Cartas para Nadie escritas en aislamiento. Distanciamiento social por el coronavirus. Décimo séptima carta.

10 de Junio de 2020

¡Hola! Te escribí un par de veces de la semana pasada, pero no terminé ninguna carta. Fue una semana sombría. De nuevo una fétidez aguda me provocó una reacción alérgica severa, creí que me asfixiaba. Por si no fuera suficiente, la depresión me acosaba y perdí el control con las noticias de racismo y brutalidad policíaca en México y Estados Unidos. No es que no supiera que pasara, es que fue la gota que derramó el vaso y con tanta crueldad e indiferencia perdí la fe en la humanidad. No pude lidiar con lo que ya te he escrito varias veces, querido Nadie: la falta de amor al prójimo. Estaba enojada y paralizada por el sentimiento de impotencia. Fue como ver a las personas al aire libre en una tempestad sin poder darles un paraguas, impermeable, un lugar para que se resguardaran. El mundo es un caos y la necesidad de sabernos superiores destruye vidas.

En fin, Nadie, no deseo seguir hablando de este tema. Ya estuve en ese lugar oscuro la semana pasada y lo que nos hace falta es luz. Eso es lo que busco ahora: luz. Primero debo encontrarla en mí para después compartirla con los demás.

La intención de mis cartas ha sido la de escribirte para lograr salir de mi negrura y – a pesar de este desastre mundial- creo que voy avanzando. Te he hablado mucho de mi falta de autoestima y de libertad para expresarme. Llevo muchos años viviendo con un muro gigante con el que me estampo cada vez que quiero lograr algo. Es el muro de la autocensura, juicios negativos que hago de mí misma. Eso es lo que me detiene cuando me siento en las nubes capaz de compartir el universo en mi cabeza. Llevo años tratando de saltar ese muro, derrumbarlo treparlo, pero era indestructible. Hace dos semanas cuando iba a escribirte, fue él quien me impidió hacerlo. Fue como si me amarrara las manos o me susurrara «eso no está bien, ya ves cómo sí eres estúpida». Me venció la frustración y terminé acurrucada en la esquina de mi escritorio, llorando. Estaba tan enojada que deseaba lastimarme. No te asustes, Nadie, no lo hice. En lugar de eso, me hice consciente de la voz del muro y me di cuenta de que no era sólo una voz, su existencia se basaba en las voces con las que crecí en la escuela, en todos esos NOs que acepté como ciertos, los juicios que me comí sin rebelarme, las voces que me enseñaron a descalificarme. Las escuché por tantos años que se volvieron mi realidad. Esa tarde no se callaban y más de veinte años después, me estaban dejando sorda: «No te queremos en nuestro equipo, no eres buena en deportes»; «dibujas horrible»; «recortas chueco»; «¡qué fea letra!»: «flaca fea!»; «no te acerques»; » no te queremos aquí»; «no queremos ser tu amiga secreta»; «¡qué feos tenis»; «¡todo lo haces mal!». Hasta escuché la voz de aquella maestra que con una sonrisa en la boca me dijo: «Hubieras tenido 9.5 en el examen de Spelling (ortografía) pero no supe si era una a o una o y eso te baja puntos, eso no te pasaría si hicieras bien las letras». Estaba convencida de que mi letra cursiva era así de fea por desidia mía y no porque me parecía imposible lograrlo (soy zurda y me sigue resultando imposible, por eso no uso esa letra).

Esas voces me enseñaron a ver y a pensar lo peor de mí, a sentir vergüenza de ser yo. Lo sé, Nadie, fui yo la que las aceptó, las que las hizo reales. Ese es el problema con el acoso (bullying) muchos niños aceptamos las burlas y ofensas creyendo que las merecemos, que nosotros las provocamos. No sé porqué ni cómo pueda evitarse, el hecho es que sucede y que no siempre nos damos cuenta. Creí que eso ya lo había superado pero no era así. Entre más deseaba creer en mí, más inútil me sentía.

Fue bueno volver a escuchar las voces ese día porque pude rebelarme, porque ahora sí tuve la oportunidad de rechazarlas. Descubrí que ellas eran el sostén del muro y que alejándome de ellas por fin podría derrumbarlo. Ya no me definen. No pienso escucharlas más. Fue aterrador enfrentarme a ellas pero eso me permitió cerrar mis oídos a su sonido. No me recuperé en el momento, Nadie, pero después de ese día no he vuelto a escucharlas.

Lloré tanto que, al fin, quedé limpia. Mi esposo me abrazó, me escuchó, me ayudó a recomponerme. Me dio paz.

Quedé agotada esa noche, mis emociones necesitaban descansar. No tenía sueño, entonces me metí a la cocina y me puse a hacer un pastel de zanahoria, calabaza y manzana. Desde que mi querida Josee me mandó la receta (sabe que amo la repostería) quería hacerlo. Me entretuve en eso más de tres horas. Me dormí después de medianoche pero valió la pena, el pastel quedó exquisito. Se acabó al día siguiente, a mi familia le encantó. Le llevé un pedazo a mi mamá y también lo disfrutó mucho.

Desde entonces me voy reencontrando conmigo misma, poniendo atención a mis cualidades. Ya pasaron varios días en los que el muro ha estado ausente. Siento un poco de libertad para expresarme, ya no es una batalla desgastante. Vuelvo a sentir el impulso para crear de nuevo y no lo estoy censurando. Pronto me pondré a dibujar de nuevo, a pintar.

Me corté las alas varias veces, sin importar el daño que eso me causara. Lo hice tantas veces que se convirtió en un hábito y di por sentado que jamás volvería a volar, que la muerte me encontraría bien lejos del cielo.

Querido Nadie, ahora mis alas están creciendo, puedo sentir las cosquillas en mis omóplatos y sé que pronto estarán completas, colosales como mi cuerpo (mido casi 1.80 metros). Volaré como lo hacía en mi infancia cuando nadaba con las sirenas y me cantaban las hadas.

Mientras tanto avanzo hacia al amor a mí misma. Estoy dejando de insultarme y de llamarme inútil.

Todavía seguimos en confinamiento pero ya falta menos. Anoche soñé que salía clandestinamente al cine con mi esposo y mi hija. Me sentía tan mal que sólo quería regresar a casa. Entonces llegaba una chavita que me gritaba entre risas que tenía coronavirus y me escupía en la cara. Me desperté sin saber si reír o traumarme. Eso de las personas que le escupen a alguien en la cara está pasando ahora. Me enteré de la noticia en la noche y quizá por eso me ocurrió eso mientras dormía. Es impactante la facilidad con la que nos agredimos unos a otros.

No te enojes, Nadie, pero no puedo evitar preguntarme si algún día dejaremos de ser tan estúpidos, si algún día dejaremos de matarnos unos a otros para demostrar nuestra «superioridad» (odio esa palabra) o por el simple hecho de «tener la razón». Por esto mismo no tengo ganas de salir a la calle. Quizá me parezca al Grinch, pero todavía no me caen bien muchos humanos. Lo que ya no soporto es no abrazar a mi mamá, no ver a mis hermanos, no jugar con mis sobrinos. Tenemos tantas cosas pendientes que celebrar y esta pandemia nos lo impide. Ya perdí la cuenta, además, de cuánto tiempo llevo sin correr y tengo las piernas muy inquietas.

Gracias por tenerme paciencia, Nadie. Ya estoy lista para contarte las historias pendientes.

Mientras tanto te diré que este fin de semana hice unas galletas de lavanda y miel que me quedaron exquisitas y fueron perfectas para acompañar mi café. No duraron mucho en la casa porque todos las devoramos. Te dejo unas fotos del pastel de zanahoria y de mis galletas para que se te antojen. También te comparto una foto del cielo que me puso feliz el domingo.

Cuídate mucho,

Carla

~ por Naraluna en junio 11, 2020.

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