Un día como hoy hace treinta años.
Hace treinta años un temblor sacudió a la Ciudad de México. Como no me había sucedido en los años anteriores, esta mañana me dieron ganas de llorar. La vivencia de ese día vino a mi mente como si hubiera sido ayer. Lo recuerdo muy bien. Yo tenía nueve años y estaba en cuarto de primaria. Estaba ya lista para ir a la escuela pero cuando intenté salir de mi cuarto, todo comenzó a moverse. Me agarré del marco de la puerta para evitar caerme y empecé a gritar tan asustada como desesperada. No entendía qué estaba pasando y no me podía mover porque perdía el equilibrio. Una vez pasado el susto, mis papás me explicaron que había sido un temblor, que sucede porque la tierra se mueve. Tengo un vago recuerdo de algunos años atrás cuando mi papá me había hablado sobre los temblores y en ese entonces no entendí a que se refería cuando dijo que la tierra se movía. No podía imaginarlo. Por supuesto no recordé la conversación ese 19 de septiembre, sólo me asusté como nunca me había asustado antes. En nuestro caso, no pasó a mayores. Mis papás me abrazaron y luego nos llevaron a la escuela.
Antes de ese día, los temblores en esta ciudad no daban miedo. Vivimos en una zona sísmica y los temblores ocurren con una cierta frecuencia, pero ninguno como ése. Ninguno.
Llegamos a la escuela y las clases comenzaron pero no fue un día normal. Los maestros estaban muy tensos y a partir de las diez (o quizá antes) los papás llegaban a recogernos a la escuela. Poco a poco todos nos fuimos yendo. Tengo bien grabada la cara de angustia de mi mamá cuando llegó por nosotros. Estaba pálida y parecía que había llorado. Pensé que alguien se había muerto. Dentro de esta terrible tragedia, fuimos muy afortunados pues no perdimos a ningún ser querido. Fuimos más afortunados de lo que pude asimilar en ese momento.
El camino a casa fue largo y solemne a pesar de la distancia tan corta. La ciudad olía diferente. La ciudad dolía. Mi mamá me contó lo que estaba pasando: los edificios derrumbados, los muertos, las personas atrapadas en los escombros. Contó lo poco que sabía pues en esos tiempos no había internet y sin electricidad ni teléfonos enterarse no era fácil. Quizá eso aumentó el nivel de angustia pues sabíamos que algo terrible había pasado pero no había suficiente información al respecto. Ese día la Ciudad de México perdió su alegría, su ruido y nos sumergimos en un silencio muy largo, en la angustia de la espera, en el miedo. Sin luz ni teléfono, en la temible oscuridad de esa noche, yo no quería despegarme de mi madre. Me aterraba perder a mis papás, a mis hermanos, a mis abuelos.
Mis papás, como casi todos los mexicanos, estaban atentos a las noticias. Recuerdo las imágenes de los escombros y la angustia que sentí al saber que había personas atrapadas debajo de ellos. Lágrimas, miedo, impotencia… esos eran los sentimientos de muchos de nosotros. Aunque estaba muy chica para asimilar el alcance de este fenómeno natural, pude percatarme de lo frágiles que somos los seres humanos. No sé cuántos fueron los días de luz intermitente, de silencio, de luto.
Al día siguiente del temblor, yo acaba de bañarme o iba a hacerlo cuando llegó la réplica. Entonces sí hubo un ataque de pánico colectivo y pensar en eso me saca las lágrimas ahora. Mi mamá me sacó del baño y me cubrió con lo que tuviera a la mano y nos sacó a los tres de la casa lo más rápido que pudo. Salí de la casa enojada por mi circunstancia pero se me olvidó cuando vi la calle llena de gente aterrada como mi mamá. Todos los vecinos estaban afuera, de pie, lívidos, mudos, mirándose unos a otros completamente desorientados. No puedo olvidarlo. No he podido hacerlo y hoy menos que nunca.
En medio de la tragedia y la muerte, tanta muerte, hay algo muy impresionante que también recuerdo: la calidad humana, la infinita solidaridad de los ciudadanos mexicanos, esa enorme capacidad de ayudarnos unos a otros sin mirar a quién. Sí, hubo cadenas de personas para levantar escombros y sacar a las personas, para repartir comida, para buscar refugios, para encontrar a las personas, para darles lo que fuera posible a quienes lo perdieron todo. En medio de esa oscuridad desoladora, los mexicanos daban y daban y seguían dando todo lo que les era posible dar. Ese amor se me quedó tatuado como símbolo de lo que somos capaces de hacer cuando estamos unidos, como esperanza de un futuro mejor, como ejemplo de lo que sí podemos hacer en una circunstancia tan terrible.
Un 19 de septiembre un temblor sacudió nuestra ciudad. Treinta años después estamos aquí, de pie, dedicando un minuto de silencio a quienes perecieron y agradeciendo con todo el corazón y con toda admiración a quienes ayudaron, a quienes formaron parte de esas cadenas de ayuda. Ese día comprobamos que la solidaridad sí existe y nos dimos cuenta de lo que los mexicanos somos capaces de hacer para ayudar al prójimo en momentos de crisis. Hoy estamos aquí para aprender de esto, para seguir escribiendo nuestra historia y, en mi caso particular, para seguir luchando por superar mi miedo a los temblores.