Vive y Deja Vivir

•noviembre 21, 2015 • Deja un comentario

Una nueva manera de comunicarse surgió con la aparición de las redes sociales. Se supone que fueron hechas para acercar a las personas, para abrir caminos de comunicación, para acortar la distancia.  Hay para quienes sí ha sido así y hay para quienes ha resultado todo lo contrario.  Cuando empecé a usar las redes sociales, no me agradaba publicar fotos ni hacer comentarios muy personales. No me parecía atractiva la posibilidad de que todo el mundo se enterara. Eso no me impidió experimentar con ellas. Conforme pasó el tiempo, me quité los prejuicios y paranoias, me expresaba cada más y también empecé a publicar fotografías.

Cuando surgió Facebook, tuvo mucho auge porque era un espacio en el cual la mayoría de las personas solían ser ellas mismas (sin falsas identidades) y podían expresarse sin prejuicios.  Para mí ha sido un buen invento pues no suelo ser una persona que hable por teléfono y debido a eso perdí contacto con muchas amistades importantes o personas a las que me hubiera gustado conocer más.  Facebook me brindó la oportunidad de reencontrar a varias personas o de que ellas me reencontraran a mí y de volver a estar en contacto con ellas, de tener una relación con ellas que va más allá de lo virtual. Facebook ha sido una herramienta para ponerme en contacto con ellas y ponernos de acuerdo para vernos, para ir por un café, reunirnos a comer, convivir.

Antes de las redes sociales, sólo teníamos la posibilidad de imaginar que habría sido de la vida de las personas que alguna vez fueron cercanas a nosotros o del compañero de la prepa del cual nunca volvimos a saber nada; ahora con las redes sociales, principalmente el Facebook, es posible saber de sus vidas, saber cómo están, a qué se dedican.   Me gusta decir que Facebook es el chismógrafo más grande del mundo. Esto puede ser algo  bueno o malo, depende de lo que se comparta, de la forma en la que esta red sea utilizada.  Dicho de otra manera, las redes sociales pueden ser una gran herramienta o el peor enemigo. ¿De qué depende? De nosotros, de cada uno de nosotros y nuestra manera de utilizarla.  Creo que las redes sociales son como un espejo y la pregunta es: ¿Qué queremos que los demás vean de nosotros?

Además de ser para mí una manera más efectiva de comunicarme con los demás (sigo sin llevarme muy bien con el teléfono), las redes sociales son para mí una especie de entrenamiento para sacudirme el miedo a publicar lo que escribo.

Por un tiempo – no sé si largo o breve- en Facebook uno era libre de expresarse, de escribir lo que se le viniera en gana y estar en paz. Desafortunadamente eso ya casi no sucede.  Supongo que era una utopía pensar que la intolerancia de las personas no se filtraría a las redes sociales. Después de todo si creamos sociedades intolerantes en el mundo real y si las redes sociales son un espejo de nuestra realidad, tarde o temprano la intolerancia tendría que alcanzarnos.  Así que cuando me di cuenta, Facebook se llenó de críticas destructivas, quejas y de jueces que dictan reglas sobre qué de se debe publicar y qué no. Así como hace siglos surgió el manual de Carreño para decirle a la gente cómo comportarse,  ahora circulan imágenes, memes y artículos que le dicen a las personas qué publicar y qué no, dando por hecho que uno debe de  publicar para interesar y/o complacer a los demás y no para expresarse; esto mismo sucede en las sociedades: uno debe de vivir para complacer a los demás y no para realizar los sueños propios (si estos no son los mismos que los de los demás miembros de la sociedad).  Por si estas reglas no son suficientes y uno no entiende lo que debe o no publicar, hay una cantidad infinita de memes irrespetuosos que se burlan de los que las personas publican y además existe la censura. Si no seguimos las reglas de lo que debemos publicar, pues las personas sólo tienen que dar clic al botón reportar  la publicación que después será censurada. Me imagino que también es necesario que nos digan qué podemos ver/leer y que no, pues, al parecer,  no tenemos el criterio adecuado para decidirlo nosotros mismos.   ¿No tenemos el derecho de decidir qué queremos ver/leer y qué no?

De la misma manera en la que muchos se vuelven jueces al entrar a Facebook y quieren tener el control sobre qué se debe publicar y qué no, intentan obligar a las personas a tener conciencia por medio de mensajes agresivos, con imágenes violentas y amenazas (si no publicas esto en tu muro es porque te vale).  Ante esto tengo dos cosas qué comentar: 1) La conciencia no se impone, no se obliga, se crea; el objetivo es que las personas entiendan la situación y se solidaricen con ella.  Eso es lo que genera el cambio no las amenazas ni las fotografías violentas. 2) Muchas personas que publican estas fotografías no muestran ni conciencia ni tolerancia en sus acciones con respecto a las fotos que publican.  Como ejemplo de esto, les comparto mi experiencia. Un sinnúmero de personas ponen la famosa foto de «pon esta foto en tu muro para ayudar a una persona con cáncer» y la foto de la que hablo cierra con la famosa amenaza que dice más o menos así «seguramente pocas personas van a ponerla en su muro porque les vale». ¿Cuántas de esas personas donaron sangre o ayudaron  a encontrar donadores para ayudar a niños con cáncer o preguntaron cómo podían ayudar si no tenían la posibilidad de donar sangre?  Ya se imaginarán la respuesta, pocas de las que viven publicando ese tipo de imágenes; sin embargo, muchas de las que apoyan todas las veces que pueden casi nunca publican cosas con ese tipo de sentencias incriminatorias: «lo publicas o no te importa».   La conciencia, el amor, la tolerancia se demuestran en nuestras acciones y no en las cosas que publicamos. Las palabras se respaldan con hechos.  Muchas personas parecen vivir bajo la premisa: «estás conmigo o en mi contra».   Me pregunto qué les hace creer que pueden y deben decirle a los demás cómo vivir.

En fin, la gota que derramó el vaso y que desató en mí esta tormenta, esta necesidad de escribir al respecto de este tema fue justamente la ola de comentarios y mensajes de odio que surgieron a raíz de lo sucedido en París.  Muchas personas se solidarizaron con la tragedia y no dudaron en expresarlo en Facebook.   Entonces comenzaron las quejas agresivas donde se acusaba a estas personas de ser indiferentes con respecto a los otros lugares en los que también están pasando cosas terribles.  No mencionar el tema era no tener conciencia de las cosas, mencionarlo también.  A quienes pusieron la bandera de Francia en su perfil de Facebook, no han cesado de criticarlos ni de agredirlos.  Hoy circuló una fotografía donde se crítica e insulta a las personas que pusieron la bandera.  ¿Por qué la agresividad? ¿Vamos a hacer del mundo un lugar mejor agrediendo a los demás? ¿Hay agresiones aceptables y agresiones inaceptables?   Creo que es mejor agradecer que haya personas que se solidaricen y sensibilicen. También quiero mencionar y agradecer a las personas que publicaron comentarios pacíficos y constructivos en los cuales además de solidarizarse con la tragedia en este lugar, también se solidarizaron con el resto del mundo y cuyas acciones positivas promovieron el generar conciencia de las demás situaciones violentas, dolorosas e injustas que están viviéndose en otros lugares. Hubo personas que compartieron información acerca de lo sucedido en Beirut, en Bagdad, Siria, Palestina, por supuesto también en México. Hubo varias personas que  se solidarizaron y que se involucraron más con estos temas.  De esta manera si es posible comenzar a crear conciencia en los demás sin emitir juicios ni menospreciar a nadie.  Tanto en el mundo virtual como en el real admiro mucho a las personas que ejercen la tolerancia y están siempre buscando maneras constructivas para ayudarnos a tener una mayor conciencia de lo que sucede en el mundo.  No siempre se trata de indiferencia ni de menospreciar, muchas veces no contamos con toda la información. Además, también tenemos motivos diferentes y desconocidos para los demás. Muchas de las personas  que sigo en Facebook, tienen parientes o amigos muy cercanos en Francia, son francesas o vivieron un tiempo allá. Además, insisto, somos libres de publicar lo que queramos, somos libres de vivir nuestra vida de acuerdo a nuestros ideales. Entonces, ¿por qué hacer sentir mal y agredir a la persona que no actuó como nosotros deseamos, requerimos, esperamos?

En el transcurso de estos días me encontré con varios comentarios de personas que se han cansado de tanta crítica, negativismo e intolerancia. Normalmente no ponerle atención a los juicios y críticas destructivas debería de ser suficiente, desafortunadamente, a veces el negativismo se contagia, desanima, cansa. Dicho de otra manera, una sobredosis de comentarios tóxicos, pues intoxica.

Tolerancia

Hasta ahora no me había afectado la intolerancia en Facebook, pero en estos días de noticias tan complicadas y de haberme topado con la indiferencia ante  el prójimo, de tener la sensibilidad y el dolor a flor de piel, pues esta circunstancia me ha afectado, me ha entristecido, me pesa.  Me resulta paradójico que se exija no ser indiferente, solidarizarse con el mundo a través de insultos y mensajes agresivos.  Me parece paradójico que se busque la paz a través de la violencia, del estás conmigo o en mi contra y no  a través del respeto mutuo, de la tolerancia a nuestras diferencias.

Toda esta ola de comentarios hechos para lastimar no da paz ni bienestar a nadie; sucede exactamente lo contrario:  crece la intolerancia, se intensifica el enojo y no parece haber una manera de vivir en armonía.  El decir las cosas de manera agresiva o amenazante lejos de crear una conciencia sólo intimida o provoca rechazo.

¿Cómo hablar de libertad de expresión si se trata de juzgar lo que publican los demás?   Nunca he entendido la necesidad de tantos seres humanos de dirigir la vida de los demás, de intentar obligarlos a pensar y vivir como ellos cuando cada persona es diferente, tiene sus propios sueños e ideas.

Se supone que todos escogemos a nuestros amigos tanto en el mundo como en las redes sociales, se supone que escogemos a quienes seguir. Se supone que no estamos obligados a leer lo que alguien publica así como tampoco  a tomar un café con alguien que nos nos cae bien.  De la misma manera, cada persona debería de tener la libertad de expresarse y de publicar lo que quiera sobre el tema que se le ocurra.  Si se trata de reglas, me parece que la única regla indispensable sería el respeto.  Desde niña en la escuela me enseñaron que la libertad de uno termina donde comienza la libertad del otro. Cada persona es responsable de sus acciones y de sus publicaciones.

Ojalá todos pudiéramos ejercer la tolerancia, sonreír más a menudo y quejarnos menos, aceptar a las personas cómo son y no cómo queremos que sean.

Ojalá que pudiéramos dejar que los demás vivan su vida de acuerdo a sus ideales y decisiones y  vivir nuestra vida de la mejor manera posible, con respeto al prójimo en ambos casos y sin ser jueces de nadie, de absolutamente nadie.

 

Me duele el mundo.

•noviembre 20, 2015 • Deja un comentario

El viernes pasado hubo atentados en París que dejaron varios heridos y más de cien muertos. Esta noticia causó conmocionó y y el hashtag #PrayForParis saturó las redes sociales. Estos terribles hechos le dolieron al mundo y también desencadenaron preguntas y reclamos como: «Por qué orar por París y no por Beirut, Bagdad, Siria, Palestina, México…?»  Entonces surgieron hashtags para rezar por esos lugares también y no sólo por ellos sino también por el mundo.  Así que me parece que por un lado se fomentó una conciencia colectiva y, por el otro, una vez más, surgieron las críticas, los juicios y los comentarios negativos que lejos de ayudar, destruyen.  Me quedo con los comentarios que buscan informar y crear conciencia, deshecho todos los que sólo reflejan críticas inútiles y destructivas.  Confieso que a veces Facebook resulta un sitio asfixiante pero ese es un tema para otro blog.

En este momento sólo quiero dejar bien claro que me duele el mundo. No sólo se trata de París, Bagdad, Beirut, Siria, Palestina, México (y la lista podría extenderse a varias líneas más de este blog, ocupar el párrafo completo y los que le siguen), se trata del mundo entero.  Hay violencia,  injusticia, hambre en prácticamente en todo el mundo aunque  esto se note, se sufra más en unos lugares que en otros.

Hoy en la mañana leí que París sigue de luto por sus víctimas, que la Torre Eiffel seguirá portando los colores de la bandera francesa por un tiempo más. ¿Y cómo vive París este luto? Bombardeando Siria, matando sirios. ¿Cuántas muertes más?  ¿Qué nos pasa a los seres humanos?

Me duele el mundo y me duele mucho. Es un dolor intenso, muchas veces desgarrador, con el cual me ha costado mucho trabajo vivir y por el cual fui una adolescente deprimida.

Tenía catorce años cuando fue la Guerra del Golfo Pérsico.  Mi amiga y yo llorábamos en el teléfono por todos esos inocentes que sufrían las consecuencias de esa guerra. No importaba la nacionalidad ni religión de ninguno, importaba que eran seres humanos injustamente lastimados y/o asesinados. Escribíamos poemas para tratar de sobrellevar la situación y no sabíamos cómo rebelarnos contra esa situación. Siempre he sostenido que en una guerra nadie gana y todos pierden. Hay más sangre y muerte que victoria. Hay más luto que alegría.

A diferencia de muchos adolescentes, jamás me sentí todopoderosa ni capaz de cambiar al mundo.  Por el contrario, me sentía impotente ante la crueldad de los seres humanos. Me daba mucha que hubiera guerras, que la tortura existiera, que predominara la injusticia y yo no pudiera hacer nada para evitarlo. ¡Nada!  El dolor era tan fuerte que a veces deseaba morirme. ¿Por qué vivir en un mundo tan lleno de indiferencia y horror? Me resultaba deprimente y frustrante no poder salvar a las personas como lo hacían los superhéroes. ¡En fin!

Pasaron varios años antes de que yo aprendiera a lidiar con este dolor,  de que yo aprendiera a no centrarme en lo malo, en la falta de humanidad en el mundo; sin embargo, hay días en los que tengo la necesidad de llorar, de gritar basta.

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Luz para el Mundo

¿Qué nos  pasa en el mundo?  En México tenemos la sangre de Guerrero, los miles de desaparecidos, las mujeres de Juárez, la violencia en Tampico, por sólo mencionar algunos lugares. Nos falta mencionar el narcotráfico y a los narcos a quienes pintan como héroes en la televisión. He sabido de jóvenes quienes piensan que ser narco es genial y no puedo expresar lo aterradores que me resultan esos comentarios. El sólo escribirlo me hace temblar. Tampoco he mencionado los secuestros, la trata de blancas,  los asaltos, la inaceptable y reinante impunidad. ¿Y qué decir de la tortura? Y eso hablando sólo de nuestro país.  ¿Y el resto del mundo? Hay tiroteos en las escuelas: adolescentes matando adolescentes.  Hay ataques terroristas cuyo objetivo son personas inocentes, sí, personas inocentes.  Hay guerras que llevan décadas: personas  que siguen matándose unos a otros por diferencias que surgieron en  generaciones anteriores. Hay personas sin casa, sin familia, sin nada. Hay quienes huyendo de la violencia buscan refugio en otros países y sólo encuentran puertas cerradas. Hay bombardeos y más bombardeos, atentados, ataques y una infinita cantidad de venganzas. Hay hambre, enfermedad, injusticia.  El horror se vive en casi cada rincón de este planeta y no parece existir un lugar donde esconderse,  donde protegerse, donde vivir sin derramamientos de sangre ni miedo.

Lo repito y lo sostengo: me duele todo el mundo. Me duele la Tierra. Me duele la falta de humanidad. Me duele la intolerancia, la violencia, la venganza, la sangre derramada.  Me duele la religión como forma de manipulación, la religión como excusa o justificación de asesinatos y guerras. Me duele la tortura, la indiferencia, el abuso.  Me duele la sed de poder y de dinero, la necesidad de controlarlo todo y a todos. Estoy harta de la pasión que siente el ser humano por matar, por dañar, por crear ríos de sangre y tormentas de cuerpos mutilados, de cadáveres que se pierden en el anonimato. Me  desgarra que la industria de las armas sea la prioridad en tantos lugares. Me indigna que el ser humano utilice su inteligencia, ingenio y creatividad en inventar y fabricar armas para destruir a su prójimo y a lugar donde vive. Tanto talento desperdiciado, usado para dañar al prójimo de maneras inimaginables.

Cuando fui al Museo de la Tortura me faltó el aire y casi me desmayo, fue necesario que me dieran a oler alcohol para reanimarme. Me parece abominable todo lo que el hombre ha creado para hacer sufrir al otro, para someterlo a su voluntad, para quitarle la dignidad o simplemente para gozar de su sufrimiento. ¿Por qué tanto ingenio y creatividad enfocados en el odio, en la destrucción de la vida?  No dejo de preguntarme,  ¿cómo sería el mundo si se invirtiera tanto dinero, tiempo, esfuerzo, tecnología como se invierte en la fabricación de nuevas armas letales y métodos de tortura en encontrar soluciones para disminuir el problema del hambre, para curar en enfermedades, para limpiar y cuidar nuestro planeta, para lograr la paz?   ¿Qué sucedería si usáramos nuestro ingenio, creatividad, inteligencia y talento para construir, para encontrar soluciones en lugar de usarlo para destruir?  ¿Cómo sería la vida dejáramos de usar la tecnología, los avances científicos para jugar a ser dioses y manipular a la naturaleza a nuestra supuesta conveniencia?

Me duele el mundo. Me duele nuestro planeta. Me duele la naturaleza. Me duelen los animales. Me duele la falta de conciencia e indiferencia de tantos seres humanos.

¡Me duele!  Me duele pero también me enoja como el ser humano, en general, se cree un ser superior a las demás especies, como se atreve a afirmar que somos la especie más inteligente del planeta. ¿El ser humano es superior  por encontrar «argumentos validos» para destruir y matar?  Estoy harta de esta sed de poder y esta pasión para matar de varios miembros de esta especie.  La verdad es que me da risa esta «superioridad» y me avergüenzo de todo el daño que, como especie, hemos sido y seguimos siendo capaces de hacer.  ¿Superiores por qué? ¿Porque podemos manipular a la naturaleza y de paso destruirla? ¿Superiores porque tenemos la capacidad de destruirlo todo y sentirnos orgullosos de eso? ¿O quizá porque menospreciamos y podemos maltratar a otros seres vivos? No, claro que no, «somos superiores» porque tenemos dinero, armas y porque somos los únicos que disfrutamos tanto derramar sangre, porque nos nutrimos de venganza y poder, porque sometemos a los demás y nuestra existencia se vuelve un despiadado juego de poder.

Cuando pienso esto  me sobrepasa la desesperación, la indignación, la tristeza. Por eso me llegó a comer la depresión inmensa: no quería ser parte de una especie tan atroz.  Me preguntaba si valía la pena vivir y deseaba vivir como ermitaña, lejos de cualquier sociedad, en una cabaña en la cima de una montaña,  rodeada de animales, bien lejos de cualquier ser humano.

Entre las terribles noticias de los últimos días y la invasión de las redes sociales, por un instante, volví a desear esconderme de nuevo. Sin embargo, ya más tranquila,  vuelvo a la misma conclusión de mi blog anterior:  no todos los seres humanos somos así y no perderé mi fe en la humanidad, en la bondad que existe, en las bendiciones que nos rodean.  Lo más importante es no volver a enfocarme en lo terrible, lo violento, en lo peor de la humanidad.  Si algo he aprendido en los últimos años es a amar la vida y a agradecerla. Poder mirar al cielo es un privilegio, una bendición y muchas veces también es un milagro.

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Cuando leí el diario de Ana Frank me preguntaba cómo era posible que  a pesar de vivir encerrada y tener muchas carencias, Ana amara tanto la vida y estuviera tan convencida de la bondad del ser humano.

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Hace unos meses leí «A Lucky Child» de Thomas Buergenthal, sobreviviente de los campos de concentración y me maravilló su amor a la vida y su capacidad de perdonar. Después de haber visto y vivido en carne propia uno de los peores momentos de la historia, no odió al mundo ni tampoco sintió sed de venganza,  agradeció la oportunidad de estar vivo y ha dedicado su vida a luchar por los derechos humanos internacionales. Debido a su experiencia el llegó a la conclusión de que tenía la obligación de dedicar su vida profesional a realizar actividades para la protección de los derechos humanos internacionales. En su libro predomina el perdón, la esperanza, la lucha por romper este ciclo de odio y violencia que hay en el mundo.  Habla del pasado como lo que inspiró su futuro y le dio sentido a su vida.  Eso me conmovió profundamente.  Siempre me he preguntado como personas a quienes les ha tocado vivir en carne propia la crueldad humana en todo su horror,  se aferran a la vida, conservan su fe en la humanidad y ven el lado bueno de las cosas.

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Esto que leí me recordó algo que aprendí hace un par de años:  a ver las cosas, la vida, lo que ocurre, desde el amor y no desde el dolor.  Si las veo desde el amor, soy capaz de construir, de ayudar, de aportar algo. Si las veo desde el dolor, como ya lo hice en el pasado, sufro sin límites, me sumerjo en la desesperanza y no puedo ser útil ni tampoco construir.

Aleksandr Solzhenitsyn también se inclina a la vida, a pesar de todo el horror que vivió y que describe en su libro el Archipiélago, se maravilla ante la naturaleza, ante la oportunidad de ver un pequeño jardín y mirar el cielo después de mucho tiempo de encierro. No se pierde en el dolor y no se somete ante sus verdugos: «¡Yo soy el vagabundo de las estrellas! Mi cuerpo está encadenado, pero ellos no tienen ningún poder sobre mi alma.»    Esa frase me inspira, me da esperanza, me hace fuerte.

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A pesar de la falta de humanidad en el mundo, no estamos condenados a la destrucción.  Hay muchas razones para tener esperanza y seguir adelante, para amar la vida.  Cada día somos más las personas preocupadas por el bienestar común y no sólo por el propio. Cada días somos más las personas que tenemos sed de construir, de ayudar, de dar luz a los demás. En medio de noticias y mensajes violentos también he leído mensajes amorosos y solidarios no sólo de nuestro país sino de diferentes partes del mundo.  No hemos llegado a la solución pero es un buen comienzo.  Me conmovió el mensaje de Antoine Leiris, el cual todavía circula en las redes sociales.  Perdió a su esposa en el atentado de París y escribió a los responsables que ellos no tendrán su odio.  No les dará el gusto de odiarlos y ha decidido vivir su vida sin miedo, sin desconfianza, sin perder su libertad. Ha decidido educar a su hijo de esta manera para que él crezca sin miedo ni odio.  Ese es mi pensamiento también: me rebelo ante el odio, la violencia y el miedo. No cultivaré en mí sentimientos negativos y me niego a lastimar deliberadamente a alguien, a actuar con dolo, a destruir.  No creo en venganzas. La venganza sólo genera más violencia y destrucción.

En estos años he aprendido a perdonar hasta lo que parece imperdonable y a orar por las personas que hacen tantas atrocidades.  No les deseo ningún mal. No importa cuánto trabajo me cueste, yo perdono.  Perdono y también me perdono puesto que no soy perfecta y todavía me falta un largo camino de aprendizaje por recorrer.

El amor y la naturaleza le dan sentido a mi vida.  Vivir en amor me permite estar en armonía y estar lejos de los sentimientos negativos. Perdonando y amando, amando y perdonando es como he aprendido a ser feliz.

Nunca seré indiferente al dolor de quienes sufren injusticias, la violencia, padecen cosas inimaginables. Toda la vida he llevado ese dolor conmigo y lo seguiré llevando hasta el fin de mis días, pero odiando, destruyendo o llorando sin parar no podré mejorar la situación, no sólo no los ayudaré a ellos sino tampoco podré hacer nada por quienes me rodean. Me duele y me cuesta trabajo aceptar que no tengo ni tendré superpoderes para detener las guerras, abrigar y alimentar a quienes tienen hambre, para salvar a las víctimas de la tortura, que no puedo acabar con la violencia. Estoy consciente de que no está en mis manos hacerlo.  La diferencia con el pasado es que hoy no me tumba la impotencia. Hoy no siento ganas de desaparecerme. Me queda claro que no puedo salvar al mundo pero sí puedo contribuir con mi granito de arena: puedo cambiar mi mundo, construir, marcar la diferencia en mi vida, en mi entorno, con las personas a mi alrededor. Me uno a las personas que se rebelan ante lo negativo y luchan desde la paz, desde la armonía. Me uno a las personas que ejercen la tolerancia, el respeto y el amor al prójimo.  Me uno a las personas conscientes y preocupadas. También yo lucharé por el bienestar común.

El camino hacia la paz es largo, difícil y doloroso, pero no desistiré. Cada día somos más los que luchamos por vivir en armonía. Estoy segura que se puede lograr. Es un reto enorme pero se puede.  En estos días mi maestra de polaco HK, alguien a quien admiro mucho, escribió: «¿Si todos piensan positivamente podremos salvarnos? Creo que sí. Sin violencia el mundo puede funcionar, esto ya lo mostró el maestro Gandhi. Si podemos seguir su camino no habrá guerras. Es difícil pero no imposible».

Así lo creo yo también: es difícil pero no imposible. Viviré mi vida luchando por eso. Tomará décadas,  muy probablemente siglos lograrlo, pero se puede.  Saber eso y saber que puedo ayudar a hacerlo me da mucho alivio. Lucharé por esa paz.   Sé que lo más seguro es que no viva para verlo, pero contribuiré para crear ese mundo donde predomine la paz y no la violencia. Moriré feliz sabiendo que fui parte de la lucha para crearlo, que viví en amor y dando lo mejor de mí a quienes me rodean.

Felicidad, incidente, indiferencia y aprendizaje.

•noviembre 18, 2015 • Deja un comentario

Parecería que cuando tenemos las emociones a flor de piel nos resulta más fácil expresarnos, pero no siempre es así.  Algunos días me siento llena de palabras pero soy cobarde para escribirlas; otros días me siento intimidada por ellas.  Este es mi segundo intento para escribir en este blog y no puedo evitar preguntarme hacía dónde me llevará la pluma.

En estos días he pasado de la felicidad al enojo, a la tristeza, a la calma, de la incertidumbre al agradecimiento. Una vez más me ha tocado redescubrir el camino y seguir aprendiendo de maneras inesperadas.

La historia que contaré hoy comienza con una velada muy feliz el primer martes de noviembre, momento en el que mis compañeros del taller de poesía y yo participamos en un recital en lugar muy acogedor llamado la Taza de los Sueños.  Fue la primera vez en casi veinte años en la que recité mi poesía. Creí que me pondría muy nerviosa, que me aterraría mostrarme a los demás, que dentro de mí habría un largo terremoto, pero nada de eso sucedió.  Cuando llegó mi turno, me sentí libre, cómoda, emocionada y ansiosa por compartir mis poemas. Mientras leía sentí como se iban deshaciendo mis nudos, como mi voz fluía con el viento, como me iba conectando con esa voz interior que antes tanto me esforzaba en esconder. En ese instante para mí sólo existía la vida que la poesía me daba. Pues la poesía es el océano donde navego en libertad, mi refugio, el lugar donde me renuevo y rejuvenezco. En ese momento tuve la certeza de que seguiría haciendo eso por el resto de mi vida.

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Llena de poesía. Feliz.

 

Esa noche murió mi yo tímido, avergonzado, mi yo prisionero por la falta de autoestima y pude resurgir de esas cenizas como lo hizo el Fénix. Ahora soy más valiente: avanzo sin esconderme, sin miedo. Me sacudo el polvo y camino sin agacharme.

Esa noche abracé mis palabras y agradecí la oportunidad de compartirlas con mis compañeros, este equipo excepcional de poetas de quienes aprendo mucho cada semana, con mis familia, con mis amigos y con todas las personas que nos apoyaron, que nos brindaron su compañía y nos escucharon con atención.

Tampoco se me olvida la sonrisa de  mi madre en ese momento, la primera en semanas, que llegó como una luz deslumbrante que dejaba atrás las incesantes tormentas de los últimos meses.

Me dormí en armonía, en paz, llena de anhelos. Desperté siendo sol y sintiendo la vida moverse en mi cuerpo. Pasé la mañana trabajando tranquila y  disfruté la comida en compañía de una de mis hermosas adolescentes.

Una sonrisa y después con el sonido del teléfono, la felicidad se pausó, tomó sólo un instante para que todo cambiara y nos hiciéramos muy conscientes de nuestra fragilidad; esa fragilidad del ser humano que tanto me asusta  a veces.

Así la vida, para enseñarnos, nos llevó por caminos insondables. Hay momentos en los que nos toca aprender de la manera más extraña y no siempre la más deseable.  En este proceso de aprendizaje, algunas veces nuestra sonrisa se congela y  el corazón se rompe, para recomponerse después si le damos la oportunidad de hacerlo.

En el supermercado mi mamá tuvo un accidente y se lastimó la rodilla. Es una persona muy fuerte y me asusté cuando escuché el dolor en su voz. Sobra decir que después de escucharla, me dirigí a su casa para ver cómo estaba y hacerle compañía.

Me causó mucho conflicto lo sucedido pues una señora, por accidente, golpeó a mi mamá con la canastilla (de las que tienen rueditas) del supermercado por lo que mi mamá perdió el equilibrio y cayó al suelo quedando la canastilla entre sus piernas.  La señora jaló con fuerza la canastilla, lo que lastimó más la rodilla de mi mamá y siguió su camino sin mirar atrás. No se detuvo para ayudar a mi mamá, no le interesó saber cómo estaba; por el contrario, sólo tenía prisa por huir de la escena y seguir con sus compras como si nada hubiera sucedido.

Los accidentes suceden, no somos perfectos, pero actuar con indiferencia y no responsabilizarnos por nuestras acciones me parece inaceptable. Me hizo enojar mucho esa situación. ¿Cómo es posible que haya personas tan indiferentes al sufrimiento del prójimo y, peor aún, si es el sufrimiento que ellas causaron?  Esa gran indiferencia fue motivo de grandes crisis existenciales y también depresiones en mi adolescencia y en el comienzo de mi edad adulta.  Ese día, nuevamente, me sentí en crisis.

Nunca he entendido ni entenderé porqué el ser humano puede ser tan ajeno al dolor del prójimo. El ser humano tiende a sentirse superior no sólo a las demás especies sino también superior a los demás seres humanos.  Como si fuera el non plus ultra del planeta, como si fuera dueño de todo y todos los que le rodean.  Esta idea de superioridad, este estado de gran inconsciencia, lo lleva a destruir lo que lo rodea y a convertirse en el enemigo de la naturaleza y de los demás seres vivos, incluyendo a los de su propia especie.

Una vez más me rompió el corazón la crueldad de la que somos capaces los seres humanos. Me sentí impotente ante el egoísmo e indiferencia con el cual tanta veces me he estrellado en la vida y más allá de eso, a causa del cual tanta gente inocente sufre y/o muere todos los días. En este caso mi mamá sufrió esa indiferencia y, claro, también egoísmo.  ¿Cómo pudo esa señora dejar a alguien tirado en el piso, con dolor, y seguir su camino como si nada hubiera sucedido?   Confieso que ese día, una vez más, sucumbí al dolor que me provoca tanta crueldad.

Nos quejamos de la violencia, del mal gobierno, de los crímenes, de tantas cosas terribles que suceden en nuestra ciudad pero, me pregunto, ¿qué hacemos nosotros para marcar la diferencia? ¿Qué hacemos nosotros para vivir en un lugar mejor? ¿Qué sucede cuando ignoramos el sufrimiento, el malestar del prójimo y sólo cuenta nuestra vida, nuestro sentir, nuestro malestar, nuestra  queja? ¿A dónde nos lleva ese egocentrismo, ese egoísmo?  ¿Dónde dejamos la empatía y la solidaridad? ¿Cómo podemos hablar de paz mundial si no pensamos más que en nuestro propio bienestar?

Me pregunto cómo habría reaccionado la señora (y también su familia) si ella hubiera sido quien recibiera el golpe y también la indiferencia. Exigimos que nos tomen en cuenta y nos consideren, que se nos respete y que nos traten bien. ¿Y nosotros hacemos eso con los demás?  ¿Nosotros damos lo mismo que exigimos?  Me resulta inaceptable exigir para mí lo que no doy a los demás, lo que no estoy dispuesta a darles. No puedo esperar empatía de los demás si yo no soy empática con ellos.

Me vinieron a la mente aquellas personas que disfrutan burlarse de los demás, que pistan autoestimas y destruyen sueños sin siquiera enterarse; también pensé en las personas que golpean y torturan a otras sin remordimientos ni culpa;  en todas las personas que no hacen nada ante el dolor ajeno pero exigen casi con violencia que los demás muevan cielo, mar y tierra cuando son ellos los que están pasando por un momento difícil, cuando son ellos quienes necesitan ayuda.

En días como ese miércoles me agobia, me pesa, me desmotiva tanta indiferencia. Es imposible ser solidarios y unirnos para luchar juntos por el bienestar de todos,  por el bienestar de nuestro país, si no nos importa lo que le suceda al prójimo.

Por un instante deseé encontrarme con esa señora y «tener la oportunidad» de ponerla en su lugar (como si yo fuera juez, como si fuera mi papel hacerlo). En realidad quería deshacerme de mi enojo. Afortunadamente tenía bien claro que eso no serviría de nada. Mientras caminaba a casa de mi mamá trabajé en calmarme.  Los sentimientos negativos no cambiarían nada y sí podrían empeorar las cosas.  Así que llegué a una conclusión muy difícil pero sanadora. Respiré profundamente y perdoné a la señora. No le deseo ningún mal; por el contrario, pedí porque tuviera conciencia de sus actos para que no vuelva a dañar a nadie, para que no siga contribuyendo a llenar el mundo de indiferencia.  Me concentré en transformar mis sentimientos negativos en luz y puedo asegurar que no fue nada sencillo, pero sólo así logré la paz que necesitaba para poder apoyar a mi mamá.

La indiferencia mata, abre puertas a grandes tragedias, aumenta en grandes proporciones el sufrimiento de la humanidad. La indiferencia permite las terribles atrocidades que han sucedido en el pasado y que siguen sucediendo hoy en día. La indiferencia va de la mano con la impunidad y el abuso.  Desde los detalles que en apariencia son insignificantes hasta los más aterradores.  La indiferencia nos permite mirar hacia otro lado, quedarnos de brazos cruzados mientras el sufrimiento no nos involucre a nosotros.

Este accidente revivió en mí las épocas de mi adolescencia en las que mi fe en la humanidad desaparecía. Me parecía insoportable la vida rodeada de tanta crueldad. Sin embargo con el paso del tiempo, también he aprendido que no todos los seres humanos somos así y somos muchos quienes estamos luchando por marcar la diferencia, por el bienestar común, por la felicidad no sólo nuestra sino también la de quienes nos rodean.  Me ayudó y me dio esperanza pensar en la gran cantidad de personas extraordinarias que he conocido, esas personas que día a día iluminan al mundo con su luz, esas personas que con su amor y solidaridad, su empatía me han devuelto la fe en la humanidad.  Es importante decir que en el supermercado varias personas se acercaron a mi madre y ofrecieron su ayuda. Fueron atentas, solidarias, amables y le dieron el apoyo que necesitaba en ese momento.  No, no todos somos indiferentes. Hoy doy gracias por todas las personas empáticas, solidarias y preocupadas por el bienestar de los demás y no solamente por el propio. Doy gracias por todas esas personas que saben que la mejor manera de lograr los sueños y la felicidad propia es trabajando por el bienestar común.

Una vez más me prometo a mí misma que no seré parte de la indiferencia que se ha apoderado de tantas personas.  Me niego a reírme de los demás, a ver su sufrimiento y desviar la mirada como si nada pasara.  Me niego a huir de mis responsabilidades y de las consecuencias de mis acciones, me niego a vivir egoístamente, sin empatía ni calidad humana.  Estoy convencida de que el amor es más fuerte que la indiferencia y yo elijo vivir en amor.

El incidente en el supermercado me dio una buena sacudida. Después de haber encontrado la calma, me invadió el miedo que siempre me ha dado nuestra fragilidad y me dieron unas inmensas ganas de llorar.  El día anterior me había sentido en las nubes, llena de poesía y emocionada, ahora estaba asustada, preocupada, nerviosa. Tenía los miedos adheridos en la piel y me costaba trabajo respirar.  Abracé a mi mamá cuando llegué con ella y me impactó su rodilla tan inflamada. Nos hicimos compañía e hice lo posible por hacerla sentir mejor. Apenas llegó mi hermano, la llevamos al doctor.

Es paradójico como quien da alivio, a la vez, da tanto miedo.  A pesar de las experiencias tan positivas que he tenido con los doctores, siempre tiemblo cuando estoy frente a uno.  Mi mamá me agarraba la mano con fuerza, nunca la había visto tan nerviosa. El doctor nos hizo reír y nos dio las indicaciones necesarias. Aunque era muy posible que una operación fuera necesaria, tampoco era un hecho.

Esa noche me fue difícil dormir. Me hacían compañía mis miedos y las lágrimas de mi madre. Sentí cansancio y dolor.  Fue un día de sentimientos encontrados, mucha preocupación y de verme frente a frente con mis miedos.

Al día siguiente, a pesar de mis reflexiones del día anterior, todavía me afectaba la indiferencia y crueldad. Nuestro miedo (el de mi madre y el mío) a la posibilidad de una operación de rodilla se me estaba saliendo de control.  Me puse a trabajar y después estuve cerca de tener un ataque de pánico, estaba perdiendo el control de mis emociones y no podía escaparme de nuestra fragilidad como seres humanos, esa asombrosa fragilidad que muchas veces me ha llevado a sentirme más pequeña e indefensa que una hormiga. Después de muchos meses sin hacerlo, ese día me obligué a meditar  para sacudirme los sentimientos negativos, para salir de este estado de pánico, para encontrar, de nuevo, el camino de regreso al amor, a la armonía, al equilibrio. Respiré profundamente y medité por casi una hora.  Me atreví a soltar mis miedos y, sobre todo, a confiar en el amor, en la naturaleza, en mí.  Me relajé tanto que casi me quedo dormida. En esa profunda relajación comencé a sentirme fuerte y animada.

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Esa tarde la pasé con mi mamá. A diferencia del día anterior, ambas estuvimos riendo y disfrutando nuestra compañía. Mi mamá también estaba sanando y tenía la firme determinación de recuperarse.  Nuestra segunda visita con el doctor fue más alentadora que la primera, los resultados de los estudios nos trajeron buenas noticias y  sentí ganas de brincar por lo emocionada que estaba. Pasé nuevamente la tarde con ella. Me sentí tan ligera como agradecida.

En los días siguientes, mi mamá estuvo más animada, alegre y sonriente de lo que había estado en los días anteriores al accidente. Aprendimos y seguimos aprendiendo de lo sucedido.  Cuando recibí la noticia mi primera reacción fue enojarme, quejarme, dejarme llevar por el malestar. Después,  me pregunté  qué necesitábamos aprender de esta experiencia. A mi mamá le sirvió para mirar a su alrededor y encontrar nuevamente motivos para sonreír, para encontrar el lado amable de la vida, para salir del complicado ciclo de ánimo difícil en el que había estado girando. A mí, esto me recordó que no debo permitir que mis miedos me dominen y que no voy a perder mi fe en la humanidad por las personas indiferentes y/o crueles. Hay muchas personas que día a día me dan motivos para tener fe, para sonreír, para vivir.  Esta situación desagradable, confusa y dolorosa también me ha regalado más tardes con mi madre, más tiempo para platicar con ella, para ver la televisión juntas y reír, más tiempo para valorar nuestra mutua compañía y más oportunidad para convivir como ya habíamos dejado de hacerlo.  Además me sacudí la apatía y, por fin, estoy meditando con constancia.

No pierdo la fe en la humanidad, confío en que cada vez seamos más los que vivamos amando al prójimo y que cada vez sean menos quienes lo miran con indiferencia.

 

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Café, pan tostado y este Día de Muertos.

•noviembre 2, 2015 • Deja un comentario

En una de estas mañanas frías y oscuras, me preparé un café y pan tostado para desayunar. Mientras esperaba en la cocina a que el pan estuviera listo, me envolvió el aroma tan sublime  del café. En este instante, como suave caricia, revivieron esas mañanas de otoño en mi infancia en las que mi abuelita preparaba café para ella y pan tostado para mí. La escuché llamarme para que bajara a desayunar.  Después nos vi sentadas en el antecomedor, en aquellas sillas naranjas que recuerdo perfectamente, ella tomando su café y yo disfrutando mi pan tostado minutos antes de que mi mamá pasara por mí para llevarme a la escuela. Mientras desayunábamos, ella siempre me sonreía.

Treinta años después, mientras recuerdo esos momentos, valoro como nunca esa sonrisa pues hoy entiendo que estaba pasando por uno de los momentos más difíciles de su vida. Contuve las lágrimas. Saqué mi pan del hornito y me serví el café en mi taza favorita.

Pan Tostado

Pan Tostado

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Tenía nueve años cuando mi abuelo murió. Fue el siete de noviembre y era jueves. Ese día después de pasar por nosotros  a la escuela, mi mamá nos llevó a visitar a los abuelos. Fue una visita rápida antes de comer. Mi mamá sentía la necesidad de ver a mi abuelo, además había quedado en llevarle sus cigarros.  Cuando llegamos, los dos estaban sentados en el antecomedor. Estaban tranquilos y a gusto.  Mi abuelo estaba comiendo su fruta. Le encantaban las frutas, sobre todo la toronja y creo que también el mango. Disfrutaba tanto la fruta que hasta tenia cubiertos especiales para comerla. Me llamaba mucho la atención su cuchara con filo alrededor, como el de los cuchillos. Siempre quise una cuchara como esa, pero hasta ahora nunca he tenido una. Mi abuelo estaba sonriendo y alrededor de él había un enorme halo de paz, tan fuerte que yo también lo sentí dentro de mí. Estaba todavía muy pequeña para comprender el significado de esa infinita paz pero pude intuirlo. Antes de despedirnos mi abuelo se rió. Fue prácticamente lo último que escuché de él y el recuerdo de esa risa hoy me hace feliz.

Esa misma tarde murió mientras tomaba su siesta.  Al parecer sucedió a la misma hora en la que mi mamá, al terminar nuestra clase de catecismo, nos pidió que entráramos a la capilla a rezar por él. Mi mamá recibió la llamada al llegar a la casa.  Al verla llorar, sin que me dijera nada, lo supe.  Recordé el enorme halo de paz que lo rodeaba y comprendí que ya estaba listo, que había llegado su hora y él estaba bien con eso. Sentí mucho dolor pero no tuve angustia. Lloré porque sabía que no volvería a abrazarlo, pero tenía la certeza de que él estaba bien. Mi abuelo se había ido y con él su música, sus composiciones que nunca pude conocer. Además de la fruta, amaba su piano y también los dulces.

Mi mamá no me dejó acompañarla al funeral. Pensó que estaba muy pequeña y quiso protegerme. Yo deseaba ir con ella, pero entendí sus razones.  Para que mi abuelita no estuviera sola y no le fueran tan difíciles esos días, mi mamá me pidió que me fuera a dormir con ella para hacerle compañía en las noches. Mi abuelita era nuestra vecina y para visitarla sólo había que cruzar la calle. A partir de ese día,  pasaba las noches con ella y en las mañanas mi mamá pasaba por mí para llevarme a la escuela.

En esas mañanas me preparaba mi pan tostado junto con su café y nunca la vi ni la escuché llorar.  Comenzaba el día con una enorme y contagiosa sonrisa.  Al anochecer platicábamos, veíamos la tele, comentábamos los libros que estábamos leyendo. Ella me prestaba y regalaba libros.  En esa época quizá leí Heidi de Johanna Spyri  y Mujercitas de Louise May Alcott.

Le puse mermelada de naranja a mi pan, encima de la mantequilla derretida, justo como ella me lo preparaba. Todo mi cuerpo estaba invadido de nostalgia y a mi alrededor sólo veía escenas de mi infancia con mis abuelos, como fragmentos de películas que no sabía que mi memoria guardaba. Mordí el pan y esperé a que se enfriara mi café.

Desde muy pequeña pasaba mucho tiempo con mis abuelos. El abuelo siempre hacía bromas y mi abuelita se reía, a veces a carcajadas.  Todos le decíamos el abuelo, mi abuelita le decía «Graham» o «Grahamcito» y pasaron años antes de que yo supiera su nombre. Para mí siempre fue y será el Abuelo Graham; y mi abuelita, la Granny. Ambos siempre me consentían y me hacían sentir la reina del mundo, de su mundo.  Me encantaba pasar los fines de semana con ellos en su casa de Cuernavaca. Mi Granny me llevaba a ver las vacas a un establo que quedaba cerca de la casa.  El abuelo jugaba conmigo en el jardín, «el terreno»  que me parecía, en ese entonces, enorme. Recuerdo que nos sentábamos en esas sillas de plástico, redondas. Recuerdo que jugábamos y reíamos. A menudo íbamos al club donde él jugaba golf y dominó, sus grandes pasiones además de la música.   Con algunos niños del club yo también jugaba dominó. Quería parecerme a él.

Cuernavaca

Cuernavaca

Cuernavaca. Yo hace algunos ayeres.

Cuernavaca

Cuernavaca

En la ciudad, en su casa, cuando los nietos íbamos a visitarlo, escondía sus dulces; sin embargo, ya sabíamos que teníamos que buscarlos y mi hermano era quien siempre los encontraba (siempre ha tenido buen olfato para encontrar dulces, especialmente cuando se trata de chocolates). Al vernos con los dulces, con una sonrisa resignada pero también divertida, nos los daba. Le encantaban las sweetarts y a la fecha no puedo comerme unas sin acordarme de él.  Tocaba el  piano de oído y con el corazón. En la música desdoblaba su sensibilidad, encontraba su fuerza y se expresaba con libertad. Nunca aprendió a leer las notas, pero conocía bien todos los sonidos del piano. Así tocaba And I Love Her, Yesterday, Michelle de los Beatles. También tocaba Blue Moon, a Whiter Shade of Pale y muchas más que no recuerdo. Tocaba las canciones que le compuso a mi abuelita y me pregunto si también se las cantaba pues nunca lo escuché cantar. Como no sabía escribir música, sus melodías se fueron con él ese 7 de noviembre. Sólo quedan las letras de esas canciones que jamás voy a escuchar.

Dos cosas nos tenía prohibidas mi abuelo: acercarnos a su piano y tocar las cortinas para entrar a la sala y comedor.  ¡Qué abandonado se quedó su piano cuando él se fue!  Sólo en las reuniones familiares los nietos jugábamos a tocarlo pero ninguno sabíamos hacer música. Por varios años su amado piano fue nuestro juguete. Extraños, desafinados y alocados sonidos reemplazaron su música. Muchas veces me han dicho que tengo manos de pianista y cuando lo hacen, un nudo nace en mi garganta. Quizá todavía pueda aprender a tocarlo o quizá ése no sea mi camino.  Mi abuelo tenía su música y yo tengo mis palabras.

Terminé de desayunar pero los recuerdos se quedaron conmigo. Mis abuelos seguían presentes y mi sensibilidad aumentaba. Sentí el paso de estos 30 años y me acerqué a la pluma.  Este Día de Muertos, treinta y quince años después de su partida, necesitaba dedicárselos a ellos.

Mis abuelos y yo.

Mis abuelos y yo.

No recuerdo cuántas semanas o meses dormí con mi Granny después de la muerte de mi abuelo. Le agradezco a mi madre esa oportunidad de apoyarla en ese momento tan difícil. Agradezco esa oportunidad de acompañarla y hacerla reír, de abrazarla.  Un fin de semana al mes, la Granny y yo nos íbamos a la casa de Cuernavaca. Cuando mi tío no nos acompañaba nos íbamos en camión y siempre almorzábamos en Woolworth. Pasábamos las tardes tomando el sol en el jardín.  Nadie sabe lo que me dolió que se vendiera esa casa y que nuestros viajes de fin de semana terminaran.

La Granny y yo siempre fuimos muy unidas. Compartimos libros, historias y películas. Ambas amábamos la literatura, los idiomas y el cine. Me enseñaba a hacer postres y juntas hacíamos sus exquisitas mentitas. También hicimos galletas alguna vez. Siempre que la visitaba me consentía con mis postres favoritos, entre ellos, el arroz con leche.  Aunque ya era casi adulta, siempre me regalaba algo el día del niño (algo que también hacía mi mamá).  Cuando pasábamos las tardes juntas me hablaba de su vida, de sus hermanas, de sus sueños y de mi abuelo. Siempre lo extrañaba, cada día más.  Se emocionaba con mis poemas y celebraba que yo escribiera.  Una vez me dijo que quería ser escritora pero que no era buena para escribir; conmigo sentía que se realizaba ese deseo.

Mi abuelita murió un 28 de junio, quince años después que mi abuelo. Fue mi gran amiga y alguien que siempre creyó en mí. Me enseñó a ver la vida con una sonrisa aún en los momentos de adversidad. Casi nunca se quejaba. No le gustaba criticar a los demás ni tampoco hablar mal de ellos. Creía en imposibles y jamás se rendía.   Amaba la vida y su entusiasmo era muy contagioso.  Unas semanas antes de su muerte, ya no podía hacer muchas cosas. Estábamos viendo juntas una película y de repente, con una sonrisa traviesa, me enseñó los calcetines que llevaba puestos y que le habían regalado. Nos reímos. Aún en esos momentos cercanos a su muerte, en los cuales una de las mujeres más independientes que he conocido había perdido ya su independencia pues ya casi no podía caminar ni hacer muchas cosas sola, ella encontraba momentos para reírse y disfrutar, a pesar de que ya estaba lista para partir y ya deseaba hacerlo.

Cuando murió lo primero que sentí fue agradecimiento. Di gracias porque ya había llegado su esperado descanso. Di gracias por la vida tan plena que tuvo, por los sueños que cumplió por todo el amor que nos dio a quienes la tuvimos cerca. Tampoco sentí angustia cuando se fue, sólo me inundó el dolor de su ausencia. Lloré por mí, por lo mucho que desde entonces empecé a extrañarla, por las veces que no la visité, por su enorme ausencia.

En este Día de Muertos, treinta años después de la muerte del abuelo y quince de la de la Granny, lloro con el olor a café mientras pienso en ellos y agradezco el privilegio de haberlos tenido en mi vida, de saberme amada por ellos, de llevarlos siempre conmigo. La muerte no existe mientras nuestros seres amados vivan en nosotros. Mis abuelos nunca morirán mientras yo viva.

Mis abuelos. Homenaje de Día de Muertos.  Lo dibujé hace algunos años.

Mis abuelos. Homenaje de Día de Muertos.
Lo dibujé hace algunos años.

No sé si fue el pan tostado de ese día, el aroma del café, el próximo aniversario luctuoso de mi abuelo o este Día de Muertos, pero hoy lloro por mis abuelos como no había llorado en más de una década y mis lágrimas me dan tranquilidad. No estoy triste, estoy llena de recuerdos formidables y de un amor que trasciende la vida.

Lloro de nostalgia, lloro de emoción, lloro de agradecimiento y felicidad, lloro mientras celebro la vida de mis amados muertos.

El Espejo y el Chocolate

•octubre 23, 2015 • Deja un comentario

Hoy el otoño parece invierno y me devora el frío. Es uno de esos días en los que se antoja meterse a la cama, ver películas y tomar chocolate caliente. También es uno de esos días en los que la nostalgia viene de visita y tengo sueño.

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Después de días de trabajo intenso, desveladas y otros detalles, la pluma vuelve a mi mano. Mientras escucho música e intento sacudirme el frío, la pluma baila suavemente sobre el papel. Ya terminé de leer los primeros dos tomos del Archipiélago Gulag de Alexandr Solzhenitsyn. Al cerrar el libro me quedé con la impotencia en el pecho y la tristeza que siempre me invade cuando veo evidencia de la incomprensible crueldad del ser humano.  Sumergirme en el trabajo me ayudó a salir del trance, agitar mis ideas, seguir adelante. Leer ese libro no me dejó indiferente. Me resulta inevitable reflexionar sobre la vida – mi vida- y estar más consciente de todo lo que me rodea.

Últimamente he hecho un recuento y me siento un tanto agridulce. Hace varios años, mi amiga y yo nos hacíamos una pregunta que quizá la mayoría de las personas nos hemos hecho por lo menos un par de veces: «¿Qué estamos haciendo con nuestra vida?».

En ese entonces ambas éramos solteras, sin hijos y nos sentíamos atrapadas en la seguridad de nuestros respectivos empleos. Dudábamos del camino que seguíamos y parecía haber demasiados obstáculos para llegar a nuestros sueños.  En mi angustia, tuve una pesadilla que me dejó marcada y que casi diez años después recuerdo claramente. En ella estaba a unos segundos de mi muerte y sentía la desesperación de estar muy lejos de mis metas, de que se me acabara el tiempo cuando aún no estaba lista.  La muerte no me dio miedo pero morirme sin cumplir mis metas me resultó aterrador. Desperté suspirando, con un llanto ahogado y la cabeza adolorida, pero también aliviada, muy aliviada: estaba viva y todavía tenía (tengo) tiempo.

A pesar de lo impactante de ese sueño, todavía me tardé en reaccionar, en tener el valor de cambiar de rumbo y creer en mí; pero, ¿cómo podía hacerlo si crecí en una sociedad de certezas? Es decir, una sociedad en la que debemos escoger el camino seguro y alejarnos de nuestros sueños si no nos llevan por ese camino. Aunque crecí rebelándome ante eso con el lema del «que no arriesga no gana»; la triste realidad es que no me arriesgaba.  Busqué  las certezas que solamente mermaron mi entusiasmo y fe en mí misma. Me tomó años salirme de la rutina, del plan de vida que me había creado. Todavía hoy en día sigo luchando por sacarme los nuncas de la cabeza y llenarme de sí se puedes. Arrancarme los prejuicios y desaprender lo aprendido sigue siendo un gran reto para mí.

A pesar de estar libre, por mucho tiempo viví atrapada en mis miedos, en las limitaciones que me autoimpuse,  en mi falta de autoestima, en la imposibilidad de salir del caparazón que me había creado.   Mientras varios presos en el Gulag defendieron con la vida su libertad de pensamiento, yo era incapaz de sacar las garras para avanzar hacia mis sueños. Dudaba de todo, principalmente de mí misma. Me avergoncé de mis palabras, de mis historias, de mi creatividad.

Finalmente un día tomé la decisión de cambiar, de dedicar la vida que me queda en trabajar para llegar a mis metas.  Me despegué los miedos, tejí otros caminos, me tatué la esperanza en el pecho y todos los días me bordo un nuevo destino.

Algunos días estoy hecha de flores; y otros, de lluvia.

Ya dejé de preguntarme «¿Qué estoy haciendo con mi vida?»; ahora me pregunto: «¿Qué tan lejos estoy de la meta? ¿Qué quiero hacer? ¿Voy en el camino adecuado o debo cambiar de ruta?

Una vez más la lectura me abrió puertas. En medio de tanta crueldad y tantos hechos dolorosos, me obligó a mirarme a mí misma y a apreciar los milagros que me rodean. Conocer la historia me enfrenta a mi propia historia y a mis propias decisiones.

Aquí estoy escuchando música, mirando a través de la ventana e imaginando sendas que antes me parecían intransitables, con frío, con sueño, con ganas de esconderme en las cobijas mientras me tomo un espumoso chocolate caliente con mucha crema batida…

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El Gulag y la Libertad

•octubre 8, 2015 • 1 comentario

Escucho música mientras busco cómo llenar esta hoja en blanco. Me sentía llena de cosas que contar pero ahora parece como si dentro de mí hubiera una puerta cerrada con un candado que impide que mis pensamientos fluyan. Me duele el pecho y no sé qué hacer con esta desesperación por escribir sin saber por dónde comenzar. Mi mente divaga y ya me cansé de tachar o romper hojas.  Me sobran las palabras pero me falta coherencia. Cuanto más quiero desarrollar mi idea, más lejos está de mí.  Lo único que me viene a la mente es el libro que estoy leyendo y lo afortunada que soy de estar aquí ahora.

Por alguna razón para mí desconocida,  siempre me ha llamado la atención el tema de la Segunda Guerra Mundial, del nazismo y de los campos de concentración.  No es un tema fácil de leer ni tampoco de digerir, pero  no puedo evitar acercarme a ese tema.  Lo seguiré haciendo hasta encontrar la pieza que me falta para completar el rompecabezas que me ha perseguido por  décadas.

Mi marido, quien conoce bien mi inclinación por este tema, hace dos meses me regaló el libro Archipiélago Gulag 1918-1956 de Aleksandr Solzhenitsyn para darme otra perspectiva del tema. Aleksandr Solzhenitsyn es ruso y este libro abarca la época posterior a la Revolución Rusa hasta el año 1956 (unos años después de la Segunda Guerra). No habla sobre el nazismo sino del sistema de represión ruso en esa época.  Admito que no había leído mucho al respecto de Rusia y este regalo fue realmente una sorpresa.

Archipiélago Gulag

Archipiélago Gulag

Archipiélago Gulag tiene 531 páginas y la letra de esta edición es muy chiquita. Este libro incluye las primeras dos partes de siete y en ellas el autor nos cuenta su experiencia y la de varias personas más en la prisión y campos de concentración rusos.  Empecé a leer el libro y me sentí mal. Quizá fue en ese momento cuando empezó a formarse esta opresión en mi pecho que hoy me impide escribir acerca de otra cosa.

Desde las primeras páginas de este libro percibimos la crueldad que nos espera si tomamos la decisión de sumergirnos en la lectura de este ensayo de investigación literaria, en este testimonio de sucesos terribles. El autor dedica el libro «a todos aquellos a los que no les alcanzó la vida para contar esto. Perdonadme porque no lo vi todo, no lo recordé todo,  no lo intuí todo». Cuando comencé a leerlo, llegué poco más adelante de la pagina 30 y me detuve. Me dolía la cabeza y estaba angustiada. Por varios días decidí no acercarme al libro. Hace apenas una semana que me obligué a continuar. Me gusta el estilo de Alexandr Solzhenitsyn. Describe los sucesos con crudeza pero también hay en sus palabras ironía, humor negro y sarcasmo.

Hasta ahora, los primeros tres capítulos han sido los más difíciles de leer. En uno de ellos describe detalladamente los métodos de tortura psicológica y física que los rusos utilizaron para obligar a los arrestados a firmar sus, en su mayoría falsas, confesiones. En esos primeros capítulos sentí desesperación, náuseas, dolor e impotencia. La prisión y campos de concentración estaban llenos de rusos acusados de cualquier cosa. Cualquier detalle, por más inofensivo que pareciera o fuera, podría llevarlos a prisión, a los campos de concentración, a la muerte; detalles como ser ingeniero, como ser hijo de alguien considerado traidor a la patria, como haber conocido Europa y haberse contaminado con sus ideas, haber sido un soldado ruso prisionero sobreviviente,  profesar alguna religión, haber dicho algo que pudiera malinterpretarse a la persona equivocada; además el sistema se adecuó para permitir todo tipo de injusticias y torturas, para permitir fusilamientos, para poder cumplir el objetivo de «limpiar» a Rusia.

Con un nudo en la garganta, en esas largas noches, me preguntaba: ¿Por qué estoy leyendo esto? Quizá las únicas respuestas posibles sean las siguientes: para aprender sobre un tema que me era ajeno; porque el estilo de Solzhenitsyn me atrapa con su ingeniosa manera de narrar su experiencia, su ironía me hace reír y en este instante descanso un poco del dolor y estrés de la lectura; porque sigo en mi búsqueda de algo que me ayude a manejar y enfrentar mejor el sufrimiento que me causan la injusticia, la crueldad, la falta de humanidad en muchas personas.

Voy en la página 320 y me deja helada lo legalmente injusta que era la ley en ese entonces; se gobernaba con represión y terror, como en todo totalitarismo (el que no está conmigo, está en mi contra).  A lo largo de mi vida he leído capítulos terribles en la historia de la humanidad; lo que ha sido nuevo para mí ha sido cómo trataban los rusos a sus propios soldados, a las personas que lucharon por la patria: a quienes estuvieron prisioneros y regresaron los trataban como traidores. Fueron torturados, encarcelados  y fusilados.  No puedo imaginarme sobrevivir a un campo de concentración alemán y al cumplir el sueño de llegar a casa, ser tratado como un traidor, como alguien que se merece lo peor.

Me duelen todos los inocentes que sufrieron. Una vez más me asfixia la injusticia. Una vez más me pregunto: ¿Por qué? ¡Por qué!  ¿Por qué el ser humano no aprende y sigue llenando de crueldad al mundo? Hoy en día suceden impronunciables actos de crueldad en todo el mundo y una gran cantidad de personas disfrutan dañar a los demás. Me pregunto qué tan lejos llegaremos.  Quiero pensar que tenemos esperanza, que cada vez somos más los que luchamos por hacer de este mundo un lugar mejor.  Estoy convencida de que todas las personas tenemos luz y oscuridad en nosotros. El reto es vivir en la luz y no permitir que nuestra oscuridad nos domine.

Esta lectura tan intensa me permite apreciar más la vida, lo que tengo, me enseña a quejarme menos. Agradezco y valoro la oportunidad de poder mirar al cielo cada vez que lo desee.  La libertad es un derecho, eso es innegable; es un derecho del que se ha privado y se priva a millones de personas inocentes. Por lo tanto, la libertad es también un privilegio y un regalo.

Me causa angustia la simple idea de pasar un día (sólo uno) encerrada sin poder ver el cielo, las flores, los árboles. ¿Cómo sobrevivir a semanas, meses, años de encierro?  No tengo respuesta para esa pregunta.  Alexandr Solzhenitsyn compara un pequeño jardín del patio interior de la  Butyrki (una prisión) con un paraíso terrenal. Escribió que el verdor de sus árboles lo deslumbró.  Es difícil no quebrarse al leer eso, muy difícil.  Una vez más agradezco mi libertad y pido libertad para todos los inocentes que la han perdido.

Cielo en mi Ciudad (México DF)

Oportunidad de Mirar al Cielo

Cuando me siento agobiada, estresada o llena de rutina, tengo la oportunidad de salir a la calle, de pasear sin rumbo fijo, de despejar mi mente y llenarme de energía. Ese pequeño paseo es un tesoro invaluable, una bendición; también es el resultado de la libertad que me ha tocado vivir hoy aquí y ahora.

Si pudiera pedir un deseo, pediría libertad para los seres humanos, pediría por el predominio del amor y el exilio de la crueldad.

El agradecimiento me da alivio; y la empatía, el amor al prójimo, le da sentido a mi vida.

Escucho música mientras miro la hoja que antes estaba en blanco. Se abrió el candado de la puerta y mis pensamientos, al fin, fluyeron. ¡Qué afortunada soy de estar aquí ahora!

Noche de Museos con MUCHO chocolate.

•octubre 2, 2015 • Deja un comentario

En esta fría mañana lo que se me antoja es un chocolate caliente. Me encanta el chocolate y me resulta increíble que hubo una época en mi vida en la cual lo odiaba y su simple olor me resultaba desagradable. Hoy no sé cómo fue eso posible. Un buen chocolate nos puede alegrar el día.

Justamente tenía mucho antojo de comerme un chocolate cuando estaba buscando los eventos para la Noche de Museos de septiembre (el último miércoles del mes hay noche de museos aquí en la Ciudad de México). Muchos museos organizan eventos especiales para esa noche del mes. La vez pasada fuimos a una Noche Irlandesa en la explanada del Museo de las Intervenciones en Coyoacán. Nos tocó escuchar un concierto de gaitas, de música irlandesa y también hubo bailes típicos. Me encantó. A partir de ese momento, mi marido y yo nos propusimos asistir a la Noche de Museos siempre que nos sea posible. Para saber qué eventos estaban programados para esa noche, me resultó muy útil una cuenta en twitter: @nochedemuseos. En ella pude encontrar el programa de ese día con horarios y costos. En algunos lugares la noche de museos es de entrada libre, pero no en todos.  Me encontré con el programa del Mucho Mundo Chocolate, un museo, como su nombre lo dice, dedicado al chocolate. Considerando que me desperté pensando en chocolates, la idea de ir ahí me resultó muy atractiva. Esa noche además del recorrido por el museo, habría un concierto de música del porifiriato con el acordeonista Antonio Barberena y para cerrar : una cata con los sabores del porfiriato. Me pareció una propuesta irresistible y mi marido estuvo de acuerdo. Este museo se encuentra en la calle de Milán #45, cerca del metro Cuauhtémoc.

Mucho Mundo Chocolate Museo

Mucho Mundo Chocolate
Museo

Llegamos al Museo poco antes de las ocho de la noche. El recorrido cuesta 70 pesos. También fue necesario pagar por la cata que tendría lugar más tarde. La casa de este museo es de la época del porfiriato. En la planta baja se encuentra la tienda donde venden una gran variedad de chocolates. Debo confesar que se me antojaban casi todos. Al lado de la tienda, hay una especie de cafetería donde venden tamales de triple chocolate, de chocolate con nuez y de chocolate con arándano. También venden chocolate caliente y agua de chocolate. Tuve la oportunidad de probarla. Me imaginé que estaría bien dulce pero no fue así. Estaba fresca y al dar el último trago los trocitos de chocolate llegan a la garganta y la sensación fue única y deliciosa. La próxima vez que vaya tomaré más de esa agua de chocolate con hielos.

Museo Mundo Chocolate

Museo Mundo Chocolate

El museo está en el primer piso. Tiene varias salas en las cuales nos van contando la historia del chocolate en México desde los tiempos prehispánicos. Aunque lo vi hace algunos ayeres en la escuela, confieso que ya se me había olvidado que alguna vez el cacao llegó a usarse como moneda en México. En las salas podemos encontrar algunos instrumentos para preparar el chocolate como, por ejemplo, los molinillos.

Museo Mucho Mundo Chocolate

Museo Mucho Mundo Chocolate

Además hay jarras y tazas muy elegantes de la época del porfiriato. También hay muchas fotos relacionadas con cultivos de cacao.

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Museo Mucho Mundo Chocolate

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Museo Mucho Mundo Chocolate

Me gustaron las pinturas que tienen como tema el chocolate:  Chocolate Amargo de Flavia Zorrilla;  El Regalo de Kukulkán y La Hora del Chocolate de Tania Juárez.

Arte en Mucho Mundo Chocolate

Arte en Mucho Mundo Chocolate

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Arte en Mucho Mundo Chocolate

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Arte en Mucho Mundo Chocolate

Además en una de las salas hay recetas para preparar desde una rica bebida hasta un buen mole. Les tomé foto y en uno de estos días quizá me arriesgue a preparar el mole.  Hay una muy pequeña sala que se mantiene cerrada pues sus paredes están decoradas con puro chocolate. Se ve hermosa pero no es un lugar apto para migrañosos pues ya se podrán imaginar el penetrante aroma dentro de esa sala.

Muestra de la pared decorada con chocolate Mucho Mundo Chocolate

Muestra de la pared decorada con chocolate
Mucho Mundo Chocolate

Me gustó mucho el recorrido y espero pronto repetirlo con más calma pues confieso que algunas salas las vimos con cierta prisa pues el concierto ya estaba por comenzar y no queríamos perdérnoslo.

Afortunadamente encontramos lugar para sentarnos a disfrutar de la música de Antonio Barberena quien hizo magia con su acordeón. Además de talentoso músico, también es muy culto y me pareció muy bien que antes de cada melodía nos contara detalles de la época del porfiriato y la historia detrás de cada canción. Sobra decir que disfruté muchísimo la música. Sentí ganas de bailar. Algunas melodías siguen escuchándose ahora y con algunas polcas recordé mi infancia, a menudo las escuchaba con mi papá.  El músico tocaba no solamente con maestría sino también con mucho sentimiento y la música me llegó al corazón. Terminó el concierto en medio de aplausos y elogios. Faltaba media hora para que empezara la cata. Mi marido y yo nos sentamos y compartimos un chocolate que compramos en la tienda.

Antonio Barberena  Concierto Música del Porfiriato Museo Mucho Mundo Chocolate

Antonio Barberena
Concierto Música del Porfiriato
Museo Mucho Mundo Chocolate

Nunca había estado presente en una cata antes  y estaba emocionada por esta experiencia. Por fin llegó la hora de entrar al salón donde se realizaría la cata, éramos varios los que participaríamos.  Aprendí que la diferencia entre una cata y una degustación es que en la cata se da una explicación sobre la comida o bebida que se probará, se habla un poco de la historia de ese platillo o bebida y de cómo fue preparado mientras que en la degustación sólo se prueba la comida o bebida sin explicaciones o historias al respecto.  Me gustó la manera de explicar de la persona que estuvo a cargo de la cata. Nos tocó probar cinco chocolates que fueron preparados de acuerdo a las recetas del porfiriato pero con un toque moderno. Antes de comenzar con los chocolates, nos comimos un grano de cacao. Fue un sabor un poco extraño para mí pero nada desagradable.

El primer chocolate que probamos tenía pan; aunque sabía bien, no fue mi favorito. El segundo que probamos se llamaba Napolitano. Tenía tres capas de chocolate sólido y dos de mousse. Fue un verdadero viaje comer este chocolate que me conquistó desde la primera mordida.  Mientras se derretía en mi boca sentí escalofríos de placer.  Me lo comí muy despacio para disfrutarlo la mayor cantidad de tiempo posible. Fue exquisito. Confirmo lo que dicen: el chocolate es la comida de los dioses y el napolitano fue, para mí, una probadita del paraíso.  Ya se me había olvidado lo poderoso que puede ser un buen chocolate.

Cata Los Sabores del Porifiriato Museo Mucho Mundo Chocolate

Cata Los Sabores del Porifiriato
Museo Mucho Mundo Chocolate

No está de más mencionar que al comer chocolate nuestro cerebro produce endorfinas, las cuales nos dan una sensación de bienestar y placer similar a lo que sentimos cuando estamos enamorados. Desde cierta perspectiva, comer un buen chocolate es como enamorarse y esa noche me enamoré mucho y muy intensamente.  Me sentí en un completo éxtasis con ese chocolate napolitano. No pude ni intenté ocultar el efecto que ese chocolate tuvo en mí.  Comprendí la expresión: «Sabe a Gloria», aunque me pregunto si la Gloria será tan exquisita. Mi marido  se rió de mi reacción con el chocolate; sin embargo, el chavo que estaba frente a mí vivió algo muy parecido: Al sentir el chocolate en su paladar cerró los ojos, suspiró y sonrió sin poder ocultar su sorpresa.

Me sentí ligera y feliz, muy ávida por comer más.  El siguiente chocolate que probamos estaba relleno de una especie de jalea de vino tinto. Como bien lo dijo la chava frente a mí: fue como tomar chocolate acompañado de una copa de vino. Nos gustó mucho la mezcla. Esta delicia fue la favorita de mi marido en esta cata. ¡Excelente combinación la del chocolate con el agridulce sabor del vino! ¡Qué chocolate tan elegante!

El siguiente que probamos se llama Bombón y estaba relleno de pectina de chabacano. Su sabor fue delicado, dulce pero no tanto y suave. No puedo quejarme de esta sutil manera de consentir a mi paladar.  Para finalizar nos comimos un enjambre de chocolate oscuro. En ese momento yo ya estaba viviendo un extraordinario romance con el chocolate. Estaba en las nubes.  Desafortunadamente terminó y todos nos quedamos con ganas de más. La buena noticia es que esos chocolates ya van a estar a la venta en la tienda del museo.

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Tienda del Museo Mucho Mundo Chocolate

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Tienda del Museo Mucho Mundo Chocolate

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Tienda del Museo Mucho Mundo Chocolate

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Tienda del Museo Mucho Mundo Chocolate

Antes de irnos me compre una tortuga para tener algo que saborear en el camino de regreso a casa. Hace tiempo que un chocolate no me dejaba sin aliento.

Tortugas Tienda del Museo Mucho Mundo Chocolate

Tortugas
Tienda del Museo Mucho Mundo Chocolate

En estos días de un otoño que parece invierno, me hace falta el calor de un buen chocolate. Yo ya quiero por más…

Un día como hoy hace treinta años.

•septiembre 19, 2015 • Deja un comentario

Hace treinta años un temblor sacudió a la Ciudad de México. Como no me había sucedido en los años anteriores, esta mañana me dieron ganas de llorar. La vivencia de ese día vino a mi mente como si hubiera sido ayer. Lo recuerdo muy bien. Yo tenía nueve años y estaba en cuarto de primaria. Estaba ya lista para ir a la escuela pero cuando intenté salir de mi cuarto, todo comenzó a moverse.  Me agarré del marco de la puerta para evitar caerme y empecé a gritar tan asustada como desesperada. No entendía qué estaba pasando y no me podía mover porque perdía el equilibrio.  Una vez pasado el susto, mis papás me explicaron que había sido un temblor, que sucede porque la tierra se mueve. Tengo un vago recuerdo de algunos años atrás cuando mi papá me había hablado sobre los temblores y en ese entonces no entendí a que se refería cuando dijo que la tierra se movía. No podía imaginarlo. Por supuesto no recordé la conversación ese 19 de septiembre, sólo me asusté como nunca me había asustado antes.  En nuestro caso, no pasó a mayores. Mis papás me abrazaron y luego nos llevaron a la escuela.

Antes de ese día, los temblores en esta ciudad no daban miedo. Vivimos en una zona sísmica y los temblores ocurren con una cierta frecuencia, pero ninguno como ése. Ninguno.

Llegamos a la escuela y las clases comenzaron pero no fue un día normal. Los maestros estaban muy tensos y a partir de las diez (o quizá antes) los papás llegaban a recogernos a la escuela. Poco a poco todos nos fuimos yendo. Tengo bien grabada la cara de angustia de mi mamá cuando llegó por nosotros. Estaba pálida y parecía que había llorado.  Pensé que alguien se había muerto.  Dentro de esta terrible tragedia, fuimos muy afortunados pues no perdimos a ningún ser querido. Fuimos más afortunados de lo que pude asimilar en ese momento.

El camino a casa fue largo y solemne a pesar de la distancia tan corta. La ciudad olía diferente. La ciudad dolía. Mi mamá me contó lo que estaba pasando: los edificios derrumbados, los muertos, las personas atrapadas en los escombros. Contó lo poco que sabía pues en esos tiempos no había internet y sin electricidad ni teléfonos enterarse no era fácil. Quizá eso aumentó el nivel de angustia pues sabíamos que algo terrible había pasado pero no había suficiente información al respecto. Ese día la Ciudad de México perdió su alegría, su ruido y nos sumergimos en un silencio muy largo, en la angustia de la espera, en el miedo.  Sin luz ni teléfono, en la temible oscuridad de esa noche, yo no quería despegarme de mi madre. Me aterraba perder a mis papás, a mis hermanos, a mis abuelos.

Mis papás, como casi todos los mexicanos, estaban atentos a las noticias. Recuerdo las imágenes de los escombros y la angustia que sentí al saber que había personas atrapadas debajo de ellos. Lágrimas, miedo, impotencia… esos eran los sentimientos de muchos de nosotros.  Aunque estaba muy chica para asimilar el alcance de este fenómeno natural, pude percatarme de lo frágiles que somos los seres humanos. No sé cuántos fueron los días de luz intermitente, de silencio, de luto.

Al día siguiente del temblor, yo acaba de bañarme o iba a hacerlo cuando llegó la réplica. Entonces sí hubo un ataque de pánico colectivo y pensar en eso me saca las lágrimas ahora.  Mi mamá me sacó del baño y me cubrió con lo que tuviera a la mano y nos sacó a los tres de la casa lo más rápido que pudo. Salí de la casa enojada por mi circunstancia pero se me olvidó cuando vi la calle llena de gente aterrada como mi mamá. Todos los vecinos estaban afuera, de pie, lívidos, mudos, mirándose unos a otros completamente desorientados.  No puedo olvidarlo. No he podido hacerlo y hoy menos que nunca.

En medio de la tragedia y la muerte, tanta muerte, hay algo muy impresionante que también recuerdo: la calidad humana, la infinita solidaridad de los ciudadanos mexicanos, esa enorme capacidad de ayudarnos unos a otros sin mirar a quién. Sí, hubo cadenas de personas para levantar escombros y sacar a las personas, para repartir comida, para buscar refugios, para encontrar a las personas, para darles lo que fuera posible a quienes lo perdieron todo. En medio de esa oscuridad desoladora, los mexicanos daban y daban y seguían dando todo lo que les era posible dar.  Ese amor se me quedó tatuado como símbolo de lo que somos capaces de hacer cuando estamos unidos, como esperanza de un futuro mejor, como ejemplo de lo que sí podemos hacer en una circunstancia tan terrible.

Un 19 de septiembre un temblor sacudió nuestra ciudad. Treinta años después estamos aquí, de pie, dedicando un minuto de silencio a quienes perecieron y agradeciendo con todo el corazón y con toda admiración a quienes ayudaron, a quienes formaron parte de esas cadenas de ayuda. Ese día comprobamos que la solidaridad sí existe y nos dimos cuenta de lo que los mexicanos somos capaces de hacer para ayudar al prójimo en momentos de crisis. Hoy estamos aquí para aprender de esto, para seguir escribiendo nuestra historia y, en mi caso particular, para seguir luchando por superar mi  miedo a los temblores.

De cómo la tristeza se disuelve con la música de los grillos…

•septiembre 19, 2015 • Deja un comentario

Me resulta difícil escribir en este blog cuando me siento desorientada y triste. Lo más sencillo sería darle rienda suelta a mi dolor y tirarme al drama. La Carla de hace muchos años habría hecho eso; pero ya dejé de ser esa persona y no quiero regresar a serlo. No me interesa volver a ser esa especie de mujer cabizbaja. Ya no.

:)

🙂

Cuando uno se cae a veces duele tanto que no queremos o no podemos levantarnos. El malestar es demasiado intenso como para intentarlo.  Hoy, por unos minutos me sentí así. El desconcierto y el enojo me hicieron retorcerme de dolor. Me dieron ganas de golpear la pared, de clavarme las uñas en las palmas de las manos, de gritar e inclusive de salir corriendo lejos, muy lejos de aquí. No pensaba claramente.  En ese momento levantarme ni siquiera parecía una opción.  La Carla de antes hubiera hecho cualquiera de las anteriores o hubiera tomado la pluma para decirle al cuaderno cualquier tontería. Esa fui yo, pero ahora soy alguien que se ha esforzado mucho por ser mejor.  Entonces me obligué a hacer algo diferente. Decidí escribir algo para motivarme. Si lograba escribirme algo positivo en un momento tan negativo, podría empezar a calmarme.  Cuando terminé, lo leí varias veces hasta sentir que mi corazón volvía a latir a un ritmo menos acelerado.

El siguiente paso fue hacer lo que casi siempre hago en los momentos de crisis y sobre lo que ya he escrito antes: subí a la azotea en esta noche sin lluvia ni viento y me tumbé a mirar el cielo. Los grillos cantaban a todo volumen.  Cerré la puerta a los pensamientos negativos y me concentré en su música, esa música tan maravillosa y sanadora que la naturaleza me regala. Escuché el canto de los grillos con la esperanza de que su música transformara mi dolor en armonía.

¡Mis grillos, mis muy amados grillos que  a menudo me acompañan en mis noches de insomnio! Recordé que hoy en la tarde los vi cuando moví unas macetas pues viven debajo de ellas. Vi al grillo más pequeño que hasta ahora he visto. Me emocioné con esa imagen en mi mente. Por un rato llené de grillos y nubes mis pensamientos. Empecé a respirar con paz y a sentir como mi pecho se liberaba de ese silencioso llanto. Me quedé quieta y casi dormida en el seno de la noche. Aunque amo la lluvia, agradezco que hoy no haya llovido.

Busqué en mi interior los pensamientos más amorosos y  me los repetí una y otra vez hasta sentirme completamente calmada.  Mientras tanto mis grillos seguían cantando alegremente. No sé si son felices en la época de lluvias o si despiden al verano; sólo sé que estas noches siempre cantan y eso me hace feliz. ¡Los extrañaba tanto!  Quiero un jardín de grillos como el que describe Alberto Ruy en Los Jardines Secretos de Mogador. Quiero que todas mis noches tengan música de grillos. Quiero que me acompañen cuando tenga insomnio y que acaricien mis oídos cuando sienta que me pesa el mundo.

Con mucho trabajo me moví de uno de mis lugares favoritos pues el frío comenzó a meterse en mi cuerpo y regresé a la casa.  Los grillos están muy inspirados y los disfruto mientras escribo para sacudirme lo que duele y trabajar en levantarme de nuevo.

No hay mal que dure cien años ni estoy dispuesta a resistirlo. Yo no suelo darme por vencida.

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Naturaleza Sanadora

•septiembre 9, 2015 • Deja un comentario

No sé si sea el cansancio, lo poco que he dormido en estos días o el no poder nadar porque mi garganta no acaba de sanar, pero hoy mi sensibilidad es excesiva y todo me ha hecho sentir mal.  No sólo eso, en el transcurso del día  cuestioné  mis decisiones  y  lo único que me venía a la mente eran frases que comenzaban con  Y si…: «Y si hubiera…» «Y si no hubiera..» . Tampoco me lograba escapar de la pregunta: «¿Cómo sería mi vida si…?».  Me costó trabajo contener mis ganas de llorar, de huir, de esconderme en esa cabaña (hasta ahora imaginaria) en la cual se supone me iría a vivir como ermitaña cuando llegara a la edad adulta.

A diferencia de los días pasados,  hoy me sentí, otra vez, como alguien que no cumple con sus propias expectativas; se me olvidó que no debo exigirme tanto, que tengo derecho a equivocarme, que debo confiar en las decisiones que he tomado pues gracias a ellas estoy aquí ahora.

Necesitaba disolver este malestar, transformarlo en algo positivo. En cuanto terminé el trabajo pendiente, decidí irme al lugar donde siempre encuentro paz: el suelo de la azotea donde puedo mirar al cielo.  En esta tarde cálida y sin lluvia, me acosté ahí y escuché el suave canto de los pájaros.  Extrañé el inolvidable cielo de Pittsburgh; sin embargo, amo el cielo de mi gran ciudad. No había viento y estar al aire libre me ayudó a distraerme y renovarme.

Cielo DF

Cielo DF

Ante el inmenso cielo mis dilemas se hicieron cada vez más pequeños. Mi mente se quedó en blanco por un instante y me conecté con la naturaleza.  Concentré mi atención en mis plantas y mis pensamientos giraron en torno a ellas. Todas son unas sobrevivientes.

Cielo Y Plantas DF

Cielo Y Plantas
DF

Mis rosales sufrieron con el cambio de casa, allá estaban felices en la tierra y para venirnos a esta casa tuvieron que acostumbrarse a vivir en macetas. Por varios meses no dieron flores y algunos parecían agonizar; pero no se dieron por vencidos. Además, en su nuevo hogar, han padecido plagas como pulgones  que se comían sus hojas y ardillas que les arrancaban sus botones. A pesar de todo, este mes, todos han dado por lo menos un botón (hasta el rosal que en dos años no había dado nada).  Me han regalado más flores que en los años anteriores. Como ellas, he tenido mis años sin flores y también como ellas permanezco de pie cuando llegan las tormentas. También muchas veces me rebelo frente a los cambios y aunque me tarde en aceptarlos, me adapto, tarde o temprano me adapto.

Rosa

Rosa

Rosa

Rosa

Después pensé en mis lavandas con agradecimiento: son abundantes, generosas y muy resistentes. Además este año me dieron dos retoños que esta tarde están grandes y fuertes.  Su intenso aroma aleja a las plagas y atrae a las abejas; a mí, me da calma, transforma mi estrés en tranquilidad; hay ocasiones en las que me duerme un poquito. Aunque sé que no es posible, a veces anhelo pasar la noche ahí, mirando a la luna, junto a mis plantas.

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Lavandas

Lavandas

Lavandas

Al lado de mis lavandas tengo azaleas de enormes flores rosadas y sobresalientes. Mi corazón se alegra siempre al verlas.

Azaleas

Azaleas

Junto a ellas crecen una Dalia y algunas manzanillas. Las manzanillas son tan efímeras como duraderas: mueren pronto, pero antes de hacerlo, llenan de retoños la tierra en sus macetas. Se parecen al Fénix: renacen cuando mueren. Siempre quise tener manzanillas y ahora las encuentro siempre en mi pequeño jardín de la azotea. A Dalia la compramos hace poco y no estaba segura de que se adaptaría a su nuevo hogar. Hoy irradia felicidad. Orgullosa muestra su flor y también el botón que ya no tarda en abrirse.

Dalia

Dalia

Mis plantas han sobrevivido a la plagas, a los increíbles chubascos de estos días, al intenso sol, a cambios drásticos y siguen luchando para mantenerse vivas. Su lucha me ayudó a ver más allá de mis barreras y desconcierto. Al conectarme con ellas sentí como los hubieras abandonaban mi cuerpo y el dolor disminuía. Ya no dedicaré más tiempo a lamentos innecesarios.

Albahaca

Albahaca

Me quedé acostada un rato más. Cerré los ojos y visualicé una luz que llenaba mis huecos oscuros, luz que abría mi mente a  pensamientos positivos, luz que minutos más tarde me motivaría a tomar la pluma y sacudirme los malos pensamientos.

Mirando al Cielo

Mirando al Cielo

Me levanté despacio y regresé a la casa sonriendo. No me imagino que sería de mí sin la naturaleza.

Cielo DF

Cielo DF