Cartas para Nadie escritas en aislamiento. Distanciamiento social por el coronavirus. Séptima carta.
¡Hola! Quiero escribirte tantas cosas pero me siento tan lugar común, tan autocensurada que me quedo en blanco y quiero salir corriendo, abandonar la pluma, esconderme como lo he hecho antes. Cuando llegan los pensamientos ansiosos me convenzo de ser anticuada o ridícula. Me ahogo despacio en el río del negativismo y la desesperanza.
No me levanto de la silla porque prometí que me mantendría a flote, que seguiría escribiéndote sin censura ni juicios en mi contra.
Aunque hoy es Sábado de Gloria, bien podría ser otro día. Últimamente no sé cómo distinguir un día del otro. Esta ha sido la semana santa más extraña: ni paseos ni reuniones con la familia, ni tampoco presenciar procesiones del silencio. Siento nostalgia de los años que pasábamos estos días en el Hotel Jurica, en Querétaro. Nos encantaba a mis hermanos y a mí. Podíamos correr por todos lados, había actividades y concursos para niños (incluyendo uno de baile en las tardes de discoteca). Lo mejor de todo era que podía ver a mi prima (la única de mi edad) y pasar las vacaciones juntas. ¡Momentos geniales de nuestra infancia alegre!
No estoy triste pero tampoco muero de ganas de sonreír. Eso sí, estoy más tranquila ahora. La última vez te escribí sobre esta pandemia, ahora regresaré al tema anterior: la mujer. No, aún no te voy a contar de las mujeres en mi familia, te hablaré un poco de mi propia experiencia.
En realidad no siempre me ha gustado ser mujer porque serlo implica o reprimirme o rebelarme; porque serlo parece ser sinónimo de frágil, ridícula y hasta un poco inútil; después de todo qué le espera a una mujer si no tiene un hombre que la proteja. Además pareciera que también significa tener la obligación de cumplir con los estereotipos de belleza y, por lo tanto, estar demasiado al pendiente de la apariencia, estar a la moda, pues siempre hay que verse «bella». Entonces ser mujer es para mí una batalla continua, una guerra que parece imposible ganar, que desgasta porque hay que rebelarse las veinticuatro horas el día y no es nada divertido.
Quería ser hombre para huir de la represión, para tener libertad, para que ser yo misma no fuera tan doloroso, para que mi apariencia no fuera tan importante…
Los hombres sabrán su historia y sus complicaciones, yo sólo puedo contarte la mía. Mientras mi hermano y mis primos podían andar sin playera en los días de mucho calor, después de tanto correr, jugar fútbol – o lo que fuera- yo no podía hacerlo. La única vez que lo intenté era una niña y me llamaron la atención: tenía que ponerme la playera porque no se ve bien que una señorita (otra palabra que odiaba, ¿por qué señorita cuando todavía era niña?) se quitara la playera en un lugar público- ¿y por qué los niños/ hombres sí podían?-. Aprendí que los hombres tenían muchos más privilegios y libertades que yo, que los senos se esconden (aunque en ese entonces todavía ni crecían) y que debía avergonzarme de mi cuerpo. Hasta hace relativamente poco, había bloqueado ese recuerdo. Resurgió en la terapia cuando empecé a buscar reconstruir mi autoestima el año pasado.
Esconder mi cuerpo y comportarme como una señorita ( a menudo podemos agregarle el adjetivo «decente») era esencial para ser aceptada. Eso, en mi caso, significaba vivir reprimida y sin ser yo misma. Entendí que o me resignaba o me rebelaba.
¿No sabes qué significa comportarse como señorita? Pues te diría que, para empezar, una mujer calladita se ve más bonita, que su apariencia es lo más importante de todo. Así que una mujer pasada de peso sufre críticas crudas, discriminación, rechazo. Una señorita tiene que verse bien en todo momento (como muñequita de porcelana). Jamás puede mostrar un defecto, una ojera, una mala cara, estar en fachas. Para salir a la calle hay que pasar por todo un ritual (muy disfrutable para muchas mujeres y una horrible pesadilla para mí) pues es necesario ocultar esas «imperfecciones», lo que implica pasar horas y más horas frente al espejo, entre otras cosas. Me parece grave llamar imperfecciones a algo que es parte de mí pero que no cumple con lo que se considera belleza.
Si eso te parece poco, también hay que ser tierna, delicada, muy femenina (no hay palabra que odie más que esa, me da escalofríos escucharla), dulce, sonriente, asentir siempre, no alzar la voz, no decir groserías, no enojarse, ser frágil para que los hombres puedan protegernos, saber cocinar, estar en casa, esperar al hombre de nuestra vida porque solteras estamos incompletas. Es indispensable – sí, leíste bien, indispensable- ser bonita. Esto sólo por contarte algunos puntos de la larga lista de requisitos para ser una señorita, una mujer aceptada en la sociedad. Rebelarse suele verse como algo terrible y el rechazo con el que se castiga, es implacable.
¿Te cuento un secreto? No soy nada bonita ni lo quiero ser. Siempre he sido fea y lo seré hasta que me muera. ¡No intentes convencerme de lo contrario! No, tampoco te angusties ni me veas como si me estuviera tirando al piso. Y no, no tiene nada que ver con mi falta de autoestima. Antes de que busques darme argumentos de porqué sí soy bonita, mejor te explico porqué no lo soy.
Para empezar no tengo un gramo de delicadeza en el cuerpo y casi nada de sutilidad. Una de las críticas más agradables que he recibido es que no tengo pelos en la lengua (aunque la mayoría de las veces me lo digan como reclamo). Ni soy tan tierna ni tan dulce ni me interesa parecer necesitada de protección. Mi paso al caminar no es suave. Soy más bien un poco atrabancada y ruda. No sobresalí en el patinaje artístico porque no tenía gracia al patinar.
Odio por sobre todas las cosas «ocultar mis imperfecciones». Quien me conoce sabe que no me maquillo, que con muy contadas excepciones (hoy sólo recuerdo dos), cuando he llegado a hacerlo ha sido a la fuerza y que tengo que pedir ayuda pues ni tengo maquillaje ni me interesa aprender a usarlo. Soy de esas locas que salen a la calle con la cara lavada. Imagínate lo horrible que debo verme pues no oculto mis granos ni mis arrugas. No ha habido persona que me convenza de depilarme mis cejas tupidas que son mi personalidad y hace más de veinte años que dejé de depilarme el bigote con regularidad (lo hacía muy periódicamente y tiene más de cinco años que no lo hago). ¡Qué horror! Hay quienes dicen que soy una vergüenza o que se nota que no me quiero a mí misma, eso sin contar esos comentarios de «yo no entiendo a esas mujeres que se atreven a salir con la cara lavada, ¡cómo nos les da pena!».
¿No te parece suficiente? ¿Con eso ya te convencí de que no soy bonita? Si no te basta, te diré que, además, no me pinto el pelo y tengo tantas canas que ya no puedo contarlas (toma en cuenta que las primeras llegaron cuando yo tenía 24/25 años). Para empezar las canas son sinónimo de vejez y así como un hombre «mayor» es interesante, atractivo (quizá más que cuando no tenía canas), una mujer «vieja» es lo contrario, no se le considera atractiva, suelen criticarla o ignorarla y además los hombres las prefieren jóvenes.
No entiendo porqué desde pequeñas se nos enseña a avergonzarnos de nuestra apariencia y naturaleza, se nos enseña a ser perfectas cuando eso no es ni saludable ni posible. Las canas son el resultado de nuestras batallas, son una evidencia más de nuestra experiencia. Si te hablara de cómo veo la belleza, para comenzar te mencionaría mis canas y lo mucho que me alegra cuando brillan.
Me han dicho fodonga por no pintarme el pelo, también me han insinuado que si me lo pintara me vería más joven, que es el precio que hay que pagar por ser mujer. Esa frase me sigue quebrando porque se dice a menudo (no solo por el pelo blanco) y se dice como si fuera lo más normal del mundo, como si pagar el precio de ser mujer no fuera una tortura, algo que duele desde que abro los ojos hasta que me duermo y , peor aún, como si fuera un privilegio. Me viene a la mente otra frase igual de aterradora: la belleza cuesta. Por eso, querido Nadie, no quiero ser bonita. De por sí ya nacer mujer, en un mundo de hombres, desgarra. ¿Ahora también tengo que sufrir para alcanzar la belleza? No, no y no. Nunca estaré dispuesta a pagar ese precio.
Si de eso se trata, prefiero pagar las consecuencias por tener la libertad para ser yo. ¿O qué crees que no ha sido muy desgastante que para casi todo tenga que pelear, defenderme, alzar la voz? De hecho, no maquillarme, no pintarme el pelo, no ser delicada, no ser frágil, no ser sumisa, no vestirme a la moda, no usar tacones, no sonreír y bajar la cabeza, no callarme para verme más bonita ha sido agotador, intenso, a veces me rompe. ¿Tienes idea de cuántas veces me vi al espejo llorando, frustrada por ser una mujer y no un hombre que pueda moverse con libertad? ¿Cuántos reclamos recibí por no estar a la moda, por no saber de marcas de ropa o de zapatos, por no pintarme los labios?
Cuando estaba en sexto de primaria las mujeres teníamos que quedarnos una tarde a la semana a clases de costura y bordado (un semestre), cocina y repostería (otro semestre). ¿Los hombres? No, ellos no. Ellos se iban a su casa. Ellos podían ser parte del equipo de baloncesto y sobresalir en los deportes. En ese entonces no había equipo de baloncesto para mujeres. Como unos años después tampoco lo habría de hockey en la pista de hielo cuando yo era adolescente.
¡Qué fastidio era/es ser mujer! No puedo ni enumerar las veces que he deseado escapar de mi cuerpo y librarme de la maldición. ¿Por qué era tan malo preferir correr, jugar fútbol, llenarme de lodo a las muñecas, juegos de té, vestidos y maquillaje?
De los peores recuerdos que tengo es el momento en que me dijeron que tenía que depilarme (principalmente las piernas y las axilas). ¿Por qué mientras los vellos de los hombres son el símbolo de su virilidad y fuerza, los de las mujeres significan descuido y falta de higiene? Una vez más (de no sé cuántas veces) me pregunté: ¿Por qué ellos no y nosotras sí? ¿Por qué no tenemos elección?
Contra eso no pude rebelarme, me tuve que depilar. Mi piel es tan delicada que hacerlo siempre me lastima. Rasurarme era una pesadilla que me dejaba cicatrices. Algunas veces lloraba en el suelo de la regadera mientras la sangre de las cortadas en mis piernas se mezclaba con el agua. Además la espuma para afeitar me irritaba muchísimo ambas piernas y también las axilas. No te voy a platicar de lo traumático que resulta depilarse con cera. Sólo te diré que no me funcionó porque se me enterraban los vellos y luego había que sacarlos con pinzas uno por uno. Digo, porque la tortura de usar la cera no era suficiente. Las cremas son un método quizá menos agresivo, pero la piel delicada de todas formas se irrita, se llena de granitos y arde como si se quemara. Varias veces me he preguntado porqué tengo que pagar un precio tan alto por algo que ni sueño ni deseo.
Me da mucho gusto ver que en la actualidad hay varias mujeres que se rebelan, que pueden salir a la calle con falda corta o blusa sin mangas mostrando sus vellos. Yo, no puedo. No logro escupir esta horrible imagen de que si lo hago soy una mujer sucia. No logro arrancarme la vergüenza de que me vean así. Empiezo a pensar que tal vez nunca pueda hacerlo. Ojalá las nuevas generaciones tengan la opción para decidir lo que es mejor para ellas sin presión, ni sufrimiento. ¡Cómo me gustaría poder quedarme con mis vellos que me protegen del frío en invierno! Me gustaría poder correr con shorts sin que mis piernas velludas me hicieran sentir como una delincuente en la escena del crimen.
No es mi intención agobiarte, quizá sea el momento de parar y dejar el resto para otra carta, dejaré que esto vaya saliendo poco a poco y no me obligaré a seguir en este instante. Me siento un poco exhausta después de esta confesión. Sí te puedo decir que es horrible intentar caber en el molde de lo que se se supone es una mujer. No quepo. No tengo la paciencia ni la personalidad ni las ganas.
En fin, qué locura. Empecé escribiéndote de la semana santa y terminé hablándote de cuánto odio depilarme. No puedo evitarlo, es mi manera de ir saliendo del caos.
Por otro lado, ya sé qué foto enviarte hoy. No tiene nada que ver con las cosas que te conté, pero te comparto el cielo de hace un par de horas cuando tuve que salir al supermercado a comprar una cubeta y un par de guantes para limpiar la casa. Casi me toca ver el atardecer. Hubiera sido increíble verlo y compartirlo contigo. Tal vez para la próxima pueda mostrarte un mejor atardecer o amanecer desde la ventana de mi cuarto.
Hasta pronto,

Carla
~ por Naraluna en abril 12, 2020.
Publicado en apariencia, Escribir, mujer, Reflexiones durante el distanciamiento social por coronavirus, sentimientos y vida
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