Café, pan tostado y este Día de Muertos.

En una de estas mañanas frías y oscuras, me preparé un café y pan tostado para desayunar. Mientras esperaba en la cocina a que el pan estuviera listo, me envolvió el aroma tan sublime  del café. En este instante, como suave caricia, revivieron esas mañanas de otoño en mi infancia en las que mi abuelita preparaba café para ella y pan tostado para mí. La escuché llamarme para que bajara a desayunar.  Después nos vi sentadas en el antecomedor, en aquellas sillas naranjas que recuerdo perfectamente, ella tomando su café y yo disfrutando mi pan tostado minutos antes de que mi mamá pasara por mí para llevarme a la escuela. Mientras desayunábamos, ella siempre me sonreía.

Treinta años después, mientras recuerdo esos momentos, valoro como nunca esa sonrisa pues hoy entiendo que estaba pasando por uno de los momentos más difíciles de su vida. Contuve las lágrimas. Saqué mi pan del hornito y me serví el café en mi taza favorita.

Pan Tostado

Pan Tostado

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Tenía nueve años cuando mi abuelo murió. Fue el siete de noviembre y era jueves. Ese día después de pasar por nosotros  a la escuela, mi mamá nos llevó a visitar a los abuelos. Fue una visita rápida antes de comer. Mi mamá sentía la necesidad de ver a mi abuelo, además había quedado en llevarle sus cigarros.  Cuando llegamos, los dos estaban sentados en el antecomedor. Estaban tranquilos y a gusto.  Mi abuelo estaba comiendo su fruta. Le encantaban las frutas, sobre todo la toronja y creo que también el mango. Disfrutaba tanto la fruta que hasta tenia cubiertos especiales para comerla. Me llamaba mucho la atención su cuchara con filo alrededor, como el de los cuchillos. Siempre quise una cuchara como esa, pero hasta ahora nunca he tenido una. Mi abuelo estaba sonriendo y alrededor de él había un enorme halo de paz, tan fuerte que yo también lo sentí dentro de mí. Estaba todavía muy pequeña para comprender el significado de esa infinita paz pero pude intuirlo. Antes de despedirnos mi abuelo se rió. Fue prácticamente lo último que escuché de él y el recuerdo de esa risa hoy me hace feliz.

Esa misma tarde murió mientras tomaba su siesta.  Al parecer sucedió a la misma hora en la que mi mamá, al terminar nuestra clase de catecismo, nos pidió que entráramos a la capilla a rezar por él. Mi mamá recibió la llamada al llegar a la casa.  Al verla llorar, sin que me dijera nada, lo supe.  Recordé el enorme halo de paz que lo rodeaba y comprendí que ya estaba listo, que había llegado su hora y él estaba bien con eso. Sentí mucho dolor pero no tuve angustia. Lloré porque sabía que no volvería a abrazarlo, pero tenía la certeza de que él estaba bien. Mi abuelo se había ido y con él su música, sus composiciones que nunca pude conocer. Además de la fruta, amaba su piano y también los dulces.

Mi mamá no me dejó acompañarla al funeral. Pensó que estaba muy pequeña y quiso protegerme. Yo deseaba ir con ella, pero entendí sus razones.  Para que mi abuelita no estuviera sola y no le fueran tan difíciles esos días, mi mamá me pidió que me fuera a dormir con ella para hacerle compañía en las noches. Mi abuelita era nuestra vecina y para visitarla sólo había que cruzar la calle. A partir de ese día,  pasaba las noches con ella y en las mañanas mi mamá pasaba por mí para llevarme a la escuela.

En esas mañanas me preparaba mi pan tostado junto con su café y nunca la vi ni la escuché llorar.  Comenzaba el día con una enorme y contagiosa sonrisa.  Al anochecer platicábamos, veíamos la tele, comentábamos los libros que estábamos leyendo. Ella me prestaba y regalaba libros.  En esa época quizá leí Heidi de Johanna Spyri  y Mujercitas de Louise May Alcott.

Le puse mermelada de naranja a mi pan, encima de la mantequilla derretida, justo como ella me lo preparaba. Todo mi cuerpo estaba invadido de nostalgia y a mi alrededor sólo veía escenas de mi infancia con mis abuelos, como fragmentos de películas que no sabía que mi memoria guardaba. Mordí el pan y esperé a que se enfriara mi café.

Desde muy pequeña pasaba mucho tiempo con mis abuelos. El abuelo siempre hacía bromas y mi abuelita se reía, a veces a carcajadas.  Todos le decíamos el abuelo, mi abuelita le decía «Graham» o «Grahamcito» y pasaron años antes de que yo supiera su nombre. Para mí siempre fue y será el Abuelo Graham; y mi abuelita, la Granny. Ambos siempre me consentían y me hacían sentir la reina del mundo, de su mundo.  Me encantaba pasar los fines de semana con ellos en su casa de Cuernavaca. Mi Granny me llevaba a ver las vacas a un establo que quedaba cerca de la casa.  El abuelo jugaba conmigo en el jardín, «el terreno»  que me parecía, en ese entonces, enorme. Recuerdo que nos sentábamos en esas sillas de plástico, redondas. Recuerdo que jugábamos y reíamos. A menudo íbamos al club donde él jugaba golf y dominó, sus grandes pasiones además de la música.   Con algunos niños del club yo también jugaba dominó. Quería parecerme a él.

Cuernavaca

Cuernavaca

Cuernavaca. Yo hace algunos ayeres.

Cuernavaca

Cuernavaca

En la ciudad, en su casa, cuando los nietos íbamos a visitarlo, escondía sus dulces; sin embargo, ya sabíamos que teníamos que buscarlos y mi hermano era quien siempre los encontraba (siempre ha tenido buen olfato para encontrar dulces, especialmente cuando se trata de chocolates). Al vernos con los dulces, con una sonrisa resignada pero también divertida, nos los daba. Le encantaban las sweetarts y a la fecha no puedo comerme unas sin acordarme de él.  Tocaba el  piano de oído y con el corazón. En la música desdoblaba su sensibilidad, encontraba su fuerza y se expresaba con libertad. Nunca aprendió a leer las notas, pero conocía bien todos los sonidos del piano. Así tocaba And I Love Her, Yesterday, Michelle de los Beatles. También tocaba Blue Moon, a Whiter Shade of Pale y muchas más que no recuerdo. Tocaba las canciones que le compuso a mi abuelita y me pregunto si también se las cantaba pues nunca lo escuché cantar. Como no sabía escribir música, sus melodías se fueron con él ese 7 de noviembre. Sólo quedan las letras de esas canciones que jamás voy a escuchar.

Dos cosas nos tenía prohibidas mi abuelo: acercarnos a su piano y tocar las cortinas para entrar a la sala y comedor.  ¡Qué abandonado se quedó su piano cuando él se fue!  Sólo en las reuniones familiares los nietos jugábamos a tocarlo pero ninguno sabíamos hacer música. Por varios años su amado piano fue nuestro juguete. Extraños, desafinados y alocados sonidos reemplazaron su música. Muchas veces me han dicho que tengo manos de pianista y cuando lo hacen, un nudo nace en mi garganta. Quizá todavía pueda aprender a tocarlo o quizá ése no sea mi camino.  Mi abuelo tenía su música y yo tengo mis palabras.

Terminé de desayunar pero los recuerdos se quedaron conmigo. Mis abuelos seguían presentes y mi sensibilidad aumentaba. Sentí el paso de estos 30 años y me acerqué a la pluma.  Este Día de Muertos, treinta y quince años después de su partida, necesitaba dedicárselos a ellos.

Mis abuelos y yo.

Mis abuelos y yo.

No recuerdo cuántas semanas o meses dormí con mi Granny después de la muerte de mi abuelo. Le agradezco a mi madre esa oportunidad de apoyarla en ese momento tan difícil. Agradezco esa oportunidad de acompañarla y hacerla reír, de abrazarla.  Un fin de semana al mes, la Granny y yo nos íbamos a la casa de Cuernavaca. Cuando mi tío no nos acompañaba nos íbamos en camión y siempre almorzábamos en Woolworth. Pasábamos las tardes tomando el sol en el jardín.  Nadie sabe lo que me dolió que se vendiera esa casa y que nuestros viajes de fin de semana terminaran.

La Granny y yo siempre fuimos muy unidas. Compartimos libros, historias y películas. Ambas amábamos la literatura, los idiomas y el cine. Me enseñaba a hacer postres y juntas hacíamos sus exquisitas mentitas. También hicimos galletas alguna vez. Siempre que la visitaba me consentía con mis postres favoritos, entre ellos, el arroz con leche.  Aunque ya era casi adulta, siempre me regalaba algo el día del niño (algo que también hacía mi mamá).  Cuando pasábamos las tardes juntas me hablaba de su vida, de sus hermanas, de sus sueños y de mi abuelo. Siempre lo extrañaba, cada día más.  Se emocionaba con mis poemas y celebraba que yo escribiera.  Una vez me dijo que quería ser escritora pero que no era buena para escribir; conmigo sentía que se realizaba ese deseo.

Mi abuelita murió un 28 de junio, quince años después que mi abuelo. Fue mi gran amiga y alguien que siempre creyó en mí. Me enseñó a ver la vida con una sonrisa aún en los momentos de adversidad. Casi nunca se quejaba. No le gustaba criticar a los demás ni tampoco hablar mal de ellos. Creía en imposibles y jamás se rendía.   Amaba la vida y su entusiasmo era muy contagioso.  Unas semanas antes de su muerte, ya no podía hacer muchas cosas. Estábamos viendo juntas una película y de repente, con una sonrisa traviesa, me enseñó los calcetines que llevaba puestos y que le habían regalado. Nos reímos. Aún en esos momentos cercanos a su muerte, en los cuales una de las mujeres más independientes que he conocido había perdido ya su independencia pues ya casi no podía caminar ni hacer muchas cosas sola, ella encontraba momentos para reírse y disfrutar, a pesar de que ya estaba lista para partir y ya deseaba hacerlo.

Cuando murió lo primero que sentí fue agradecimiento. Di gracias porque ya había llegado su esperado descanso. Di gracias por la vida tan plena que tuvo, por los sueños que cumplió por todo el amor que nos dio a quienes la tuvimos cerca. Tampoco sentí angustia cuando se fue, sólo me inundó el dolor de su ausencia. Lloré por mí, por lo mucho que desde entonces empecé a extrañarla, por las veces que no la visité, por su enorme ausencia.

En este Día de Muertos, treinta años después de la muerte del abuelo y quince de la de la Granny, lloro con el olor a café mientras pienso en ellos y agradezco el privilegio de haberlos tenido en mi vida, de saberme amada por ellos, de llevarlos siempre conmigo. La muerte no existe mientras nuestros seres amados vivan en nosotros. Mis abuelos nunca morirán mientras yo viva.

Mis abuelos. Homenaje de Día de Muertos.  Lo dibujé hace algunos años.

Mis abuelos. Homenaje de Día de Muertos.
Lo dibujé hace algunos años.

No sé si fue el pan tostado de ese día, el aroma del café, el próximo aniversario luctuoso de mi abuelo o este Día de Muertos, pero hoy lloro por mis abuelos como no había llorado en más de una década y mis lágrimas me dan tranquilidad. No estoy triste, estoy llena de recuerdos formidables y de un amor que trasciende la vida.

Lloro de nostalgia, lloro de emoción, lloro de agradecimiento y felicidad, lloro mientras celebro la vida de mis amados muertos.

~ por Naraluna en noviembre 2, 2015.

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