Carboncillos y una Sirena Alada

•febrero 8, 2017 • Deja un comentario

Sentada frente a su cuaderno, Naraluna intenta llenarlo de palabras pero ninguna idea le gusta.  No quiere pensar en las crisis mundiales ni desea escribir sobre la violencia a su alrededor. Las noticias duelen mucho: nunca será indiferente al sufrimiento de los demás seres humanos. Esta tarde ella necesita disfrutar, sentirse ligera, volver a soñar.  Es la primera vez en mucho tiempo que las palabras no le ayudan a expresarse. Cansada de tachar palabras y romper hojas, cansada de la intensidad que no quiere alejarse, suelta la pluma y suspira. Justo en ese momento, sus ojos se encuentran con el caballete empolvado, su caballete que no ha tocado en, por lo menos, un par de años.

En su infancia ella soñaba con ser pintora; sin embargo, era tan torpe para dibujar que cambió su lápiz por una pluma y las palabras se volvieron su refugio. Nadie supo de las sirenas que dibujaba, recortaba y después guardaba cuidadosamente en un cofre de madera que le había regalado su abuelita. Al comenzar la secundaria, esas sirenas terminaron en el basurero porque la idea de que alguien las viera le daba mucha vergüenza. Los mundos de colores que veía cuando cerraba los ojos, desaparecían cuando tomaba sus lápices con la idea de plasmarlos en el papel.

Naraluna se acerca al caballete y con manos inquietas lo saca del rincón; trata de acomodarlo.  Le  toma varios algunos minutos fijarlo a la altura adecuada. Está nerviosa por este encuentro no planeado. A pesar de tenerlo tan cerca, ya se había olvidado de su viejo amigo el caballete. Se sorprende al encontrarse con los trozos de carboncillo que dejó ahí la última vez que dibujó.

No siempre ha sido o se ha sentido torpe para dibujar.  Al terminar la prepa aprendió a plasmar su estado de ánimo con su lápiz con trazos sencillos o en dibujos abstractos combinando colores. Aunque fuera sólo una principiante, se sentía un poco como la pintora que tanto había soñado ser.

Después tomó clases de dibujo y se dio cuenta de que con constancia y paciencia podía materializar en el papel las imágenes en su cabeza.

 

Naraluna se sienta frente al caballete. Acomoda el bloc de dibujo, fija bien la hoja que va a utilizar. Sus manos acarician el carboncillo. Está lista para comenzar pero también está muy nerviosa. ¿Y si sólo llena la hoja de horribles garabatos?   A pesar de sus dibujos bien logrados, su confianza todavía se tambalea. El carboncillo en su mano no quiere regresar al caballete, ella no puede soltarlo. Decide continuar y emocionada sonríe ante la hoja en blanco.  Ya sabe qué figura emergerá.

Naraluna no ha podido nadar y sus escamas están a punto de secarse. Cuando piensa en el agua, se cubre de melancolía. En la hoja, como si fuera un espejo, ve a la sirena que vive dentro de ella y con esa imagen comienza a trazar líneas sin cohibirse. El carboncillo es muy noble y permite corregir errores. Lista para comenzar, se recoge el cabello y se pone su sudadera vieja que ahora sólo usa para momentos como éste.  No se trata de crear una obra de arte sino de disfrutar, de fluir con el carboncillo, de dejar atrás las barreras que le han impedido avanzar,  de expresarse y humedecer sus escamas para brillar de nuevo.

Empieza a trazar las curvas de la cola de su sirena mientras canta canciones de los ochentas. Mueve su mano al ritmo de la música y una imagen nace de la hoja. Está desproporcionada pero no le importa. En lugar de frustrarse intenta mejorarla. Se da cuenta de que a esa figura le hacen falta unas alas, esas alas que hace poco estuvieron lastimadas pero que ahora se levantan fuertes y luminosas. Esta sirena no sangrará ni derramará lágrimas, en esta tarde se sumergirá en el cielo y braceará junto a las nubes.

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Sirena Alada. El comienzo. CGG

Mientras con sus dedos acaricia la cola de la sirena para esparcir el carboncillo, Naraluna sueña. Le gusta el carboncillo porque su mano es el pincel y con ella dirige el movimiento de su figura.  Después de varias canciones, se detiene para observar su trabajo y lo primero que siente es tristeza. Su dibujo le parece feo. ¿Por que´siempre tiene que ser tan exigente y perfeccionista?   Piensa que sólo es un ejercicio, sus primeros trazos después de mucho tiempo.  Visto desde esa perspectiva, no puede estar tan mal.  Además, no ha terminado todavía. Es sólo un esqueleto, una vaga idea de lo que llegará a ser. En la vida hay que ser flexible y darse la oportunidad hasta de equivocarse: el fracaso no existe si es visto como aprendizaje. No se trata de juzgar sino de actuar y perseverar.

Naraluna vuelve a mirar su dibujo. A pesar de los garabatos que tiene frente a ella, en ese frágil esqueleto, escucha el latido de la libertad que ha obtenido y se relaja,  sólo tiene que mirar a la sirena y sacarla de la blancura que la esconde.  Motivada a continuar juega con el carboncillo y se divierte dando forma a las alas de su sirena todavía un poco amorfa. Además del carboncillo, toma el color blanco y también el café. Siempre le ha encantado mezclar colores. Su entusiasmo aleja la tristeza.  A partir de ese momento ya no ve fallas en su dibujo sino detalles que puede mejorar. Empieza a trabajar en el cuerpo. Borra, traza, borra, traza, borra y traza hasta encontrar el camino.

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Mi Sirena Alada. Avanzando. CGG

Crear la rejuvenece y dibujar le devuelve la fe en sí misma. Concentrada en su tarea,  apenas percibe la llegada de la noche. Ahora los grillos la acompañan. Canta, imagina y luego libera a la sirena. Contempla su trabajo y se alegra. Le gusta la apariencia que va tomando su dibujo. Le gusta el cabello gris de la sirena. Después de todo, no es tan torpe. Quizá nunca lo ha sido y sólo necesitaba liberarse del juez perfeccionista que siempre la ha criticado. Esta tarde dibujar le ha permitido abrirse, dejar ir los prejuicios sobre sí misma que ha cargado desde tiempos inmemoriales.

Le gusta su dibujo aunque le falta el rostro. Necesita el valor para hacerlo. En su infancia se avergonzaba de sus sirenas por sus caras tan feas. Sin importar cuánto se esforzara, nunca le salían bien. A veces vuelve esa sensación de malestar pues dibujar rostros nunca ha sido fácil para ella.  Sabe que éste es un nuevo comienzo, pero necesita hacerlo bien. Teme arruinar su dibujo. No quiere matar a la sirena que tanto esfuerzo le ha costado crear. Tiene las manos resecas y negras. También tiene hambre. Decide hacer una pausa para cobrar fuerzas antes de enfrentarse al reto.

Regresa con la mente en blanco  y comienza a poner los ojos en la cara de su sirena alada. Mientras lo hace se siente libre, ágil e ilusionada, muy ilusionada.  No se detiene hasta terminar.  Mira su creación y se sorprende al verla bonita. Rara vez ha utilizado esa palabra para hablar de sus creaciones e inclusive de sí misma pero su sirena es bonita.  Sí, está desproporcionada y tiene algunos defectos, es imperfecta, pero bonita: su sirena alada le sonríe y eso la llena de esperanza.

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Sirena Alada. Carla Gaona. Enero 2017

Con las manos llenas de polvo, frente a su caballete por fin desempolvado, Naraluna suelta las espinas del pasado y se siente segura. Es una sirena que se zambulle en el cielo y duerme entre las flores, siempre arrullada por sus nobles y leales grillos.

 

 

 

Ansiedad y Luz

•enero 17, 2017 • Deja un comentario

¡Un paso a la vez! ¡Un día a la vez! ¡Hoy es un buen día!  Cada mañana me digo estas frases para ayudarme ha salir del caos en el que he naufragado estos meses…

Todo parecía estar bien conmigo: no me di cuenta cuándo perdí el equilibrio y dejé de escuchar a mi cuerpo, cuándo empecé a zozobrar en el fárrago de mis emociones. Quizá seguiría sin darme cuenta si no me hubiera lastimado la espalda. Una lesión que no era grave se convirtió en un universo de dolor que aumentaba cada día, a pesar del reposo y del tratamiento. Cuando mi condición parecía mejorar, sin causa aparente mi malestar empeoraba.  Mis extremidades se sentían muy pesadas. En las noches el hormigueo que comenzaba en mis piernas se extendía a la nuca. Estaba aterrada y no encontraba alivio. Pasaba las noches casi en vela intentando distraerme con alguna serie que me hiciera reír.

Me volví más aprehensiva y miedosa. La neblina en mi mente me ocultó el camino para sanar.  Desesperada y ya sin tolerancia al dolor, me desmoronaba lentamente. Meditar me daba un poco de paz, pero no era suficiente: estaba demasiado angustiada.

Una mañana de mucho dolor, el acupuntor me dijo algo que no me esperaba: mis síntomas no tenían  que ver con la espalda, estaban relacionados con un trastorno de ansiedad. Me prescribió unas pastillas de pasiflora y valeriana para calmarme. Debía tomarlas cuarenta minutos antes de dormirme.

¿Trastornos de ansiedad? ¿Yo? Mi primera reacción fue rebelarme: él estaba equivocado. Nunca me vi como una persona que pudiera padecer eso. Sí, a lo largo de mi vida he sufrido algunos ataques de pánico, pero ninguno que no se resolviera en un par de días.

Decidí leer sobre el tema. Me identifiqué con lo que  leí.  Además de los hormigueos, la tensión en el cuello, la resequedad en la boca, ojos y cuerpo, el insomnio, los pensamientos aterradores y los escalofríos, también me zumbaban los oídos con frecuencia y sentía que estaba enloqueciendo o que me iba a morir pronto. La mayor parte del tiempo estaba cansada y muy irritable.   Aunque pueda parecer exagerado, saber que no me estaba muriendo y comprender un poco lo que me estaba sucediendo, me ayudó a encontrar un poco de calma.

No supe cuándo ni cómo me llené de pensamientos negativos, de preocupaciones desproporcionadas, de miedo. Tampoco me di cuenta de cuándo me guardé lágrimas, emociones y sentimientos que debía enfrentar.  En ese momento dentro de mí sólo parecía haber pánico, dolor y desconcierto. El hormigueo era una tortura de casi veinticuatro horas y nunca en mi vida me había sentido tan desorientada.

Ansiedad. El peso de esa palabra me agobiaba. Me negaba a verme reflejada en ese espejo. El dolor se hacía presente en mi ser entero. Estaba atrapada en la oscuridad espesa y penetrante de aquella palabra. Me sentía como un insecto adherido a una telaraña. En esas circunstancias, ¿cómo se encuentra la calma?

Aunque no me encantó la idea,  esa noche me tomé la pastilla de pasiflora y valeriana cuarenta minutos antes de irme a dormir. Cuando el hormigueo comenzaba a volverse insoportable, me quedé profundamente dormida. Por fin, después de varias semanas, descansé. Dormí sin despertarme, ni siquiera tuve ganas de ir al baño.

No puedo decir lo mismo de la mañana siguiente. Cuando abrí los ojos, el dolor en mi carne seguía obnubilando mis sentidos. Mi ansiedad era un  gigante frente al cual  me sentía insignificante y aturdida.

Al menos ahora conocía la causa de mi malestar.  Necesitaba poner un alto a mis miedos. Empecé a meditar para combatir mi ansiedad.  Elegí la paz en lugar del miedo. Elegí respirar y quedarme quieta. En esos quince minutos estuve tranquila. Al terminar, el dolor había cedido un poco. Me prometí a mí misma que superaría esto, sin importar cuánto tiempo me tomara.

En las mañanas después de hacer mis ejercicios en la alberca, meditaba. Luchaba por reincorporarme a la rutina que tenía.  Buscaba el camino que debía recorrer para sanar. En las noches tomaba la pastilla antes de irme a dormir. Cuando llegaba el hormigueo, respiraba profundamente y concentraba mi atención en otra cosa. Me puse a leer más. Decidí mirar a otro lado: ya había dedicado demasiado tiempo a mi dolor y eso me había alejado de mis seres queridos y del mundo. Fue así como comencé a reconstruirme. Me quité los pants y volví a ponerme faldas. Le puse más atención a mis plantas. Por fin dejé de autocompadecerme. Fue muy duro reconocerme como alguien que padecía trastornos de ansiedad, pero hacerlo fue el primer paso para poder superar esto. Aprendería a sacudirme los miedos. No descansaría hasta lograrlo sin importar qué tan doloroso me resultara hacerlo.

El dolor persistía, pero también iba disminuyendo. Tenía la voluntad para salir adelante pero no sabía cómo desenredar mis emociones.  No lograba ver la salida. Había llegado a un punto en el que analizaba todo, estaba tan concentrada en mi mente que ya no podía tocar mi corazón. Necesitaba atreverme a ver lo que había dentro de mí.  El exceso de análisis me paralizó. Mi miedo al éxito y mi rigidez excesiva (mejor me castigo yo antes de que los demás me castiguen) me llevaron al caos en que me ahogaba.  Ahora debía recomponerme desde la raíz.

Un sábado me desperté agobiada por un hormigueo muy agudo. Estaba desesperada. ¿Por qué no podía sanar?  Hice dos meditaciones para calmarme.  Empecé a llorar sin control. Se abrió la llave y todo lo que sentía fluyó libremente. Terminó la meditación pero yo no podía detenerme.  Lloré hasta soltar lo que cargaba, hasta tirar la pared que me impedía avanzar, hasta sacar la cascada de llanto que vivía en mí no sé desde cuándo. Luego llegó la paz anhelada.  Empecé a controlar mi respiración y con humildad le pedí ayuda a Dios para sanar. Me quedé quieta, atenta al sonido de mi respiración.  Cesó la lluvia en mi interior y el hormigueo había disminuido notablemente. A partir de ese momento, vinieron días mejores.  Me puse metas pequeñas y dejé de presionarme con expectativas exageradas. Dejé de poner fecha a todo lo que me proponía hacer: un paso a la vez, un día a la vez.

Volví a hacer ejercicio para fortalecer mi cuerpo debilitado. No más encierro ni reposo.  Después de casi dos semanas de tomar la pastilla todas las noches, logré dejarla. El hormigueo ya no me da pánico. A partir de ese momento, cuando empiezo a sentirlo cierro los ojos y pongo mi mente en blanco, cuento  muy despacio del noventa y nueve al cero,  con paciencia el sueño profundo llega.

Voy derrumbando los bloqueos que me impiden sanar. Reprogramo mi mente (más pensamientos positivos, menos pensamientos negativos) y abro mi corazón. Ya no reprimo mi llanto ni me avergüenza mi excesiva sensibilidad. Ya no me veo como un insecto adherido a una telaraña ni soy prisionera de mis miedos. Estoy aprendiendo a perdonarme: mis errores no me convierten en una mala persona. Me he sobreexigido porque he vivido demasiado consciente de mi lado oscuro. Me reclamo mis errores pero rara vez celebro mis aciertos. Me obligo a mejorar pero me trato con dureza cuando fallo. Creí que ya había superado eso, pero tuve que quebrarme para comenzar a hacerlo.

Un paso a la vez y ahora ya camino sin dolor (sólo me duele en días de mucha ansiedad). Mis piernas me sostienen mejor. Con disciplina y constancia me estoy rehabilitando. Me emociona mucho saber que pronto volveré a correr pero no tengo prisa: un día a la vez.

Ahora sí avanzo en el camino correcto. Lloro cuando lo necesito. Si no me siento bien, no lo oculto. Voy reconociendo mis miedos y lucho por transformarlos en luz. Cada día soy un poco más flexible conmigo misma.

Hoy como nunca me identifico con mis plantas. A pesar del invierno, de la hierba mala, de las necias y abundantes plagas que las invaden, de mi silencio, se mantienen de pie, decididas a sobrevivir.  Como ellas, yo tampoco me rindo. Yo también me sobrepondré.

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Mis flores

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Mis flores

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Mis flores

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Mis flores

Confío en Dios, en el amor y también en mí. No sé cuánto tiempo me tome sanar, dejar atrás los trastornos de ansiedad y  ataques de pánico, pero tengo la certeza de que voy a lograrlo. El amor no nos abandona cuando caemos, es la mano que nos ayuda a levantarnos. No estoy sola, mi familia, amigos y maestros me acompañan en esta lucha. Agradezco esta enorme red de apoyo que me salva del abismo. Es menos duro enfrentarme a mis demonios sabiendo que ellos están conmigo.

Hay más luz que oscuridad dentro de mí. Elijo al amor por encima del miedo. Elijo la paz por encima del dolor.

Cuando siento que pierdo el control y regresa el hormigueo, hago una pausa y respiro despacio una y otra vez; recuerdo que la vida es un gran regalo y celebro mis pequeños logros; acaricio mis plantas y me lleno de cielo.

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Acaricio mis plantas y me lleno de cielo.

Un paso a la vez. Un día a la vez. Estoy bien. Yo soy más fuerte que mis miedos.

No hubo Grinch en esta Navidad

•enero 10, 2017 • Deja un comentario

Por décadas odié la Navidad: apenas el año pasado me di cuenta de que no era tan Grinch como yo pensaba.

Esta vez decidí llenarme de Navidad sin reservas.

Me mantuve lejos del materialismo/consumismo, de los intercambios de regalos y de los abrazos obligados. Me quedé con las luces de colores, el olor a pino, las tardes melancólicas, las ilusiones y, sobre todo,  con la celebración del amor, del nacimiento de la vida. ¿Y por qué no? También me atreví a quedarme con la magia inherente a esta época, esa intangible fuerza que me abrazaba en las Navidades de mi infancia. Tuve fe en que sería un mes especial que vendría acompañado de regalos.

En el pasado fui Grinch porque me dejé llevar por los recuerdos dolorosos, porque no soporto la mercadotecnia ni los compromisos ni la alegría fingida de esta época. Nunca me agradó que se me acercaran personas que suelen ser hostiles durante el año pero que se vuelven dulces y amorosas solamente en estos días. Por concentrarme en eso, me perdí de momentos importantes, quizá únicos, como la emoción de mis adolescentes al poner el árbol y decorar la casa.

Me propuse que este año la Navidad fuera diferente y comencé por decorar la casa el primer fin de semana de diciembre. La emoción de comprar el árbol con mi familia, de llenarlo de luces de colores, de ponerle esferas me ayudó a desconectarme de mi ansiedad y dolor físico.  Pusimos el nacimiento y los demás adornos de la casa. Escuchamos villancicos en todo el proceso. Canté conmovida y escondí la lágrima que se me escapó con Adeste Fideles. Escuchar villancicos fue reconciliarme conmigo misma, con la niña que los amaba.

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Árbol de Navidad

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Nuestro Árbol de Navidad

Rebeca y yo pasamos una tarde entera haciendo guirnaldas de palomitas para ponerlas en el árbol igual que mi abuelita. Mientras lo hacíamos, puse una comedia romántica navideña, la primera de este año y también la primera película navideña que veía en décadas (con excepción de Scrooge y del Grinch). No nos encantó, pero fue una tarde feliz.  Las palomitas le dieron mucha vida al árbol. Mis adolescentes estaban emocionadas y sorprendidas. Yo no podía dejar de sonreír.

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Nuestro árbol con las guirnaldas de palomitas

A diferencia de los años anteriores, esta vez sí vi varias películas navideñas. Me di la oportunidad no sólo de ser terriblemente cursi sino también de disfrutarlo. Ese mundo rosa dibujado en esas películas me ayudó a alejarme de mi ansiedad y a salir del círculo de dolor en el que había estado girando.

No me imagino un diciembre sin galletas ni dulces. Nada como un buen postre para calmar el frío, para atenuar la melancolía de las tardes decembrinas, para consentir a mis seres queridos y, claro, también a mí…

Hace tres años empecé  con la tradición de hacer galletas de jengibre para esta época. El año pasado dudé en hacerlas pero cambié de opinión cuando me habló mi sobrino (en ese entonces estaba por cumplir 6 años) para decirme que estaba esperando que hiciéramos juntos las galletas. Le encanta ayudarme. Así que hace un año las hice por él y éste año no dudé en llamarlo para que me ayudara de nuevo. Rebeca, mi sobrino y yo pasamos la tarde acomodando la masa en los moldes. Las galletas de jengibre son mis favoritas, me sentí la dueña del mundo cuando aprendí a hacerlas. A mi abuelita le quedaban deliciosas.  Ahora, por primera vez decidí decorarlas, pude hacer el betún gracias  a la receta que me dio de una amiga de la universidad. Pasé una buena parte de la noche pintando mis galletas y fue una buena terapia.  Separé algunas galletas para regalarlas y el resto nos las comimos todas. Casi todo lo que tiene jengibre me resulta irresistible.

Hice más galletas para el día de Nochebuena. Esta vez compré moldes más grandes de muñecos de jengibre. Mis adolescentes y yo nos entretuvimos poniendo la masa en el los moldes y una vez que las sacamos del horno, junto con mis primos que acababan de llegar de Cancún, nos pusimos a decorarlas.  Fue una original manera de convivir, de reír, de disfrutar la tarde en vísperas de la Nochebuena. Decorarlas fue crear: cada galleta lucía diferente. Pude jugar con los colores y fue una manera de calmar mi necesidad de dibujar (en el 2016 prácticamente no toqué mis lápices ni pinturas).

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Galletas de Jengibre Decoradas

Como cada año (excepto el año pasado), también hice ponche. El aroma del piloncillo con las demás frutas en el agua después de un rato en el fuego, me recuerda al ponche de Emi, quien vivía con mi abuela materna y quien todos los años nos lo preparaba con mucha ilusión.  Ése ha sido hasta ahora el ponche más rico que he probado y confío en que algún día logre hacerlo tan rico como el de ella.  Con ese ponche recibí a mis tíos cuando llegaron de Obregón y Cancún a  la casa. También preparé ponche para la cena de Nochebuena que celebramos en la casa.

Uno de esos días preparé strudel de manzana (el favorito de mi marido) y trozos de chocolate (chocolate bark) de una receta que encontré en internet.  Aprendí lo peligroso que resulta mezclar pretzels, chocolate oscuro y caramelo: es una combinación exquisita y, por lo tanto,  adictiva. ¡Era imposible comer sólo uno!

Para Nochebuena mi mamá preparó su insuperable ensoletado. A mis hermanos y a mí nos encanta. Siempre le pedimos que nos lo haga en Navidad y siempre se acaba.

Preparé mis famosos blondies, los favoritos de Inés, para la cena de Año Nuevo y mis adolescentes con su tío preparando trufas con brandy.

Diciembre delicioso y agridulce, tus postres alegraron mi nostalgia…

Quizá no tuve la energía para tirar la casa por la ventana este año, para hacer todos los adornos que deseaba, para terminar mi colcha de cuadritos pero eso no me impidió celebrar mucho, disfrutar y llenarme de ilusiones con la Navidad este año.

Diciembre me llenó de luz: comencé a sentirme bien de nuevo. Estaba sanando, ya podía moverme sin dolor. Mis días estuvieron colmados de regalos. ¡Vinieron de visita mis tíos de Obregón! Paseamos por Coyoacán y platicamos todo el tiempo.  Ellos me ayudaron a encontrar la paz que me faltaba.

No fue la única visita que recibimos: vinieron mis queridos amigos de Pittsburgh.  A pesar de las fechas tan complicadas, pudimos reunirnos para ver la nueva película de Star Wars en el cine y después pasear por Coyoacán. También pudimos pasear por el Centro Histórico de la Ciudad y ver películas en mi casa. Fue más de lo que esperaba. ¡No creí que vendrían este año! Me emocioné mucho y me hizo mucho bien su visita.

Y después, ¡tuvimos casa llena para Navidad!  ¡Mis tíos y primos de Cancún vinieron a pasar la Navidad y Año Nuevo con nosotros! ¡No me la creí hasta que llegaron!  Desde que nos dijeron que vendrían contábamos los días para verlos. Me sentí llena de amor y alegría. Mi sobrino de casi siete años estaba encantado con sus tíos, quería salir con ellos todos los días. Recorrimos la ciudad juntos. Paseamos por Coyoacán, fuimos al Museo Soumaya, al Museo de Arte Popular (donde yo siempre soy feliz con los alebrijes), al Museo de San Ildefonso, paseamos por el Zócalo y vimos la nieve caer en la Calle de Madero. Valió la pena esperar, valió la pena tener paciencia (había muchísima gente) sólo por ver la cara de felicidad de mi sobrino, por escuchar los villancicos mientras diminutos copos de nieve nos humedecían la cara. No podíamos parar de reír, gritar, celebrar. Fue una experiencia efímera pero extraordinaria.

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Coyoacán

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Coyoacán

 

Caminamos, caminamos y no sentí dolor ni un sólo instante.  Reímos, celebramos, compartimos y también aprendimos.  Recibimos juntos al Año Nuevo con entusiasmo y muchos planes. Después, el dolor de la despedida fue inevitable, pero me quedé muy agradecida por esos días tan felices, tan llenos de familia y amistad, tan llenos de amor.

Diciembre de colores y vientos melancólicos, de sol ardiente y sombra helada, de nostalgia pero también de esperanza.  Diciembre para recobrar mis fuerzas y ponerme de pie. Diciembre, inefable diciembre en el que lloré como nunca. Aprendí a soltar las lágrimas que guardaba y a mirarme desde adentro para sanar desde la raíz. Me emocioné como no pensé que podría volver a hacerlo.  Me volví cursi y soñé sin reprimirme. Esta vez mi Navidad se llenó de rosa como en las películas.

Ahora, renovada y fuerte, toca volver a guardar la Navidad en su respectiva caja.  Adiós a las luces de colores, al aroma a pino, a las hileras de palomitas.

Podré guardar la Navidad, pero nunca el Amor ni tampoco la Esperanza. ¡Muy Feliz Año 2017 para ustedes!

 

Yo mujer.

•diciembre 8, 2016 • Deja un comentario

Tengo trece años y la cara llena de acné. A menudo me sangran los labios debido a los medicamentos que me recetó el dermatólogo. Odio verme al espejo. La mayor parte del tiempo sólo deseo ser invisible. Mi mamá me contó su historia con el acné, también el suyo fue muy severo y le afectaba tanto que lo cubría con capas de maquillaje. Me dijo que eso sólo empeoró la situación.  No puedo imaginarme lo mucho que sufrió por eso. Me dieron ganas de abrazarla.  Para mí es diferente: yo odio el maquillaje. Nunca lo he visto como una opción para nada.  Siento que si lo usara, sería como ponerme una máscara que ocultaría mi verdadera personalidad. Si alguien me va a querer, espero que sea por mí, por lo que soy y no por mi horrible apariencia.

Casi no tengo amigas ni tampoco amigos. Mi confidente es este cuaderno que nunca me juzga ni me critica.  Estoy acostumbrada al rechazo, cuando estaba en primaria nadie quería jugar conmigo al amigo secreto porque nadie quería regalarme nada.  A nadie le gusta cómo me visto ni entienden que prefiera leer un libro a hablar de ropa, zapatos o de quienes son los galanes en la escuela. Estoy harta de la moda, de que quieran decirme cómo vestirme, qué zapatos ponerme, cómo peinarme. Cuando no se burlan de mi ropa, se burlan de mis poemas.  En los recreos a veces me voy a la biblioteca a leer mis libros, sólo ahí estoy en paz. Cuando me preguntan que quiero ser de grande lo primero que me viene a la mente es ser escritora, pero me aterra la idea de que alguien lea lo que escribo.  No quiero que nunca nadie descubra mis palabras.  Casi siempre escribo cuando me siento triste. Últimamente también escribo cartas al amigo que me gustaría tener.  Ojalá existiera alguien que me quisiera a pesar de mi acné y timidez, de mi apariencia tan desagradable.

No sueño con casarme ni nada de eso. Cuando sea grande me gustaría vivir en una pequeña cabaña en la cima de una montaña, aislada del mundo y rodeada de naturaleza, eso sí, con mis cuaderno y mis libros.

¡Soy y seré siempre un ser solitario!

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Ya cumplí catorce años y sigo teniendo acné. A veces me dejo el pelo en la cara, despeinado, para que nadie pueda verme.  Ayer me enteré que quien me gusta dijo que no me haga ilusiones, que ni sueñe, que estoy demasiado fea como para que se me acerque. Me fui al baño a llorar. Mis amigas me dijeron que me van a arreglar y maquillar para que me vea guapísima y lo conquiste. Al principio, muy tonta yo, me emocionó la idea. Después me cayó el veinte y no, yo no quiero que nadie se enamore de mi estúpido maquillaje. No, no quiero fingir para llamar la atención de alguien.

¡Ya estoy harta de que quieran transformarme! ¡Ya no soporto que me digan que si no me maquillo nadie va a quererme! Cuando me dicen eso quiero gritarles que  entonces nadie me quiera.  ¡Entonces que nadie me quiera! ¡Déjenme en paz! ¡Ya déjenme en paz!  ¿Por qué quieren obligarme a cambiar? ¿Por qué no pueden quererme como soy?  Hoy sé que siempre estaré sola.

Hace tiempo que dejé de sonreír, no soporto que los demás sepan cómo me siento. Por eso siempre estoy seria. Es más difícil que me hagan daño si no saben lo que pasa por mi cabeza. Hace mucho tiempo erigí un muro para que nadie me lastime. Es la única manera que conozco para defenderme.

No soy una persona agradable. La mayoría del tiempo no me soporto ni yo misma. Creo que los demás tienen razón: soy fea, tonta y ridícula.  No puedo separarme de mis libros ni de mi pluma y ya acepté que nunca va a interesarme la moda. Tampoco me interesa ser bonita: me molesta que juzguen a las personas por su apariencia, en especial a las mujeres. La belleza está dentro de la persona no afuera.

A pesar de todo, no soy tan mala. Si alguien pudiera ver más allá de mi acné, de mis dientes chuecos, de mi figura esquelética. ¿Por qué me tienen que llamar popotitos, flaca fea y otros apodos desagradables?

Tengo pocas amigas pero sinceras. A veces nos juntamos a leer poesía y a escribir poemas juntas.  Me da tanto miedo caerles mal, equivocarme que me esfuerzo mucho por ayudarles todo el tiempo. A veces mis defectos me ganan y echo todo a perder. Entonces me pongo muy triste, pero me alegro mucho cuando me hablan y noto que todo está bien. Ya no me siento tan sola.

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Hoy perdí a una amiga. Todo comenzó porque fuimos a una fiesta, nos invitó la prima de mi amiga, es mayor que nosotras, que sólo tenemos quince años. Bueno, yo ya casi cumplo dieciséis. Nos sentamos en una mesa con varias personas.  El tipo que estaba sentado al lado de mí, empezó a hablarme. A pesar de mi timidez, me esforzaba en contestarle.  De pronto me abrazó e intentó besarme. Reaccioné rápido, no sé cómo  pero logré quitármelo de encima. Todos me vieron feo, como si hubiera hecho algo terriblemente malo. Ni siquiera mi amiga se puso de mi lado. ¿Qué les pasa? No era mi obligación besarlo. Después de eso, nadie quiso estar conmigo en la fiesta. Me la pasé sola y en silencio el resto del tiempo. Me siento mal. Estoy harta. Odio las fiestas, odio todo.  Quiero estar sola. No quiero convivir con nadie. No quiero nada. ¿Por qué hay hombres que se sienten con el derecho de hacer lo que se les antoje sólo porque le hablan bonito a las mujeres? Odio que me hablen bonito. Odio que mencionen mi apariencia (ya sea para bien o para mal). Odio que me hablen. Sí, eso: a mí mejor que ni me hablen.  Voy a defenderme siempre aunque nunca más nadie quiera acercarse, aunque me duela, aunque me den ganas de morirme.

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Soy un desastre. No soporto los colores pastel ni las faldas cortas con la excepción de mi falda escocesa que me gusta usar con mallones negros y mis botas de minero (así las llama mi papá).  También me gusta usar jeans de hombre y camisas de franela. Ya tengo diecisiete años y odio más que nunca el maquillaje, la ropa de marca y la moda.  Me acabo de cortar el pelo, tengo brackets  y mi peor enemigo es el espejo. Tengo buenos amigos en la prepa pero me la paso enojada la mayor parte del tiempo. No me gustan las fiestas, los bares ni tampoco estar rodeada de mucha gente. Sigo siendo la introvertida que vive con su pluma en la mano. No dejo a casi nadie leer lo que escribo. Sólo escribo para sobrevivir.

Cada día soy más rebelde. No me gustan los prejuicios ni acepto el papel de la mujer en esta sociedad todavía machista. Me molestan porque no me interesa casarme, porque no tengo novio, porque no me arreglo para verme bonita y porque odio tener admiradores. No soy delicada en mis movimientos ni tampoco coqueta. Estoy harta de que mis amigas giren alrededor de los hombres y necesiten su atención para sentirse bien. Quienes tienen novio, a veces me miran con compasión o desdén. Me siento más sola que nunca.

No espero encontrar el amor: soy demasiado rara, rebelde y fea. Lloro con la canción de Juan Gabriel (Yo no nací para amar), siento que es para mí.  No sé lo que es un beso y no sé si algún día lo sabré.  A veces creo que es el precio que tengo que pagar por ser yo misma, por defender mi personalidad. No deseo un príncipe azul que me rescate. Me gustaría que alguien me quisiera a mí con mis cualidades y mis millones de defectos.

Lloro mientras escribo en este cuaderno. Ojalá nunca nadie vea las tonterías que escribo.  Últimamente me apasiona leer novelas románticas para vivir a través de ellas el amor que no llegará a mi vida.

Sigo siendo y siempre seré un ser solitario.

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Todavía no conozco el amor y  me pregunto si quiero conocerlo.  Me gusta la universidad, disfruto mucho lo que estudio. No me alegró cumplir veinte años. La realidad es que no me gusta crecer. No le dije a nadie que era mi cumpleaños y fue un alivio que casi nadie me felicitara. No importa qué edad tenga, siempre hay alguien dispuesto a presionarme. ¿Cuándo las personas dejarán de buscarme pareja, de presentarme amigos? Pareciera que el hecho de no tener pareja me condena a la infelicidad. También se ríen de mí porque soy virgen. ¿Por qué no me dejan tranquila? No voy a cambiar por nadie. También me han preguntado si soy lesbiana. ¿Qué les importa? ¿Por qué tienen que juzgarme? ¿Por qué hay que ponerle etiquetas a todo?  Si no pueden aceptar mis decisiones, exijo que las respeten.

No me gusta que me digan qué hacer ni tampoco que me miren con lástima. A estas alturas ya deberían tener claro que no voy a usar zapatos de tacón nunca.  Yo creía que a los veinte años uno ya era grande… pero me siento chiquita. No tengo ni la menor idea de qué quiero hacer con mi vida. Me resulta tan indeseable como imposible cumplir con las expectativas de una sociedad que valora a la mujer por su apariencia.  No me interesa complacer a nadie y últimamente pienso mucho en esa hermosa cabaña en la cima de una montaña donde no tenga que convivir con nadie, nunca.

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¡No puedo creer que ya tengo veintiséis años! Amo y soy amada, o al menos eso creo. Estoy muy cansada. Iba a cumplir veintitrés cuando conocí a mi novio. Al comienzo de nuestra relación no reconocía el rostro tan sonriente que me miraba al otro lado del espejo.  Me fui de viaje a las nubes y desde entonces no he logrado poner los pies en la tierra. Si de escribir se trataba, sólo pensaba en llenar la hoja de miel, besos, caricias y locuras. Al parecer había encontrado a alguien que era capaz de ver mis cualidades. Canté, bailé y me sentí inmensa. Había descubierto la fuerza que envuelve a una persona cuando es correspondida. Me creía todopoderosa y  todo me hacía  feliz.

Todavía cuento las horas para verlo y nunca quiero despedirme de él, pero siempre tengo miedo de fallar, de no ser suficiente, de perderlo. Necesito ser mejor para que me admire. Necesito esforzarme más para que me siga queriendo…

Ya no me río estruendosamente ni tampoco expreso mis ideas porque sé que no le gusta que lo haga. Mi trabajo no es suficiente para él y mis zapatos son muy feos. A pesar de todo, está conmigo y me considero afortunada.

Ya casi nunca escribo y muy rara vez leo. Mi único deseo es amar y ser amada; sin embargo, eso requiere demasiado esfuerzo y cada día me siento más cansada.  No me di cuenta cuándo dejé de ser una mariposa para volverme una oruga descolorida.  Me sé toda la programación de la televisión y todas las tardes encuentro algo que ver mientras espero su llegada.

A veces en la madrugada cuando me visita el insomnio recuerdo que alguna vez fui rebelde. Espero al amanecer con añoranza, deseando volver a ser aquella mujer fuerte. Para darme ánimos me digo a mí misma que soy amada y que por eso, sólo por eso, vale la pena desdibujarme…

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Fue muy doloroso cumplir treinta años. Tenía muchas expectativas de cómo sería yo al llegar esta década y no me siento ni la mitad de la persona que soñé que sería a esta edad.  Llevo un año luchando por resurgir de las cenizas y ser de nuevo una mariposa. Me hace bien mi soledad y tener la libertad para hacer lo que me gusta. Nunca más volveré a separarme de mi pluma, de mis libros ni de mis metas. Lucho por levantar mi autoestima pero todavía me pesa perdonarme por haber abandonado mis sueños, por haber perdido mi independencia, por haber girado alrededor de un hombre y por haber fallado a mi promesa de que yo nunca sería esa mujer que lo deja todo por amor.  Me dije que nunca me sucedería y aquí estoy, tratando de recomponerme.

Estoy aprendiendo a creer en mí. Mi sensibilidad se desborda. Me lleno de museos, novelas y música. Algunas noches lloro con las canciones y poesías de Leonard Cohen. Quiero atreverme a mostrar al mundo mis palabras, pero todavía no estoy lista y no sé si algún día lo estaré.

No tengo ganas de salir con nadie, me gusta estar soltera y hacer lo que se me antoje. Hay quienes creen que por no tener galán estoy desesperada y dispuesta a hacer lo que sea para cambiar mi situación. Lamento decepcionarlos, estoy bien así. También hay quienes me miran con desconcierto o desaprobación. Siento que me ahogo. Pareciera que la mujer sólo estuviera destinada a casarse y que sin un hombre a su lado su destino será oscuro. Como si una mujer soltera estuviera condenada a vivir triste, a estar incompleta.  ¿Qué les pasa?  No necesito a nadie para sentirme completa y feliz. Las personas deberían dejar de preguntarme si tengo galán o cuándo pienso hacer algo al respecto. Cuando estoy de buen humor, me divierto con sus caras de angustia y se me ocurren varias respuestas para hacerlos sentir incómodos, pero mejor me mantengo en silencio. Otras veces sólo deseo que se callen y me dejen en paz.  Soy yo quién decide como voy a vivir mi vida. A mí manera voy construyendo mi felicidad paso a paso.

¡No volveré a girar alrededor de un hombre! ¡No volveré a girar alrededor de nadie! ¡No volveré a sentirme inferior a nadie! No volveré a sobreesforzarme para mantener viva una relación. Busco mirar mi pasado no como un fracaso sino como aprendizaje: gracias a lo que viví, soy más segura y fuerte.

Hoy tomo la decisión de no minimizarme, de no aceptar tonterías y de darme mi lugar.  A partir de ahora seré mi eje conductor y no estaré sujeta a la voluntad de nadie más. Las únicas expectativas que deben importarme son las mías, las que me llevarán a construir mi felicidad.

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Cada día que pasa me siento más joven y fuerte, llena de energía para lograr lo que me proponga. Tiré la casa por la ventana ahora que cumplí cuarenta. ¡Quién diría que a mí me emocionaría tanto crecer!  Pienso en mi vida, en los retos que he superado, en lo que he aprendido, en lo que he crecido.  No puedo evitar sonreír cuando me miro al espejo: llegar a esta década ha sido un gran regalo.

No sé ni cuántas veces en mi vida repetí que nunca iba a casarme, que el matrimonio no era lo mío. Bien dicen que más rápido cae un hablador que un cojo, me casé hace algunos años con un hombre que me ha enseñado a volar más alto y a ser cada día más libre. Entendí que no todas las relaciones encarcelan. También me quedó claro que amar y ser amada no es un esfuerzo extenuante ni tampoco es necesario (ni aceptable ) sacrificar mi personalidad para lograrlo.  Las mujeres no estamos condenadas a vivir en la sombra de los hombres.  Ambos tenemos luz propia y depende de cada uno de nosotros hacerla brillar. No creo en la inferioridad ni superioridad de ningún sexo, creo en la equidad y por ella siempre lucho.  Es cierto que me caí en el camino pero me levanté, me hice cargo de mis decisiones, me perdoné y regresé a ser la mujer rebelde que se aleja de los prejuicios, estereotipos de belleza y juicios superfluos sobre el valor de las personas. No sufro del estrés o presión generado por la moda. No me quita el sueño si me rechazan, critican o juzgan.

Hace unas semanas me encontré un artículo en internet que especificaba cuál era la ropa adecuada para una mujer de acuerdo con su edad. No pude evitar preguntarme, ¿por qué tenemos esta obsesiva necedad de dictar reglas innecesarias para decirle a los demás cómo vivir?

Ingenuamente creí que al llegar a los cuarenta ya estaría lejos de la presión que la sociedad ejerce o intenta ejercer en las mujeres. Pero me equivoqué. Si antes el tema era el maquillaje, ahora lo son mis canas, las cuales me niego a ocultar.  ¿Por qué a los hombres con canas se les considera atractivos y a las mujeres, viejas?  ¿Por qué los hombres con canas se ven muy bien y las mujeres, descuidadas?  Este es el tipo de cosas que no entiendo y nadie ha podido darme una respuesta satisfactoria.  La verdad no disfruto tener que pintarme el pelo una vez al mes sólo para ocultar el supuesto símbolo de mi vejez.  Me gustan mis canas y no sólo porque brillan, sino porque muchas de ellas son evidencia de muchas batallas importantes (mis primeras canas aparecieron justo después de terminar mi examen para titularme, mis papás rieron cuando las vieron).  Muchas personas se escandalizarían si supieran que sueño con una melena tan blanca y deslumbrante como la nieve. Me encantaría ver sus caras cuando se los dijera, pero no lo haré.  Me quedaré en silencio y seguiré siendo yo, así de loca, así de feliz.

Hace mucho tiempo que guardé todo lo concerniente a la moda y estereotipos de belleza en el recóndito calabozo de las exigencias absurdas de como se supone debe ser una mujer. Cerré la puerta con miles de candados cuyas llaves perdí hace varios ayeres.

¿Cómo se supone que debe ser una mujer? La respuesta para mí es muy clara: libre y feliz.  Libre para ser como ella quiera, feliz para disfrutarlo.

No todas las mujeres desean casarse ni ser madres. Ninguna mujer debería ser juzgada por eso.  Esto es agobiante.

A menudo tengo que luchar arduamente para no ser tratada como una mujer objeto y para no permitir que mis adolescentes se perciban de esa manera.  Me aterra que actúen y/o sean tratadas como mujeres objeto, que pongan sus valores en algo tan superficial como una apariencia.

Me duele la posibilidad de perder la batalla y que la obsesión por tener un cuerpo perfecto sea lo único importante en esta época. Yo no nací para ser bella ni perfecta. La razón de mi existencia no es gustarle a alguien ni sentirme admirada. Tampoco nací para ser esclava de una sociedad que, me da la impresión, considera a las mujeres frívolas y/o tontas.

Soy una mujer rebelde que defiende su libertad a capa y espada. Soy responsable de mi futuro. Prefiero el rechazo por tenerme a mí misma a la aceptación por convertirme en quien no soy ni deseo ser.

Ni bella, ni perfecta: sólo feliz, sólo feliz.

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Remembranzas y una sesión de acupuntura

•noviembre 25, 2016 • Deja un comentario

Un paso a la vez, un poco de viento y una sonrisa que regresa. Esta semana estuve tan concentrada en mi dolor físico que dejé de disfrutar de las pequeñas cosas y permití que el miedo me invadiera. Por primera vez en mucho tiempo sentí la fuerza de mi lado oscuro y tejí telarañas en mis pensamientos. Estaba demasiado agotada para enojarme y demasiado asustada para sanar. Intenté escaparme del dolor con tres días de analgésicos y mi estómago, estoico, aguantó la carga. Por fin entendí a las personas que se refugian en los analgésicos para ahuyentar el dolor. A veces éste es tan insoportable y/o constante que sólo deseamos desaparecerlo lo más rápido y fácil posible.

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Estaba tan consciente del malestar en mi cuerpo que todo lo sentía con mayor intensidad. Siempre he dicho que la mente es muy poderosa y pude comprobarlo una vez más, aunque esta vez no de manera positiva: mi mente me ayudó a aumentar mi malestar y asustarme. Cierto es que me dijeron que mi lesión no era seria – cosa que en el fondo sabía- pero permití que la duda me dominara.

Ayer fui a mi sesión de acupuntura y mientras la corriente eléctrica de las agujas recorría mi espalda (después también de un regaño merecido de mi acupuntor por tener mis pensamientos enfocados sólo en el dolor: ya fuera para encontrar la supuesta causa, razón o para hacerme demasiado consciente de los síntomas) cerré los ojos, empecé a relajarme y conté del noventa y nueve al cero para lograr poner mi mente en blanco. Encontré mi lugar de paz al terminar de contar…

Flotaba en el vientre de mi madre. Podía sentir su gran amor por mí, la ilusión con la cual esperaba mi llegada. La oía cantar como me cantaba durante los primeros años de mi vida. Mi infancia estuvo llena de sus cantos y juegos.  Me vi llorar cuando, en maternal, no me dejaron estar en su salón de clases y me llevaron al salón de otra maestra. «Pin Pon es un muñeco muy grande de cartón, se lava la carita con agua y con jabón…», la dulce voz de mi madre enseñándome esa canción me sacó del trance en el que estaba y mi corazón se puso alegre. Mi mamá protegiéndome y a la vez lanzándome a la vida. Mi mamá riendo, cantando, jugando, haciéndonos bromas a mis hermanos y a mí, mi mamá sonriendo…

Después escuché el sonido de las olas en la playa y la voz de mi papá enseñándonos a mis hermanos y a mí cómo evitar que las olas nos arrastraran -teníamos que sumergirnos justo antes de que llegaran a donde estábamos nosotros-.  Nos vi riendo y disfrutando de ese juego que mi papá inventó.  También en el mar, con los pies llenos de arena y el sol enrojeciéndonos el rostro, en una de nuestras tantas caminatas de un extremo al otro de la playa, mi papá y yo tuvimos nuestra primera plática existencialista. Me dijo que de lo único que podíamos tener certeza en la vida es la muerte.  Sus palabras no me dieron miedo, al contrario, me enseñaron a apreciar cada momento que compartimos.  Vi el cielo de ese día y me volví a sentir pequeña y feliz como en ese entonces. Mi padre sonreía. Esa sólo fue una de las tantas pláticas filosóficas que hemos tenido. Mi papá  retándome, obligándome a extender mi visión del mundo, jugando videojuegos con nosotros, mi papá caminando conmigo, enseñándome a amar las música como él y a tomar fotografías de los momentos importantes, mi papá dándome la mano…

Las agujas seguían acariciando mi espalda. La relajación que me invadía era casi increíble. Mi viaje no había terminado: los recuerdos seguían llegando, alejaban el dolor y abrían camino a la alegría…Tenía cuatro años y viajábamos en lancha de San Blas a Islas Isabeles.  Al lado de nosotros, nadaban los delfines. Yo los veía fascinada, convencida de que la vida estaba llena de magia. Desde entonces son mis animales favoritos.  Para nadar en el mar de esa isla, había que hacerlo con los tenis puestos porque había piedras que podrían lastimarnos los pies.  Me encantaba mojarme con los tenis puestos y escuchar las historias que me contaba mi papá sobre los tiburones. En esa misma playa vi muchas ballenas a lo lejos… y volví a ser una sirena.  Mi viaje al pasado me ayudó a sentirme entera, motivada, con la energía y capacidad para salir adelante…

Las agujas seguían haciendo su trabajo pero estar en la misma posición comenzaba a cansarme. Todavía me faltaban alrededor de veinte minutos para terminar, pero yo ya quería moverme. Tomé aire y busqué concentrarme en la sensación de bienestar que tenía desde que comenzó la sesión de acupuntura.  Para ayudarme, mi esposo me dio su opinión acerca del libro que acababa de leer -yo ya lo había leído-: El Huésped de Guadalupe Nettel. Le gustó mucho la novela y también a él le impactó el final inesperado.  Recordé a la Cosa (uno de los personajes) y pensé en el triste fin que podríamos tener si permitimos que nuestros demonios nos ganen la batalla.  Decidí que no permitiría a los míos ganarla. Llegó la hora  de despedirme de mi lado oscuro.

Hablando de literatura pasó más rápido el tiempo. No dejo de preguntarme, ¿qué sería de mi vida sin los libros?  No puedo imaginar vivir sin los mundos que los libros me han descubierto, sin los personajes que le han dado sentido a mi vida, sin las historias que me acompañaron en mi adolescencia solitaria.

Las agujas seguían moviéndose y yo comenzaba a desesperarme. Entonces mi esposo me contó anécdotas de sus tías de Zaragoza, Coahuila. Mientras lo escuchaba me di cuenta del peso que tienen las anécdotas en cada uno de nosotros. Las anécdotas son los cuadros que conforman la colcha de nuestra vida. Con ellas reímos, aprendemos, nos encontramos y reencontramos…

El sonido de la alarma interrumpió  mis pensamientos. Por fin pasaron los cuarenta minutos y apenas me quitaran las agujas podría cambiar de posición. Una sola palabra me vino a la mente: alivio.

Antes de terminar la sesión, recibí un masaje de acomodo; fue un poco doloroso pero muy liberador.  Mi acupuntor me conoce y sabe cómo ayudarme a sanar. Una de las cosas que me dijo fue que soy muy renuente al cambio y eso se refleja en la manera de reaccionar de mi organismo.  Me gustaría decir que no tiene razón, pero acertó.  Me es muy difícil aceptar y adaptarme a los cambios.  Ahora debo trabajar en cambiar esa renuencia al cambio.

Me sentí mucho mejor después de la sesión.  Las agujas me ayudaron con mi cuerpo y ese breve viaje al pasado me ayudo a sanar mi mente. Una vez más me lo repito: debo concentrarme en la luz, en el amor, en los pequeños milagros de la vida  y alejar de mí al miedo.  Llevo semanas luchando por sanar y cuando creo que ya estoy del otro lado, recaigo. Afortunadamente con cada caída he aprendido algo y tengo una cosa muy clara: ya no voy a acelerarme.

 

Un paso a la vez. Un café bien negro y muy caliente. Una mañana de música alegre. Dos pares de calcetines, una sudadera, un suéter y una chamarra. Un paso a la vez y un día para imaginar que bailo mis canciones favoritas.

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Café negro

La crisis curativa no duele tanto. Desde ayer los analgésicos duermen en el cajón del olvido. Hoy es un buen día y presiento que mañana también lo será.

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Hoy es un buen día.

Un paso a la vez y  ahora empiezo a tejer un cuadro radiante para agregarlo a la colcha de mi vida.

 

La palabra de hoy es: GRACIAS

•noviembre 16, 2016 • Deja un comentario

Una vez más desperté y sentí el frío de estas mañanas. El viento sabe a invierno; y las tardes oscuras, a melancolía, esa agridulce melancolía que precede a la Navidad.

Mientras el cielo permanece escondido y la blancura de las nubes me deslumbra, me siento agradecida y sonrío.

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Así el día hoy.

Estoy aquí, sentada, jugando a deslizar mi pluma en la las frágiles hojas de este cuaderno mientras escucho la voz aguardientosa de Leonard Cohen. Su música siempre llenará mi vida.  No pienso en su muerte, celebro su legado, su sensibilidad, su talento. Su poesía me acompaña en este día de agradecimiento.

Disfruto como mi mano se mueve sin dolor y mis piernas me permiten caminar con ligereza. Mi espalda va sanando: cada vez que me muevo siento que vuelo. Cada paso, para mí, es un sueño que se realiza; por eso la palabra de hoy es agradecimiento.

Mientras mi espalda se quejaba en esas noches dolorosas con mi cuerpo lleno de hormigas y mi pensamiento plagado de ideas tenebrosas, yo me buscaba los nudos que necesitaba deshacer para alcanzar el alivio.  Fue así como aprendí a agradecer cada movimiento que mi cuerpo realizaba por más pequeño que éste fuera y también a tomar las cosas con más calma, a no acelerarme ni presionarme tanto.  Sin embargo, lo que más trabajo me costó  fue saber escuchar a mi cuerpo y apreciar los logros que cada día tenemos. Gracias a eso,  por primera vez pude decirme a mí misma: «mi cuerpo es perfecto y maravilloso». Decirlo me liberó de una enorme carga y me permitió ver más allá de mi dolor físico y del miedo.

Ahora estoy aquí, despidiéndome del pájaro herido que era y preparando mis alas para elevarme de nuevo.  Ya no tengo prisa ni ansiedad. Con la misma paciencia que me permite tejer una colcha, me permito ahora sanar sin prisa alguna.

Mi reposo terminó y agradezco cada minuto de libertad para moverme ya casi sin dolor. Ayer  sentí  por primera vez en más de un mes la ligereza de mis pasos. Pude caminar sin malestar ni hormigueo en las piernas.  Estaba tan sorprendida que no pude contener mi emoción ni tampoco las lágrimas. Abracé a mi marido y dije gracias.

La palabra de hoy es GRACIAS.

Gracias porque pude ver  la súper luna la noche del domingo.

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Súper Luna 13 Noviembre 2016

Gracias por la lluvia en mis flores.

Gracias por más días para disfrutar del cempasúchil.

Gracias por mi cuerpo y el alivio que llega.

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Gracias por mi cuerpo y el alivio que llega

Gracias por el amor, la luz y la esperanza.

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Gracias

Gracias por los sueños que nunca me abandonan.

Gracias por esta helada mañana y la oportunidad de disfrutar este nuevo día.

La palabra de mi hoy será agradecimiento.

 

 

Alebrijes y Día de Muertos

•noviembre 8, 2016 • Deja un comentario

Muchos cuentan los días para la Navidad, su festividad favorita en el año; yo cuento los días para el Día de Muertos, para llenar la casa de cempasúchil, poner mi ofrenda y visitar las ofrendas que se realizan en la ciudad.  Siempre me ha gustado esa fecha. De niña coleccionaba calacas y les hacía vestidos con retazos de tela o pedazos de papel de baño. Estaba en la primaria cuando escribí calaveritas para mi familia paterna, se las di en una comida familiar. A mis hermanos y a mí nos encantaba comer calaveritas de azúcar  y mi mamá siempre nos las compraba. Me encantaba la ofrenda que cada año se ponía en mi escuela.

Con el pasar de los años me enamoré del colorido papel picado (todavía me falta aprender a hacerlo), del Pan de Muerto y del cempasúchil (junto con las rosas son mis flores favoritas).  Pero, por sobre todas las cosas, lo que más disfruto es conmemorar a los muertos con alegría, con chistes, con  una sonrisa y sin miedo. Las ofrendas para nuestros muertos están llenas de luz, de colores vivos, de comida rica y muchos dulces, de pan de muerto y bebidas. La muerte es parte de la vida, la una no existe sin la otra y en ese día convivimos con ella sin solemnidad, oscuridad, ni temor. Ojalá la muerte, para nosotros, fuera siempre así en lugar de un abismo negro que nos aterra.   Me emociona sentirme más cerca de los seres queridos que ya no están aquí, conmigo.

Poner una ofrenda nos incita a ser creativos y muchas ofrendas son una verdadera obra de arte. Me parece una manera fascinante y muy conmovedora de honrar la memoria de alguien.  Como cada año, puse mi ofrenda en casa. Aunque no me quedó como en otros años y  me faltaron algunas fotos, me sentí bien de haberla puesto.

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Mi ofrenda del Día de Muertos

 

Este año, debido, entre otros motivos, a mi salud (mi espalda sigue recuperándose) no pude visitar tantas ofrendas como en años anteriores; sin embargo, eso no me impidió celebrar este Día de Muertos con  mis seres queridos.

Hace algunos años compré unas revistas para hacer pan de muerto. Me propuse hacer mi propio pan de muerto para estas fechas pero nunca me organizaba para hacerlo. Por fin, este año, pude cumplir ese deseo y aunque no fue sencillo, valió la pena intentarlo. La primera vez que lo hice fue un par de semanas antes del Día de Muertos.  Estaba muy nerviosa y no sabía qué esperar de la masa. Siempre me pongo nerviosa cuando se trata de cocinar con levadura.  Mi primer pan quedó rico pero algo seco y un poquito duro en el exterior. Esto me sucedió porque el  círculo que forma al pan me quedó muy grande. La masa adentro seguía cruda mientras el exterior ya estaba dorándose. Aprendí la lección. La segunda vez que lo hice fue justo para el 2 de Noviembre, Día de Muertos. Esta vez quedó suavecito y un poco húmedo, como debe quedar el pan.  Lo comí con mis seres queridos y fue una velada muy feliz.  Como siempre, se pelearon por comerse los huesitos y la bolita, la  parte más rica del pan. Me sentí feliz. El año próximo el reto será hacerlo de diferentes sabores y que se vea más bonito.

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Preparando la masa para Pan de Muerto

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Justo antes de meterlo al horno

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El Primer Pan de Muerto que Hice

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Listo para Celebrar el Día de Muertos.

Otro deseo que cumplí este año fue el sembrar mi propio cempasúchil.  A finales de junio planté las semillas que obtuve de las flores de mi ofrenda en los años anteriores. A los pocos días salieron unas pequeñas plantitas que fueron creciendo cada día hasta llenarse de botones en octubre. ¡A mediados de octubre mi jardín se llenó de naranja! ¡Logré tener mis cempasúchiles! Aunque son plantas anuales y ya pasó el Día de Muertos, todavía vienen varias flores en camino. Su aroma me hace feliz y las mariposas vienen a visitarlas. La semana pasada pude fotografiar a dos de ellas, una era una increíble mariposa monarca. Me sentí la más afortunada por poder admirarlas. Hoy ya tengo mis semillas listas para la cosecha del año próximo.  Estoy lista para el año que viene, más que lista.

 

 

Este año me quedé un poco desconcertada con la ofrenda de Coyoacán.  Antes decoraban la fuente, se convertía en una gran ofrenda y había varias ofrendas alrededor de ambas plazas.  Desde el año pasado ya no se hace ofrenda en la fuente y sólo se ponen algunas ofrendas en el pasillo cerca de la fuente.  Por supuesto que me gustó la ofrenda dedicada a Juan Gabriel y también la que dedicaron al Chavo del Ocho,  pero esperaba más.  El Kiosco también estaba decorado y les quedó muy bien, pero no fue suficiente para mí. Vi muy pocas Catrinas y sólo me enteré de pocos eventos relacionados con esta fecha. Lo más sobresaliente de Coyoacán este año fue su Feria de Pan de Muerto y Chocolate, en la cual me encontré con más puestos de tamales que de Pan de Muerto.  Eso sí, puedo decir que el Pan de Muerto estaba delicioso, en especial el que estaba relleno de nata. Si no fuera por mi estómago, habría comido más pan; pero no soy buena para digerir las harinas. Este año había demasiada gente: fue como estar en un concierto en el Foro Sol de la estrella más popular del momento. Me estresé con tanta gente y me llevó mucho tiempo poder salir de la plaza y regresar a casa.

 

El Día de Todos los Santos (1 de noviembre), mis adolescentes y yo, muy contentas, nos fuimos a ver la Megaofrenda de la Unam, la cual este año tuvo lugar en la Plaza Santo Domingo en el Centro Histórico. Vamos cada año, pero esta vez mi marido no pudo acompañarnos por motivos de trabajo. Fue nuestra oportunidad de convivir las tres y disfrutar de algo que nos gusta mucho.  LLegando al Zócalo, en la Plaza de la Constitución frente a la Catedral, nos encontramos con una gran cantidad de Trajineras a manera de ofrenda. Mientras caminábamos, nos acompañaban las campanas de la Catedral que repicaban todo el tiempo. Me emocionó mucho oírlas, sentí mucha nostalgia. No recuerdo cuándo fue la última vez que escuché esas campanas, pero tengo la certeza de que fue hace muchos ayeres.

Después de ver las trajineras, nos fuimos a la Plaza Santo Domingo. Esta vez la megaofrenda estaba dedicada al pintor mexicano Rufino Tamayo. Me gustaron los murales, la ofrenda con la Catrina fue una de mis favoritas. Nos encontramos con varias ofrendas muy hermosas y no niego que valió la pena visitar esta ofrenda pero nos desconcertó que fuera tan pequeña. Acostumbradas a la enorme ofrenda que se llevaba a cabo en la UNAM y el año pasado en el Estadio de CU,  la megaofrenda de la Plaza de Santo Domingo nos pareció muy pequeña. Nos tomó muy poco tiempo recorrerla, por lo tanto, decidimos ir a ver los Alebrijes en Reforma.

 

Cada año el Museo de Arte Popular (MAP) organiza un concurso y desfile de alebrijes gigantes. Este año el desfile comenzó en el Zócalo y terminó en la Glorieta del Ángel de la Independencia. No pudimos ir pero afortunadamente los alebrijes se quedaron por varios días en el Paseo de la Reforma, alegrando la calle entre las Glorietas del Ángel de la Independencia y la Diana Cazadora. Fueron pocas estaciones del metro que tomamos para llegar desde el Zócalo.

Amo los alebrijes y por eso me encanta ir al MAP, ahí tienen una sala dedicada a los estos animales raros, especie de demonios nacidos de un sueño de Pedro Linares, su creador.

Los Alebrijes en Reforma medían más de dos metros. Mis adolescentes y yo quedamos fascinadas. Me acabé la pila del celular por tantas fotos que tomé.  Había algunos tiernos, alegres y abrazables.  Otros se veían monstruosos y un poco aterradores. No hubo uno que no me gustara. Todos estaban increíbles, bien hechos y reflejaban el talento, creatividad y arduo trabajo de sus autores. El mundo de los alebrijes  es tan infinito y diverso como las mentes de los seres humanos. Mientras me paseaba por estas calles y observaba maravillada a estas creaturas, sentí ganas de dar vida al alebrije que tengo en la cabeza, aunque no mida dos metros…

Nos tardamos más tiempo en esta exhibición que la megaofrenda y la disfrutamos mucho más.  Espero entusiasmada a que llegue el 30 de noviembre para poder ver la exhibición de alebrijes iluminados en el MAP. Estoy segura de que será increíble.

Al día siguiente visitamos la ofrenda en el Kiosco Morisco de Santa María la Ribera.  ¡Qué increíble ofrenda! Me conquistó desde la entrada con la cruz de flores y el tapete de aserrín. Esa ofrenda tan colorida me hizo sonreír.  Me emocioné con el Catrín y la Catrina de varios metros de altura, la gran cruz de cempasúchil, el Tzompantli, las tumbas con epitafios de humor negro, los tapetes de aserrín y los cuadros hechos de semillas. No había mucha gente y pude tomarme mi tiempo para recorrer esta ofrenda. Fue la primera vez que visité el Kiosco Morisco en esta época del año y definitivamente seguiré haciéndolo en los años venideros.

Me faltó visitar las ofrendas de la  casa del Indio Fernández, del Museo Dolores Olmedo, de San Ángel.  Sueño con regresar a la fabulosa isla de Janitzio y con ver los globos de papel en Milpa Alta. ¡Hay tantas ofrendas que visitar y es tan corto el tiempo que tenemos para hacerlo!

Mis cempasúchiles siguen llenándose de flores y quizá sea un buen momento para hacer un helado de cempasúchil aunque no me quede tan rico como el del Portal del Sabor que tanto disfruto…

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Helado de Cempasúchil El Portal del Sabor

 

Cuidado con las Coladeras

•octubre 27, 2016 • Deja un comentario

Hace un mes,  corriendo un medio maratón por distraerme tropecé con una coladera y caí al suelo. Con la ayuda de corredores muy solidarios pude levantarme y seguir adelante. A pesar de la altimetría compleja,  satisfecha y emocionada logré llegar a la meta. Estaba agotada y me dolían las piernas por el esfuerzo pero había valido la pena. En ese momento no me imaginé que, varios días después,  esa pequeña distracción me llevaría a vivir de nuevo los síntomas causados por una lesión en en la espalda: hormigueo en las piernas, pesadez al caminar, dolor en la espalda baja y también en el nervio ciático del lado izquierdo.  Me caí  y mi espalda sufrió las consecuencias.  Me caí y cayeron también mis planes de correr un maratón en noviembre. Me caí y mi cuerpo me obligó a tomarme un respiro. Me caí y todavía no me levanto de esa caída.

No sólo me afectó no correr sino también me enojó mucho.  Estaba enojada conmigo misma, con mi distracción, con mi circunstancia. Estaba enojada con el dolor, con mi cuerpo, con mi entorno. Aceptarme y amarme incondicionalmente a veces parece una utopía.  Me he obligado a meditar casi todos los días y aunque siempre me ayuda, muchas veces me desagrada pues hay ocasiones en las que enfrentarse con la realidad y apaciguar mis demonios resulta muy doloroso, sobre todo cuando me siento como un pájaro herido cuyas alas no pueden elevarlo.

Hay que tener cuidado con las coladeras y tener la cabeza en lo que uno está haciendo, no fugarse a la luna en situaciones importantes como realizar una actividad física que necesita toda nuestra atención.  Lo más absurdo de mi caída es que me alteró más el hecho de no poder correr ni hacer ejercicio que la atención que me estaba pidiendo mi cuerpo. Para alguien como yo cuya prioridad siempre ha sido la salud, creo que estaba perdiendo el equilibrio y lo que me pasó fue una advertencia: la primera y confío en que también sea la última.

Estoy rota y no me gusta el reposo. Una persona hiperactiva como yo no tiene mucha tolerancia al descanso prolongado pero me caí y me toca asumirlo aunque me negara a hacerlo al principio. Me evadí de la pluma, de la realidad pero no del dolor, ese se queda, se adhiere al cuerpo y  desmotiva.  Los primeros días me quedé en el suelo, durmiendo mucho y en silencio. Pero evadirme nunca será la respuesta si deseo seguir avanzando y a mí nunca me ha gustado estancarme.

En estos largos días de reposo me ha sobrado tiempo para pensar, para observar lo que sucede a mi alrededor, para llorar, para construir o destruir ideas, para superar el enojo.

No es dolorosa la caída, es levantarse lo que duele. Después de seis años de estar bien, he vuelto a usar una faja ortopédica en la espalda y a sentir que el viento me quiebra. No es sólo la caída, también he llevado una carga pesada en mi espalda y necesito soltarla para poder sanar. Últimamente me he convertido en un llanto ambulante…

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Faja ortopédica

Quiero parar la lluvia que riega mi tristeza y me desborda en las noches de insomnio, en la cama enemiga de mi espalda, en las lágrimas de mis seres queridos, en los retos que no hemos sabido resolver, en nuestras autoestimas fracturadas, en las tinieblas que nos impiden encontrar la luz, en las carencias resultados de una economía difícil, en los miedos que nos visitan constantemente…

Me hacen falta mis amigos que viven lejos. En estos días sombríos me pregunto cuándo volveré a verlos, cuándo podré abrazarlos. Me hacen falta y la distancia me pesa, me pesa mucho.

Lloro cuando nadie me ve, cuando nadie me escucha, cuando estoy sola en este reposo obligado. Lloro sin mascaras, ni armaduras. Lloro sin saber cuándo pasará esto. En medio de mi crisis al menos me han dejado de importar los juicios y reclamos de las personas a mi alrededor que creía estaban cerca y he podido ver quienes me ven y aceptan tal cual soy. No es mi meta cumplir con las expectativas que los demás tengan de mí y no pienso obligarme a entrar donde no quepo o donde no soy bienvenida.  En estos días agradezco conmovida los brazos siempre abiertos de quienes me aceptan con mis defectos y malos momentos. Ellas son mi oasis en este agobiante desierto.

Me caí y todavía estoy rota pero también estoy luchando por recomponerme. Me siento desorientada pero también más consciente de mis fortalezas y debilidades. Este descanso obligado me ha servido para escuchar a mi cuerpo, para poner atención a los detalles que antes ignoré, para aprender a tomar las cosas con calma y no avanzar siempre a un ritmo tan acelerado.  No debo concentrarme en mis carencias ni miedos, tampoco en el dolor o desconcierto. En días como hoy necesito motivos para levantarme, sacudirme los temores y sanar.

Me duele la espalda. Me rebelo ante el reposo obligado de estos días y  anhelo desesperadamente salir a caminar sin dolor ni miedo, despacio pero sana, despacio pero sin detenerme.

Ya no voy a llorar cuando vea mis tenis para correr casi nuevos, esos tenis que no he tenido oportunidad de domar todavía. Ya lloré lo que necesitaba. Ya tengo la pluma en mi mano. Ya estuve mucho tiempo en el piso. Sí que me duele levantarme, pero estoy decidida a hacerlo. Aunque tardan, las heridas sanan si les damos la oportunidad de hacerlo, si tenemos paciencia y cuidado.

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Mis tenis nuevos

Cuando la tristeza me domina y la esperanza se me acaba, elevo la mirada al cielo y entre las nubes encuentro sosiego. En esos minutos nada me duele: soy aire libre, mariposa efímera, colibrí en busca de nuevos colores, grillo trovador, hada despierta. Por un instante sonrío y recuerdo que estoy viva.

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«Soy aire libre, mariposa efímera, colibrí en busca de nuevos colores, grillo trovador, hada despierta». CGG

 

Sigo sintiéndome como un pájaro herido pero sanaré y aunque me tarde emprenderé el vuelo de nuevo, lo prometo.

A partir de ahora tendré cuidado con las coladeras, avanzaré concentrada en lo que estoy haciendo y con los pies bien puestos en la tierra en equilibrio con mis anhelos.

 

 

 

 

Hoy no es un día alegre.

•octubre 6, 2016 • Deja un comentario

Unas veces nos sentimos irrompibles; otras nuestra fragilidad nos resulta aterradora.  Suelo comenzar el día con alegría, pero hoy no fue así: amanecí con los ojos húmedos y el dolor esparcido en todo el cuerpo.  Quería quedarme escondida entre las sábanas, sumergida en aquel mundo surrealista que visitamos varias noches al abandonarnos al sueño… pero no lo hice. Salí de mi refugio y comencé mi día como siempre.  Caminé más despacio y sentí alivio al hacer estiramientos en el gimnasio.  Mis amigas me dijeron que me veía más fuerte y recuperada que la semana anterior. Yo les sonreí tratando de no quebrarme. Lloré en la regadera mientras el agua caliente me acariciaba la espalda y me sentí mejor cuando un chorro de agua fría cayó sobre mi cabeza, como si de esa manera se acomodaran un poco mis ideas.  Me obligué a recomponerme mientras me vestía y seguí mi camino.

Me han dicho que soy una persona alegre y entusiasta. Es cierto que me esfuerzo en serlo la mayor parte del tiempo, pero hoy en mí ha predominado la tristeza y el agotamiento. Ya me cansé de mi optimismo, de animar a los que me rodean, de animarme a mí misma.  Ya me cansé de mis interminables esfuerzos para lograr algo. Ya estoy harta de no poder nadar sin consecuencias negativas para mi salud (esta semana no puedo nadar por una infección en el oído).  Ya me cansé de no poder comer dulces sin que se queje mi vientre. Ya me cansé de que me duela la espalda aunque no sea un dolor severo.  Ya me cansé de preocuparme, de reírme, de sonreír, de levantarme, de las palabras de aliento, de mirar el lado amable de las cosas.  Me cansé de rebelarme.  Estoy agotada.

Me han dicho que soy fuerte pero toda la mañana me sentí la más débil y  frágil. Ni siquiera sé cuántos ataques de llanto tuve. Me duelen las piernas, los brazos, los oídos y ahora también la garganta; me duele la espalda, el vientre, levantarme. Me duele la pluma en mi mano, las decenas de hojas que he arrancado. Me duele el dolor.

Me han dicho que soy fuerte pero esta mañana me quebraba en cada paso.  A veces creo que me esfuerzo demasiado y luego me pregunto para qué.  Obnubilada y extenuada me recosté en el sofá y mis ojos se cerraron automáticamente.  Me vi en un lugar extraño, junto a mí estaba sentado un señor vestido de café, parecía un monje. Le pedí ayuda y en ese momento desapareció la imagen: me quedé profundamente dormida.  Me hizo bien un poco de descanso.

No soy de las personas que sucumben al dolor, aquellas que abandonan sus objetivos cuando se encuentran con un obstáculo. Tampoco soy de las que, con tal de lograrlo, se hace daño.  Entre ambas opciones hay un camino y se llama equilibrio. Ese es el camino que busco: no voy a rendirme pero tampoco voy a lastimarme. Mi fragilidad me hace humana; y, mi dolor, consciente.

Algunas veces tengo miedo; y otras, me desespero. En días como éste, me agobian mis preguntas sin respuesta y siento que caigo al vacío. Aunque estoy más tranquila y menos desolada, no deja de afectarme el por qué  me cuesta tanto trabajo hacer lo que me gusta. ¿Por que la mayor parte del tiempo tengo que luchar y luchar para llegar a donde me propongo? Me siento aturdida entre tantas batallas.  A veces sólo quiero disfrutar sin haber tenido que librar una batalla antes. Me gustaría poder comerme una dona sin que después se me inflame el vientre y me duela el estómago. Me gustaría poder nadar sin después sufrir por mi nariz lastimada, garganta irritada u oídos tapados. Me gustaría correr sin lastimarme y escribir sin pelearme con las hojas. Me gustaría que mis plantas crecieran sanas sin tener que pelearme con tantas plagas diferentes.  ¿Cuándo podré comer sin temer una crisis de dolor, nadar sin dañar mi salud, correr sin que nada me detenga, escribir con soltura?

No sé si soy fuerte o no. ¿Me exijo mucho?  En días como éste, me quiebro. El miedo me nubla la vista y el dolor me ciega. Dudo de mis pasos. ¿Me detengo?  Hoy no quiero sonreír ni dar ánimos a nadie. Quiero llorar. Ya me cansé de ser optimista. Quiero gritar. Dormirme. ¡No quiero nada! ¡Nada!

Lo sé: mi fragilidad me hace humana; y mi dolor, consciente.  Recuerdo la armonía que encontré en la meditación hace un par de días. Esa vez flotaba en simbiosis con el aire, vibraba en alegría y paz.  Me siento mal pero no me gusta quedarme en la nada, acongojada e inmóvil, adolorida e inactiva, suspendida en un mundo sin anhelos. Asumo mis fortalezas y también mis debilidades.  Busco alejarme de mis telarañas y escucho a mi cuerpo. Me relajo. Asumo mi dolor sin excesos ni expectativas extremas. Asumo mi dolor sin enojos ni resentimiento. Me miro con honestidad y respeto, con tolerancia y amor. Me comprometo a sanar para lograr ser fuerte como me han dicho que soy y como tanto anhelo serlo ahora.

Respiro. Creo en mí. Respiro. Me visualizo en el camino que me he trazado. Respiro. No más dudas ni excusas para huir. Respiro. Si me quiebro, me reconstruyo. Respiro. Si me caigo, me levanto.

Hoy sólo necesito hacer una pausa, darle a mi cuerpo el tiempo que necesita para recuperarse y sentirme en paz con eso. Me toca aprender a disfrutar mi reposo.

Esta noche visito mis plantas y mientras las riego, despacio mi sonrisa regresa. En mi jardín florecen los cempasúchiles y los grillos están cantando…

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Mis Cempasúchiles

Todo va a estar bien. Vamos, hay mucho camino por delante.

 

 

Cuatro décadas y el adiós a una enemiga.

•septiembre 22, 2016 • Deja un comentario

Dicen que la vida empieza a los cuarenta o que los cuarenta son los nuevos treinta. Como quiera que sea, yo estoy feliz con mi llegada al cuarto piso y me siento más joven que nunca, también más rebelde.

Celebré una década más de vida con fiesta, piñatas y muchas sonrisas. Celebré con una carrera de 26 k.  Celebré sin usar una gota de maquillaje (sí, voy por la vida con la cara lavada, sin ocultar mis arrugas; lo disfruto mucho) y  mostrando mis canas brillantes (herencia de mi abuela paterna) de las cuales me siento orgullosa (ellas también tienen su historia). Por último, celebré con una sonrisa y mucho agradecimiento. Tal vez para muchos no lo parezca, pero es una gran hazaña llegar a los cuarenta.

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Cumpleaños #40

No me asustan los famosos tas y me rebelo contra los estereotipos de la edad. No acepto ideas como: «no es lo mismo los tres mosqueteros que veinte años después», «ya llegaste a la edad en la que todo empezará a dolerte», «antes podía hacer… pero ahora ya no», «a mi edad…».  El concepto de que la edad incapacita, de la vejez que inutiliza, de los ya no puedo no va conmigo ni con lo que me han enseñado mis padres (y también mis abuelos). No diré eso de mí ni de esta maravillosa etapa que comienza. Soy más fuerte que hace veinte años. Tengo mas energía, entusiasmo y alegría. Disfruto más de la vida y tengo la certeza de que apenas viene lo mejor.

Decidí vivir mis cuarenta aceptándome tal cual soy, abrazándome más y juzgándome menos. Necesito amarme más y recriminarme menos.

Hace siete meses me prometí no volver a actuar en mi contra; no volver a insultarme, menospreciarme, dirigirme palabras negativas; sin embargo, justo después de mi cumpleaños me percaté de que no he logrado cumplir esa promesa.

Me exijo mucho siempre, me critico todo, constantemente me siento incapaz de lograr las cosas y cuando lo hago, nunca es suficiente. No necesito enemigos porque me tengo a mí misma para hacerme daño.

Me resultó muy doloroso enfrentarme a esta verdad, la cual llegó con una meditación en medio de una crisis muy fuerte de colitis y gastritis (la primera en seis meses y espero también, la última). Durante esta meditación que realicé para quitarme el dolor, para encontrar la armonía en mi interior, me hice consciente de todos mis «no puedes», «qué tonta eres», «no eres buena», «no lo hiciste bien», «no es suficiente», «mal, mal, muy mal».  Nadie mejor que yo misma para mantenerme lejos del éxito. Me quedó claro que mi primera reacción ante cualquier situación es recriminarme y dejar claro que pude haberlo hecho mejor. Esto me ha llevado a frustrarme por un lado, y a esforzarme demasiado por el otro. He tenido esta necesidad de demostrar que sí soy buena, misión que además, me ha resultado siempre imposible…

En ese momento de la meditación empecé a llorar sin intentar detenerme y me puse las manos en el vientre mientras pedía perdón a mi cuerpo por exigirle tanto, por no abrazarme lo suficiente, por no amarme lo suficiente. Pedí perdón una vez más. Pedí perdón varias veces. Las lágrimas dejaron de salir y la paz comenzó a llegar. Seguí meditando en el perdón y en el amor. Cuando abrí los ojos ya no tenía dolor y estaba muy relajada.

La perfección no existe y no aspiro a ser perfecta; sin embargo, he actuado como si esa fuera mi meta. Quizá antes no pude cumplir mi promesa porque no tenía conciencia de mi situación, no tenía claro como mi pasado, en silencio, me seguía afectando. Pasé muchos años de mi vida luchando por ser invisible, por esconderme, por alejarme del éxito. Sin quererlo ni saberlo aprendí a boicotearme para nunca llamar la atención.  En la infancia me rechazaban constantemente y les di la razón: seguramente me molestaban porque yo era mala y me lo merecía. Por si no fuera suficiente, he vivido muy consciente de mis fallas pero no de mis aciertos.  Me enojó mucho que me doliera la pierna cerca del final de la carrera de 26 k;  me enojó sentirme como tortuga y ni siquiera pasó por mi mente que había quedado en tercer lugar (de mi categoría). Me enteré horas después. Antes de felicitarme, me frustré. Antes de felicitarme, ya me había reclamado no sé cuántas cosas.  Me duele recordarlo, pero ya me perdoné y voy aprendiendo de mis errores.

Ahora, sin dolor ni promesas,  con tranquilidad y conciencia, conectada con  mi cuerpo y despidiéndome del pasado, día a día me voy deshaciendo de los ataques contra mí misma. Me perdoné primero y me abracé después. Desde ese momento, cada día me digo una cosa positiva y me reconozco algún logro; cada día me sonrío, me abrazo y agradezco la oportunidad de reescribir mi historia, de reinventarme, de estar aquí más fuerte y también más sana.

Después de varios meses de tener la intención de hacerlo, ahora sí estoy meditando diario, lo que me ayuda a desintoxicarme de los pensamientos negativos y a sentirme mejor conmigo misma. Llevo casi dos semanas sin darle la bienvenida a esos pensamientos en mi contra y, a la vez, reconociendo mis aciertos. Cuando me veo al espejo siento que brillo como mis canas.   Si mi enemiga intenta regresar, el recuerdo de mi última carrera, mi  crisis de colitis y otros momentos duros en los que me he lastimado para obstaculizar mi camino al éxito me darán la fuerza para detenerla. Ya no tengo motivos para hacerme invisible y, sobre todo, ya no quiero eso para mí.  Tampoco quiero ser juez de nadie, ni siquiera de mí misma.

Tres semanas después de mi cumpleaños me inunda una enorme sensación de bienestar sin límites ni miedos nueva para mí. Recibo esta década muy agradecida, emocionada y enfrentando los retos necesarios para llegar a donde quiero. Recibo esta nueva década con entusiasmo y amor, escuchando a mi cuerpo, en armonía conmigo misma.

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Este es el fin de la batalla, me despido de mi enemiga de toda la vida: voy a amarme más cada día, a valorar mis logros y a perdonar mis fallas.

Siento como si me hubiera quitado veinte años de encima. Quizá los cuarenta sean los nuevos veintes… y yo me siento lista para correr el primero de los muchos maratones que me faltan por correr.