísmica. Fue nuestro primer temblor en nuestro departamento (en el tercer piso). Nos dio tiempo de subir a la azotea con nuestros cuatro perros justo antes de que la tierra empezara a moverse. Tuve que recargarme en la pared para no caerme. Fue tan intenso que estuve a punto de vomitar. Duró más de un minuto. Mis perritos jugaban como si no pasara nada.
Rebeca y yo estuvimos mareadas y con náuseas toda la mañana. Además me dolía la cabeza. Me comí un bolillo antes de desayunar y no me supo a nada la comida. La buena noticia es que no se reportaron daños en la ciudad.
Lo que tengo en la mente desde ayer es que estamos aquí y estamos bien. Odio los tapabocas, las calles solemnes, el silencio inagotable donde antes había risas, pero estamos bien.
Por lo tanto, querido Nadie, quiero hablarte de las cosas que alegran mis días. Por ahora dejemos de lado la pandemia y las malas noticias.
He sabido de casos en los que la convivencia de las personas confinadas en la misma casa es insoportable, que eso de estar forzados a estar juntos las veinticuatro horas del día, todos los días es un verdadero infierno. En las redes sociales hay memes haciendo alusión a la cantidad de divorcios que habrá cuando esto termine. Hay quienes no se soportan, viven en pleitos, ya se hartaron los unos de los otros. No es nuestro caso y me siento muy agradecida por eso. Quizá te parezca increíble, pero está convivencia tan intensa ha fortalecido nuestros vínculos. De alguna manera nos hemos reencontrado. A pesar de las circunstancias, nos conocemos mejor, nos reímos más y nos acompañamos en los días monótonos, cuando nos invade el estrés o el cansancio. Somos afortunados porque rara vez sufrimos al mismo tiempo. Los que estén animados, apapachan a quien no lo esté. No te digo que todo sea miel sobre hojuelas ni que nunca nos enojemos o tengamos diferencias pero sí estamos más unidos ahora. Sé que me sentiré sola cuando volvamos a la «normalidad» y ellos regresen al trabajo y a la universidad respectivamente.
En medida de lo posible en esta situación, me da bienestar que estemos juntos, que nos acompañemos y que nuestra prioridad sea hacernos la vida más amable. Hemos logrado hablar de temas que el año pasado eran motivo de grandes pleitos y discusiones. Valoramos más los abrazos. Somos un poco más amorosos y risueños. Lo único que me desagrada de esto es que me estoy volviendo demasiado cursi y creo que es algo irremediable. A ver si no termino empalagada con mi propia miel.
Desde que nos mudamos, me emocionó tener una cocina bien iluminada y tenía mil ideas para cocinar, pero empecé a hacerlo cuando comenzó esta pandemia. Me sigue haciendo feliz preparar algo delicioso para consentirnos y evitar que nos gane la monotonía. Sin embargo, debo confesarte que subí de peso, tengo el vientre tan inflado que la mayor parte de mi ropa ya no me queda. Eso aumentó mi ansiedad y tendencia a la depresión. Ahora estoy tranquila y disciplinándome de nuevo. Entonces ya no preparo diario desayunos tan etravagantes y cargados de calorías (sólo dos veces a la semana, a veces tres). Lo último que preparé fue unos panquecitos de tocino, manzana y queso cheddar. ¡Qué extraña combinación! Fue un éxito y volaron.
Panquecito de tocino, manzana y queso cheddar
Otra cosa que me ha pasado en estos días es que estoy cantando (o aullando) de nuevo. Canto al cocinar, al lavar los platos, al limpiar los baños. Les invento más canciones a mis perritas y puedo rimarlas mejor.
Hablando de mis perritas, estoy tan acostumbrada a pasar mi tiempo con ellas, que no quiero ni pensar en lo duro que será separarme de ellas cuando volvamos a salir de nuevo y ellas se queden en casa (aunque sólo se trate de unas horas). Ahora, mientras te escribo, Laika está a mi lado, durmiendo encima de mis pies.
Laika
Mis perritas
Mis perritas
Si se pudiera hablar de regalos que me ha traído el confinamiento, te diría que uno de ellos son las tardes que pasamos juntas Rebeca y yo viendo series de Netflix, ella bordando o decorando sus macetas, yo tejiendo. Esas tardes juntas en las que también platicamos, reímos o lloramos. A menudo me pregunto cuántas tardes cómo esas tendremos cuando vuelva a la universidad, cuando pase el tiempo libre con su novio y amigos. Todavía no acaba el confinamiento y ya siento que la extraño.
Recuerdo cuando era chiquita y le hacía cosquillas en las noches, justo antes de que se durmiera en aquellos días de hospitales y miedos. Sus carcajadas nos llenaban de luz y esperanza.
A pesar de esta dolorosa época de aislamiento, agradezco mi tiempo con Rebeca.
Otra cosa que compartimos ella y yo es el amor a las plantas. Juntas -citando a Jea- estamos convirtiendo la casa en Jumanji. Tenemos plantas en casi todos lados, excepto en el pasillo y sólo porque está muy oscuro. Hace dos semanas me regaló unos geranios, caléndula, té verde y salvia. Gracias a ella, mi balcón quedó hermoso. Aquí están muy contentas. Pareciera que vivimos en un lugar mágico donde todas las semillas germinan y las plantas crecen.
Mi balcón
He aprendido más de mis plantas en estos tres meses y medio que en mi vida entera. Paso mucho tiempo observándolas. He visto germinar las semillas de melón y de pimiento morrón. Sembré una cúrcuma y ahora un jengibre. A la albahaca que puse en agua ya le salieron raíces. Por cierto, descubrí que tiene un efecto sedante que me ayuda a calmar la ansiedad. La lavanda que renació va a dar su primera flor después de la terrible poda. Por fin está feliz.
Cúrcuma
Mis plantitas germinando y la cYa viene la flor de la lavanda
Conectarme con mis plantas debilita mis sombras. Me da paz quitarles la mala hierba, podarlas, buscar que estén sanas. Diario les dedico tiempo, les doy las gracias, platico con ellas. Estoy floreciendo con ellas, querido Nadie.
Ya es hora de que mis perritas cenen. Me voy a darles de comer.
No me preguntes sobre la pandemia ni el fin del confinamiento, no tengo idea de cuándo va a llegar.
Espero que te gusten las fotos que te envío en esta carta.
¡Hola! Te escribí un par de veces de la semana pasada, pero no terminé ninguna carta. Fue una semana sombría. De nuevo una fétidez aguda me provocó una reacción alérgica severa, creí que me asfixiaba. Por si no fuera suficiente, la depresión me acosaba y perdí el control con las noticias de racismo y brutalidad policíaca en México y Estados Unidos. No es que no supiera que pasara, es que fue la gota que derramó el vaso y con tanta crueldad e indiferencia perdí la fe en la humanidad. No pude lidiar con lo que ya te he escrito varias veces, querido Nadie: la falta de amor al prójimo. Estaba enojada y paralizada por el sentimiento de impotencia. Fue como ver a las personas al aire libre en una tempestad sin poder darles un paraguas, impermeable, un lugar para que se resguardaran. El mundo es un caos y la necesidad de sabernos superiores destruye vidas.
En fin, Nadie, no deseo seguir hablando de este tema. Ya estuve en ese lugar oscuro la semana pasada y lo que nos hace falta es luz. Eso es lo que busco ahora: luz. Primero debo encontrarla en mí para después compartirla con los demás.
La intención de mis cartas ha sido la de escribirte para lograr salir de mi negrura y – a pesar de este desastre mundial- creo que voy avanzando. Te he hablado mucho de mi falta de autoestima y de libertad para expresarme. Llevo muchos años viviendo con un muro gigante con el que me estampo cada vez que quiero lograr algo. Es el muro de la autocensura, juicios negativos que hago de mí misma. Eso es lo que me detiene cuando me siento en las nubes capaz de compartir el universo en mi cabeza. Llevo años tratando de saltar ese muro, derrumbarlo treparlo, pero era indestructible. Hace dos semanas cuando iba a escribirte, fue él quien me impidió hacerlo. Fue como si me amarrara las manos o me susurrara «eso no está bien, ya ves cómo sí eres estúpida». Me venció la frustración y terminé acurrucada en la esquina de mi escritorio, llorando. Estaba tan enojada que deseaba lastimarme. No te asustes, Nadie, no lo hice. En lugar de eso, me hice consciente de la voz del muro y me di cuenta de que no era sólo una voz, su existencia se basaba en las voces con las que crecí en la escuela, en todos esos NOs que acepté como ciertos, los juicios que me comí sin rebelarme, las voces que me enseñaron a descalificarme. Las escuché por tantos años que se volvieron mi realidad. Esa tarde no se callaban y más de veinte años después, me estaban dejando sorda: «No te queremos en nuestro equipo, no eres buena en deportes»; «dibujas horrible»; «recortas chueco»; «¡qué fea letra!»: «flaca fea!»; «no te acerques»; » no te queremos aquí»; «no queremos ser tu amiga secreta»; «¡qué feos tenis»; «¡todo lo haces mal!». Hasta escuché la voz de aquella maestra que con una sonrisa en la boca me dijo: «Hubieras tenido 9.5 en el examen de Spelling (ortografía) pero no supe si era una a o una o y eso te baja puntos, eso no te pasaría si hicieras bien las letras». Estaba convencida de que mi letra cursiva era así de fea por desidia mía y no porque me parecía imposible lograrlo (soy zurda y me sigue resultando imposible, por eso no uso esa letra).
Esas voces me enseñaron a ver y a pensar lo peor de mí, a sentir vergüenza de ser yo. Lo sé, Nadie, fui yo la que las aceptó, las que las hizo reales. Ese es el problema con el acoso (bullying) muchos niños aceptamos las burlas y ofensas creyendo que las merecemos, que nosotros las provocamos. No sé porqué ni cómo pueda evitarse, el hecho es que sucede y que no siempre nos damos cuenta. Creí que eso ya lo había superado pero no era así. Entre más deseaba creer en mí, más inútil me sentía.
Fue bueno volver a escuchar las voces ese día porque pude rebelarme, porque ahora sí tuve la oportunidad de rechazarlas. Descubrí que ellas eran el sostén del muro y que alejándome de ellas por fin podría derrumbarlo. Ya no me definen. No pienso escucharlas más. Fue aterrador enfrentarme a ellas pero eso me permitió cerrar mis oídos a su sonido. No me recuperé en el momento, Nadie, pero después de ese día no he vuelto a escucharlas.
Lloré tanto que, al fin, quedé limpia. Mi esposo me abrazó, me escuchó, me ayudó a recomponerme. Me dio paz.
Quedé agotada esa noche, mis emociones necesitaban descansar. No tenía sueño, entonces me metí a la cocina y me puse a hacer un pastel de zanahoria, calabaza y manzana. Desde que mi querida Josee me mandó la receta (sabe que amo la repostería) quería hacerlo. Me entretuve en eso más de tres horas. Me dormí después de medianoche pero valió la pena, el pastel quedó exquisito. Se acabó al día siguiente, a mi familia le encantó. Le llevé un pedazo a mi mamá y también lo disfrutó mucho.
Desde entonces me voy reencontrando conmigo misma, poniendo atención a mis cualidades. Ya pasaron varios días en los que el muro ha estado ausente. Siento un poco de libertad para expresarme, ya no es una batalla desgastante. Vuelvo a sentir el impulso para crear de nuevo y no lo estoy censurando. Pronto me pondré a dibujar de nuevo, a pintar.
Me corté las alas varias veces, sin importar el daño que eso me causara. Lo hice tantas veces que se convirtió en un hábito y di por sentado que jamás volvería a volar, que la muerte me encontraría bien lejos del cielo.
Querido Nadie, ahora mis alas están creciendo, puedo sentir las cosquillas en mis omóplatos y sé que pronto estarán completas, colosales como mi cuerpo (mido casi 1.80 metros). Volaré como lo hacía en mi infancia cuando nadaba con las sirenas y me cantaban las hadas.
Mientras tanto avanzo hacia al amor a mí misma. Estoy dejando de insultarme y de llamarme inútil.
Todavía seguimos en confinamiento pero ya falta menos. Anoche soñé que salía clandestinamente al cine con mi esposo y mi hija. Me sentía tan mal que sólo quería regresar a casa. Entonces llegaba una chavita que me gritaba entre risas que tenía coronavirus y me escupía en la cara. Me desperté sin saber si reír o traumarme. Eso de las personas que le escupen a alguien en la cara está pasando ahora. Me enteré de la noticia en la noche y quizá por eso me ocurrió eso mientras dormía. Es impactante la facilidad con la que nos agredimos unos a otros.
No te enojes, Nadie, pero no puedo evitar preguntarme si algún día dejaremos de ser tan estúpidos, si algún día dejaremos de matarnos unos a otros para demostrar nuestra «superioridad» (odio esa palabra) o por el simple hecho de «tener la razón». Por esto mismo no tengo ganas de salir a la calle. Quizá me parezca al Grinch, pero todavía no me caen bien muchos humanos. Lo que ya no soporto es no abrazar a mi mamá, no ver a mis hermanos, no jugar con mis sobrinos. Tenemos tantas cosas pendientes que celebrar y esta pandemia nos lo impide. Ya perdí la cuenta, además, de cuánto tiempo llevo sin correr y tengo las piernas muy inquietas.
Gracias por tenerme paciencia, Nadie. Ya estoy lista para contarte las historias pendientes.
Mientras tanto te diré que este fin de semana hice unas galletas de lavanda y miel que me quedaron exquisitas y fueron perfectas para acompañar mi café. No duraron mucho en la casa porque todos las devoramos. Te dejo unas fotos del pastel de zanahoria y de mis galletas para que se te antojen. También te comparto una foto del cielo que me puso feliz el domingo.
¡Hola! Esta tarde llueve un poco pero dudo que sea suficiente para mis plantas o para refrescarnos del calor intenso.
Quiero contarte un recuerdo que también es una historia, una de las tantas que tengo pendientes contigo. De nuevo agradezco el amor y la influencia directa e indirecta de las mujeres en mi familia materna. Soy orgullosa descendiente de un linaje de mujeres fuertes.
A Finita, mi tía abuela (hermana de mi abuelo), la vi pocas veces en mi vida pero me hacía tan feliz que nunca la olvidé. Su luz te deslumbraba, te llenaba de calma y bienestar. Era una mujer tan dulce que junto a ella era casi imposible sentirse mal.
Finita vivía en Guadalajara con su hermana Lulú. No pudo ser una mujer independiente porque a los trece o catorce años sufrió una caída tan fuerte que se quedó casi ciega y con serios problemas auditivos. Debido a esto, dependía de sus hermanas y nunca se casó ni tuvo hijos. En ese entonces ya era poco común que una mujer fuera independiente (ya te conté la historia de mi Granny rebelde) y en su situación era más difícil todavía poder serlo. Además no se tenían los mismos recursos para ayudar a una persona con sus problemas de visión y audición como ahora.
No sé cómo asimiló lo que le sucedió ni cuánto tiempo le costó adaptarse, sólo sé que amaba la vida, que siempre encontraba motivos para reírse. Me contó mi mamá que a Finita le encantaba reír a carcajadas y que cuando estaba sentada en la cama, echaba el cuerpo para atrás y alzaba las piernas de tanto que se reía.
Ir a Guadalajara era para mí sinónimo de ver a Finita y pasar mi tiempo con ella. Estoy segura de que ella habría sido una madre excepcional. No pudo tener hijos pero nos envolvió con amor maternal a sus sobrinos y sobrinos nietos. ¡Brillaba de felicidad cuándo llegábamos a verla! ¡Nos adoraba! Nunca nos faltaron besos ni abrazos y nos dedicaba todo su tiempo. Era divertida y paciente. Nunca nos alzó la voz ni se enojó con nosotros. Pasaba la tarde contándonos cuentos y cantándonos canciones. Su voz era bella, angelical. Creo que si el amor hablara, sonaría como ella.
Nadie, debo decirte que recuerdo poco su apariencia. Era bajita, caminaba un poco encorvada pero conocía cada rincón de su casa, del jardín, sabía moverse muy bien y sola. Tenía el cabello blanco, corto y peinado con un broche. Sus orejas me parecían muy grandes y me llamaba mucho la atención su aparato auditivo. Me parecía que tenía una boca enorme y me gustaba mucho verla hablar. No sé si en verdad tenía la boca grande o yo la veía así por la enormidad de sus palabras.
Sabes, Nadie, sólo tengo una foto de ella, en ese entonces yo tenía cuatro años y nunca vi una foto de ella cuando era joven. Sin embargo, te aseguro que era una mujer hermosa que irradiaba paz.
Aunque casi no veía, nos reconocía siempre. Me acariciaba la cara con mucha ternura. Ella nos veía a través de sus manos.
Sus canciones me acompañan ahora. Me sorprendo tarareando la canción de los perritos y la del barquito chiquito. Escucho la Muñeca Vestida de Azul y soy niña otra vez…
Finita está sentada a mi lado en el jardín grande de Guadalajara. Ese jardín donde nos sobraba espacio para correr y saltar, donde seguía a mi tía abuela a la especie de muro blanco donde nos sentábamos (no sé si sea un recuerdo real, si ese muro exista, pero tengo esta imagen de nosotras sentadas ahí sin que nuestros pies tocaran el suelo). Está cantando feliz las mismas canciones, las únicas de niños que se sabe, divirtiéndose con nosotros, emocionada. Siento las mismas ganas de abrazarla que en aquel entonces. Con sólo pensarla me lleno de paz. Nadie, no hubo tormenta capaz de nublarle el alma ni tragedia capaz de robarle la alegría.
Hablando con mi mamá de Finita, resultó que las dos tenemos el mismo recuerdo de ella: Finita contándonos cuentos, Finita cantando, Finita llenándonos de abrazos y besos, Finita alegre, Finita riendo. Finita un oasis de paz, una fuente de amor, una mujer con infinito entusiasmo para vivir.
Yo era adolescente cuando murió. Pasó el último año de su vida en un asilo en la Ciudad de México con su hermana Lulú. Fuimos a visitarla varias veces. Seguía siendo la misma mujer sonriente y amorosa que se ponía bien feliz con nuestras visitas. Me costaba mucho trabajo despedirme, me dolía.
Nadie, en los días eternos de este confinamiento a menudo siento su abrazo amoroso y largo como los que me daba en mi infancia. Sé que está conmigo porque me contagia su alegría de estar viva. Me comparte sus carcajadas y me pongo a cantar como ella, libre y sin inhibiciones. Recordé que así me ponía a cantar en la adolescencia cuando estaba sola.
Siento las manos de Finita reconociendo mi cara y la escucho decirme que voy a estar bien. Yo le creo, Nadie, yo le creo.
Su amor está aquí, conmigo y me doy cuenta de que no soy tan débil ni tan tonta como a veces me veo.
No es fácil estar aquí ahora, encerrados, sin saber como será la «nueva normalidad» ni tampoco tener la certeza de cuándo llegará, pero agradezco que esto me permita encontrarme en las mujeres de mi familia y aprender de ellas para convertirme en una mejor persona.
Todavía queda mucho tiempo para compartirte mis historias. Te envío la única foto que tengo de mi tía abuela Finita.
¡Hola! Aquí estoy, tristeando un poco. Extraño a mis amigos que viven lejos y cada día me pesa más la distancia. Ni siquiera cuando pase el confinamiento podré irme a tomar un café con ellos. ¿Cuándo volveré a verlos? ¿Volveré a verlos? Es inevitable para mí pensar en lo efímeros que somos y en lo poco que eso nos importa (a menudo dejamos lo esencial para mañana). Me repito con frecuencia que voy a cambiar eso y dedicaré más tiempo a las personas que quiero, pero a veces mi naturaleza asocial me gana. Mi amigo Herwig me viene a la mente una y otra vez. Todavía pienso en lo que pude haber hecho mejor pero sobre todo, lo extraño.
Ya van a ser tres años de su muerte y me pregunto cuánto tiempo más necesito para superar el hecho de que no pude volver a verlo, de que no pude tomarle la mano en sus últimos momentos.
Mi amistad con él fue por correspondencia. Nos conocimos hace dieciséis años, ambos buscábamos un penpal en otro lado del mundo. Él vivía en Innsbruck, Austria y quería saber más sobre México. No nos tomó mucho tiempo encontrar las cosas que teníamos en común. Nos escribíamos largos correos electrónicos por lo menos una vez a la semana. A pesar de no conocernos en persona, estuvo conmigo cuando terminé con mi entonces novio. Sus correos me animaban.
Soñaba con venir a México pero le daba terror subirse a un avión. Al igual que yo, amaba tomar fotografías y era muy bueno haciéndolo: se expresaba a través de ellas.
Dos años después de conocernos, pude viajar a Innsbruck. ¡Por fin íbamos a vernos en persona! Cuando el tren ya estaba por llegar a la estación sentí un poco de miedo, ¿y si me estaba metiendo a la cueva del lobo?. Me dio mucha risa saber que él pensaba lo mismo mientras me esperaba en la estación: ¿Y si había invitado a su casa a una psicópata? Ni cuevas de lobos ni psicópatas, sólo las aventuras de dos amigos que por fin podían reunirse y abrazarse. Conocí Innsbruck, Salzburgo y Seefeld. Visitamos jardines botánicos, él también amaba las flores. Paseamos por museos y en las noches hacía pasta para cenar que acompañábamos con vinto tinto mientras escuchábamos la radio con música de los ochentas.
Te escribo con ilusión mientras me lleno de recuerdos. Casi puedo escucharlo hablar a toda velocidad y tararear canciones mientras buscaba la palabra adecuada en inglés, era muy nervioso y a menudo se le olvidaban (sólo por unos segundos). Fue difícil despedirnos. Él lloraba y yo me sentía mal. Nos abrazamos y me subí al tren con el corazón hecho nudos. Jamás imaginé que sería la última vez que lo vería en persona. Estaba segura que pronto lo visitaría de nuevo y que él vendría a México. ¿Cómo iba a saber que no volvería a abrazarlo?
No seas escéptico, querido Nadie, la amistad a distancia sí funciona y es muy fuerte cuando los corazones están cerca. Herwig me apoyó sin peros ni exigencias hasta el último momento. Estaba ya en el hospital, luchando por su vida, cuando llegó el temblor del 2017 y lo primero que hizo fue enviarme un mensaje para asegurarse de que estuviéramos bien. Me siguió enviando fotografías y mensajes de voz mientras su salud se lo permitió.
En los años de nuestra amistad me acompañó en mis alegrías, celebró mi boda y cada año recordaba mi aniversario, me acompañó en la enfermedad de mi hija y en su regreso a la salud, desde su querido Innsbruck fue parte de los eventos importantes de mi vida y yo de la suya.
Agradezco la tecnología que nos ayudó a estar cada vez más cerca. Nos tocó vivir juntos los avances: la llegada del hi5 y luego del Facebook, del smartphone. Con ellos tuvimos la posibilidad de mandar fotografías en tiempo real del lugar donde estuviéramos. Ilusionada le mandé una foto del lugar donde esperaba el pesero al salir del gym y él me mandaba fotos de la comida que estaba disfrutando. Tener una cámara y computadora integradas en el celular era casi mágico (ahora ya es normal, rutinario, nada asombroso).
Me llamaba por teléfono, me enviaba calendarios con postales de Austria, nos escribíamos con mucha frecuencia. Como te escribí hace poco, lamento no haber hecho más videollamadas con él. Con la llegada de WhatsApp me enviaba mensajes de voz casi todos los días. Me costaba un poco responderle porque no me gustaba el sonido de mi voz, pero me fui acostumbrando hasta aprender a aceptarla como es y disfrutar escucharla. A veces le mandaba mensajes a mi familia y en una videollamada platicó con mis sobrinos. Él y Rebeca se daban ánimos en sus respectivas luchas por recuperar la salud.
Es paradójico pensar que fue el cáncer lo que le quitó el miedo a vivir. La primera vez que llegó a su vida lo despertó. Se sacudió el miedo y luchó con todo y sin quejarse. Empezó a vivir con más alegría y plenitud. Cuando lo dieron de alta regresó a jugar voleibol y decidió venir a México aunque para eso todavía necesitaba enfrentar su miedo a volar. En cuanto se lo permitieron empezó a planear viajes cortos, por ejemplo, voló a Alemania. Compartía sus aventuras entusiasmado. A través de sus ojos yo conocía lugares increíbles. Esperaba ansiosa el momento en que vendría a México, en cuanto se lo permitieran los doctores y él se sintiera seguro. Le mandaba fotos de mis viajes por la República y de los lugares bonitos de mi ciudad.
El cáncer regresó un día. Lo más impactante para mí no fue la noticia sino su valentía, su entereza, su decisión de luchar para volver a verme. Además me dijo que no tuviera miedo porque él estaba tranquilo y todo iba a estar bien. Fue tan fuerte su voluntad de vivir que aceptó los tratamientos más agresivos, lo cual me llenó de admiración pero también me rompió el corazón. En el fondo sabía que se acercaba su momento de partir y hubiera deseado que fuera con menos malestar físico, que su agonía no se hubiera prolongado tanto.
Es muy duro que la vida cueste tanto, que nuestro sistema esté basado en el dinero (poder adquisitivo) y que sea tan caro viajar. Por eso me fue imposible ir a verlo, estar con él hasta el último momento. Su mensaje de despedida estaba impregnado de vida, de su anhelo de venir acá. Cuando lo escuché me ilusioné por unos instantes, vislumbrando una esperanza inexistente. Unos minutos más tarde lloré mientras absorbía ese adiós eterno.
Nadie, él era una persona generosa, leal, atenta. Nunca esperó ni exigió nada a cambio de lo que me dio. Nunca me reclamó si me tardaba en contestar un mensaje, siempre me decía que respondiera cuando tuviera tiempo, que no me presionara. Le di lo mejor de mí pero me sigue persiguiendo la culpa de mi personalidad poco sociable, mis fobias por el teléfono, mi lentitud para interactuar con los demás. Me consuela la certeza de que él me aceptaba tal cual soy y se sabía querido. Tenía una fe casi ciega en mí y por eso nunca me sentía sola. Mis tinieblas nunca lo asustaron. Te voy confesar algo: en eso me recordaba a mi abuelita. Al igual que con ella, tenía la certeza de que pasara lo que pasara siempre estaría ahí para apoyarme.
Me quedé muy desorientada cuando murió. Su silencio me pesaba tanto que camino a casa después de hacer ejercicio le grababa mensajes como cuando estaba vivo, aunque luego los borrara. A veces no podía hablar porque la garganta se me cerraba.
Ya van a ser tres años de su muerte. No puedo evitar imaginarme cómo compartiríamos el confinamiento si estuviera aquí. Me enviaría fotos de la vista a través de su ventana, me mandaría las noticias que oyera sobre México, quizá por fin se animaría a hablarme un poco en español. Se sorprendería al ver que ya no me inhibo tanto en las videollamadas…
Es imposible no pensar en estas cosas en estos días raros. Te cuento sobre Herwig para que siga vivo en mis palabras, en mis recuerdos, en esta carta.
Las fotos de hoy son de Herwig, algunas de las que me enviaba. La naturaleza a través de su mirada, la comida que le gustaba, la nieve que tan feliz me hace y que rara vez he visto en persona.
A pesar de mi nostalgia, me alegró escribirte de mi amigo. Han sido días pesados porque a veces el confinamiento me roba el ánimo y despierta las pesadillas que llevo dentro. Si no tuviera tanta luz a mi alrededor, no encontraría fuerza para levantarme de la cama estos días.
Cuídate mucho, querido Nadie, esta vez no me tardaré tanto en escribirte de nuevo.
¡Hola! Llegaron las lluvias y junto con ellas la melancolía de los días nublados. Ha sido bueno descansar un poco del calor tan severo. Sigue saliendo el sol pero se siente un suspiro de frescura.
Te cuento que mi hija y yo compramos plantas la semana pasada. Encontramos un sitio en internet donde las entregan a domicilio. Estábamos muy emocionadas, contando las horas para recibirlas. Cuando llegaron, nos trajeron esperanza. Entre lo que compramos, había un jazmín. Nos lo dieron lleno de botones. ¡Ayer abrió la primera flor! Cuando me acerqué a olerla, su fragancia me llevó al paraíso. No esperaba tanta belleza en un aroma y me sentí bendecida. Esta mañana ya empezaron a abrirse los demás botones, no tarda en llenarse de flores. ¡Se está adaptando a su nuevo hogar!
No te imaginas lo nerviosa que me pongo cuando compro plantas. Me preocupa que no se adapten, que no les guste estar aquí, que se marchiten y hago todo lo posible para darles bienestar. Soy de esas personas que hablan con las plantas y eso está bien. No dejo de imaginar cómo era el mundo cuando los seres humanos vivíamos en armonía con la naturaleza, conectados con ella.
Agradezco que en plena ciudad vivo en un lugar donde todos los días escucho a los pájaros cantar, desde mi balcón veo a un colibrí visitando los árboles y puedo ver el atardecer. Aquí tengo la oportunidad de meditar al aire libre con mis plantas.
Todavía no hay conciertos de grillos aquí, pero los pájaros nunca se quedan callados. Hace un par de días grabé a uno justo después de la lluvia. Puedo escucharlos por horas. Suelen acompañarme cuando medito.
Planté ajos hace algunos días y ya están germinando, además se acerca la hora de cosechar zarzamoras y chiles. Nadie, me ilusiono tanto con mis plantas que ver a la dalia florecer o a la lavanda sanar me llena de luz y aleja las sombras que me cubren de tinieblas. Me veo como un árbol grueso, de raíces enormes verde que quizá pronto florecerá.
Le contagié a mi hija el amor a las plantas. A ella le gustan las verdes de hojas grandes (sin flores) y las suculentas. Tiene buena mano y no es fácil mantener viva a una suculenta. Se entusiasma casi hasta las lágrimas con los retoños (te presumo que ya tiene varios). ¿Cómo no ser feliz cuándo la veo así de contenta? La naturaleza nos muestra el camino si le abrimos nuestro corazón. El sábado sembramos juntas semillas de pimiento morrón con el sueño de verlos germinar. ¡Ya quiero verlos!
Te parecerá exagerado, pero ver crecer a nuestras plantas me da una sensación de abundancia y libertad que no creí poder sentir en este confinamiento. Las dalias ya tienen muchos botones. Las observo e intento adivinar de qué color serán las flores. En mi jardín las hay amarillas, rojas, rosas, blancas. Tengo el doble de dalias del año pasado, sus tallos esta vez son más fuertes y gruesos. Me conmueven las flores. Es una bendición acariciarlas, olerlas, verlas.
Sabes, si por mi fuera llenaría hojas describiendo mi jardincito (aunque esté en un patio y mis plantas en maceta), te diría que aún me duele acordarme de las plantas que dejé en la otra casa y que mi arbusto de moras no va a sobrevivir (su mudanza fue muy accidentada) pero no es mi intención aburrirte. Ya te diste cuenta que encuentro paz en la naturaleza. Cuando podamos salir quiero ir a algún lugar lejos de la ciudad, de los edificios, del ruido donde pueda escuchar a mis grillos y mirar las estrellas en la noche…
Ayer mi esposo y mi hija me sorprendieron con un regalo: un cactús con forma de corazón (ha llegado mi momento de aprender a cuidarlo) y una vela aromática con flores secas y cuarzos. No lo vi venir. No salimos y no me enteré cuándo llegó el envío. ¡Me quedé pasmada y en las nubes! Ver la emoción de Rebeca para celebrarme en el Día de las Madres me convirtió en el sol, en un ser radiante.
Tal vez algún día me animé a contarte mi historia de madre, hoy sólo necesito escribir que cada vez que me dice mamá o habla de mi como su madre, me siento la persona más bendecida y afortunada del universo. Cuando eso sucede mi corazón palpita fuerte y me preocupa que puedan escucharlo, que su sonido me delate. Un agradecimiento profundo me sacude el alma y el cuerpo.
Somos una familia de tres, nos hemos construido con amor, de ese amor que lava heridas y nos renueva. Celebramos los tres porque -incluso en estos momentos- la vida también puede ser una fiesta.
Extrañé a mi mamá mucho pero al menos pudimos reunirnos mis hermanos y yo con mis papás en una videollamada, celebrarla juntos un ratito. Tiraremos la casa por la ventana al reunirnos de nuevo. Cuento los días para que eso suceda (aunque no tenga idea de la fecha del final de este confinamiento).
En mi última carta me preguntaba: «¿Dónde está el amor?». Esta noche tengo una respuesta: Lo encuentro en mi familia (la que elegí y con la que nací), en mis perritas, en mis plantas, dentro de mí. Lo encuentro en la generosidad de las personas que cambian vidas en esta era de incertidumbre y lo encuentro también en la meditación. Tengo la disposición de amar al prójimo aunque sea un desconocido, no importa si es luz u oscuridad. Me reconforta saber que no soy la única.
Te comparto algunas fotos de mis plantas; y con ellas, mis sueños.
Pronto abrirá esta flor del jazmín
Flor de la Dalia
Se acerca el tiempo de cosechar zarzamoras
Ajo 🙂
La flor de jazmín
La zarzamora lista.
Zarzamoras madurando
Botones de la dalia
Mis plantas
Cactus con forma de Corazón (Hoya Kerri), mi regalo por el día de las Madres ❤
Hasta pronto y gracias, querido Nadie, por ser tan paciente conmigo.
¡Hola! El calor aumenta y las lluvias no llegan. A veces quisiera regarme como mis plantas después de estar con ellas en el sol. No lo hago porque ni con este clima del infierno me atrevo a bañarme con agua fría.
No estoy bien. Otra vez estoy durmiendo mal, tengo mucha ansiedad y me está costando trabajo controlarla. Me duelen las muñecas y las piernas. Sí, Nadie, aunque no lo creas son síntomas de la ansiedad, no tengo problemas con las articulaciones ni con mis extremidades.
Ayer debido a un olor muy penetrante y desagradable, tuve una reacción alérgica. Me desesperé tanto que creí que me ahogaba. Entonces tuve un ataque de pánico y me puse peor. He querido llorar desde ayer pero soy de esas personas a quienes, después del llanto, se les queda la nariz tapada por un periodo prolongado y después de la crisis de ayer no estoy dispuesta a tener dificultades para respirar otra vez.
Tengo la nostalgia en el cuerpo y el sabor de mis pérdidas en la garganta. El confinamiento me obliga a hacerme preguntas que no puedo contestar. Tenemos la costumbre de actuar como si fuéramos eternos y la verdad es que ni siquiera es un hecho que estemos aquí mañana. Suelo dar por sentado que terminado el confinamiento podré abrazar a mis seres queridos. La mayor parte del tiempo estoy en paz con eso… pero esta tarde me pregunto: ¿Estaré aquí para ese entonces? ¿Lo estarán los demás? ¿Hago bien quedándome en casa? ¿Cómo me sentiría si salgo y contagio a un ser querido (porque en esta época todos tenemos esa posibilidad de contagiar aunque no tengamos síntomas)?
Me vienen a la mente las personas que aseguran que este virus no existe, que es un invento del gobierno (supongo que en acuerdo común con todos los gobiernos del mundo) para mantenernos encerrados (por voluntad propia); las que lo comparan con la gripe y otras enfermedades como si se hubiera dicho que este virus es letal cuando no lo es, el problema es que con tantos contagios se saturan los hospitales y es entonces donde vienen las complicaciones. En fin, te lo menciono porque esto se ha convertido en una guerra donde abundan los juicios, críticas, deseos de muerte y falta de empatía.
Sigo pensando que estamos en esta situación grave de pandemia, que el coronavirus es tan poderoso por nuestros malos hábitos, la indiferencia a nuestra Madre Tierra, egoísmo y falta de amor al prójimo. Es sólo mi opinión, no es una afirmación científica.
No puedo lidiar con la forma de hablar acerca de los criminales y de su situación en la cárcel debido al coronavirus. En las redes sociales se burlan de ellos, de que quieran ser tratados con respeto, de que le tengan miedo al coronavirus, de que se encuentren indefensos ante él. No sólo hay burlas, predominan el deseo de que se mueran y el juicio de que se lo merecen. Son más personas de las que imaginé diciendo que no se merecen nada por ser tan malos. Porque, como te has de imaginar, ellos- los buenos- tienen la superioridad moral y el derecho de juzgarlos. Ser buenos ( buenos se refiere a no cometer delitos, a no hacer nada que merezca cárcel, nada más) nos permite no sólo decidir quien vive sino sentir indiferencia o desprecio hacia los «malos». Me impresiona el nivel de empatía que se maneja: se trata de ser empático con quien comparte mi escala de valores, piensa y actúa como yo. Nadie, ¡me duele el alma!
Estoy harta de la superioridad de los seres humanos. ¡No soporto las críticas, burlas, palabras hirientes, deseos de muerte, juicios! No me malinterpretes, no justifico a quienes hacen daño, no estoy de acuerdo con sus acciones, no los exonero ni mucho menos, pero, ¿quién soy yo para desear que se mueran, para afirmar que se lo merecen? ¿Qué sé yo de sus historias, sus circunstancias, sus sufrimientos (sí, porque aunque hagan cosas horribles son personas)? ¿Qué conozco de ellos y desde qué absurda superioridad moral me creo con el derecho a juzgarlos? ¿Con qué cara hablo de amor si me muestro indiferente ante el sufrimiento humano? ¿O sólo cuenta el sufrimiento de los «buenos»? ¿Qué tan buenos somos los «buenos»? ¿Qué hacer en este caso del coronavirus en las cárceles? No tengo la respuesta, pero la indiferencia y los juicios no me parecen la solución, al menos no considero que sean una solución aceptable.
Es tan desmotivante lo que leo, que pierdo el entusiasmo para participar en las redes sociales. Comparto saludos, algunas fotografías pero leo poco a los demás. Es increíble que usemos nuestra voz para odiar, para mostrar nuestra superioridad. Nos llaman tontos a quienes nos quedamos en casa y también tontos a los que no. ¿Y si en lugar de etiquetarnos intentamos ver qué está pasando y tomar conciencia de la situación? ¿Y si nos preocupamos por los demás aunque no sepamos ni su nombre?
Llevo casi dos meses en confinamiento. No me pesa tanto el encierro como el ver que – al parecer- los seres humanos somos incapaces de aprender de esta situación: seguimos alimentándonos de superioridad y poder. ¿Hacía dónde vamos? ¿Es que nunca nada nos sacudirá lo suficiente para sacarnos de nuestra burbuja egocéntrica y materialista? ¿Qué se necesita para que podamos ver a los demás? No me entusiasma salir a convivir…
Lo siento, estoy alterada. ¿Por qué no podemos conectarnos con La Madre Naturaleza? ¿Por qué despreciamos a los seres vivos? ¿Cómo es posible que nos importe más tener el mejor smartphone del mundo que el bienestar de una persona? ¿Cómo es posible que haya tantos animales maltratados y abandonados? ¿Por qué tanta indiferencia hacia la vida en todas sus formas?
Quiero gritar cada vez que veo fotos de perritos maltratados por sus (ex) dueños. Claro, te hablo de perros porque me encantan, pero no son los únicos. Recuerdo cuando llegó mi amada Laika a nuestra casa. Estaba en los huesos, deshidratada, con pulgas y parásitos, con problemas en las vías respiratorias. Tenía menos de dos meses, la dejaron en la calle. Nuestra entonces muy pequeña perrita pitbull estaba agonizando en mis brazos. Pasó una semana en el hospital y sobrevivió. Desde entonces la llenamos de amor y ella a nosotros.
He aprendido mucho con Laika y hay algo que me aterra: su confianza ciega en mí, fallarle, lastimarla, que esté expuesta a la crueldad humana. Nadie, me quita el sueño la manera de Laika (y mis otras perritas) de confiar en sus dueños. Los perritos están convencidos de que sus dueños los aman y por eso se dejan lastimar sin atacarlos, por eso también se vuelven agresivos cuando sus dueños lo son. Es terrible, Nadie, cómo los humanos menospreciamos ese nivel de confianza, no sólo en los animales sino también en las personas. Una persona que confía ciegamente en otra es considerada estúpida y la mayoría de las personas (porque no todas, nunca todas) sacan provecho de ellas, como si fueran objetos a su servicio. Me enoja que la confianza, uno de los más grandes regalos que una persona puede recibir, sea vista como un punto débil, una posibilidad de beneficiarse a costa de otra persona. ¿Cómo es que confiar es sinónimo de permitirle al otro que me haga daño? Cuando pienso en eso, la verdad, Nadie, me dan ganas de morirme. ¿Cómo vivir cuidándome de todo y de todos? Me agota.
¿Dónde está el amor? ¿Quién está dispuesto a amar al prójimo aunque sea un reverendo desconocido que quizá navegue en la oscuridad?
Mi querido Nadie, a pesar de las sombras que nublan mi visión, reconozco que la vida no es tan oscura. ¿Sabes qué me salva cuando me abrasa esta desesperanza? Mirar al cielo, la luz de la luna, mis amadas plantas, mis perritas juguetonas, las personas de luz en mi vida y en el mundo.
Si me desmorono, siempre hay alguien que me devuelve la fe. Te confieso que hasta en mis peores momentos siempre encuentro alguien a quien admirar, a quien agradecerle su brillo.
Mi mamá es una fuente de amor inagotable, por eso hoy más que nunca necesito su abrazo. No sé cómo lo hace, pero, pase lo que pase, cree en la bondad de la gente y su fe en ellas jamás se quiebra. No te niego que eso ha llegado a desesperarme pero hoy me anima, me mantiene de pie.
En la mañana mi hija me abrazó y me dijo que me quiere mucho. Agradezco que vivamos juntas y pueda abrazarme. Agradezco el vínculo de amor que nos une. Es mi privilegio ser su madre y espero llegar a ser un ejemplo de amor para ella como lo es mi madre para mí.
Cambiando de tema, tengo algo que presumirte: ¡Mis vecinas me regalaron dos plantas ayer! Una plectanthus (conocida como planta de vaporub) y una Cuna de Moisés pequeñita. Ellas tal vez no lo sepan, pero me regalaron vida. Quería abrazarlas para agradecerles, pero eso está prohibido en los tiempos del coronavirus. Hay personas buenas en este mundo, personas muy buenas. Lo repito para no olvidarlo, lo repito para salir de este trance, lo repito para no caer en desesperación.
Planta de Vaporub
Cuna de Moisés
Para terminar, ayer tempranito vi un grillo en mi dalia. ¡Qué ganas de acariciarlo y pedirle un concierto!
Un grillo en mi dalia
Me despido, espero que te gusten las fotografías de mis nuevas plantas y del grillo.