Remembranzas y una sesión de acupuntura
Un paso a la vez, un poco de viento y una sonrisa que regresa. Esta semana estuve tan concentrada en mi dolor físico que dejé de disfrutar de las pequeñas cosas y permití que el miedo me invadiera. Por primera vez en mucho tiempo sentí la fuerza de mi lado oscuro y tejí telarañas en mis pensamientos. Estaba demasiado agotada para enojarme y demasiado asustada para sanar. Intenté escaparme del dolor con tres días de analgésicos y mi estómago, estoico, aguantó la carga. Por fin entendí a las personas que se refugian en los analgésicos para ahuyentar el dolor. A veces éste es tan insoportable y/o constante que sólo deseamos desaparecerlo lo más rápido y fácil posible.
Estaba tan consciente del malestar en mi cuerpo que todo lo sentía con mayor intensidad. Siempre he dicho que la mente es muy poderosa y pude comprobarlo una vez más, aunque esta vez no de manera positiva: mi mente me ayudó a aumentar mi malestar y asustarme. Cierto es que me dijeron que mi lesión no era seria – cosa que en el fondo sabía- pero permití que la duda me dominara.
Ayer fui a mi sesión de acupuntura y mientras la corriente eléctrica de las agujas recorría mi espalda (después también de un regaño merecido de mi acupuntor por tener mis pensamientos enfocados sólo en el dolor: ya fuera para encontrar la supuesta causa, razón o para hacerme demasiado consciente de los síntomas) cerré los ojos, empecé a relajarme y conté del noventa y nueve al cero para lograr poner mi mente en blanco. Encontré mi lugar de paz al terminar de contar…
Flotaba en el vientre de mi madre. Podía sentir su gran amor por mí, la ilusión con la cual esperaba mi llegada. La oía cantar como me cantaba durante los primeros años de mi vida. Mi infancia estuvo llena de sus cantos y juegos. Me vi llorar cuando, en maternal, no me dejaron estar en su salón de clases y me llevaron al salón de otra maestra. «Pin Pon es un muñeco muy grande de cartón, se lava la carita con agua y con jabón…», la dulce voz de mi madre enseñándome esa canción me sacó del trance en el que estaba y mi corazón se puso alegre. Mi mamá protegiéndome y a la vez lanzándome a la vida. Mi mamá riendo, cantando, jugando, haciéndonos bromas a mis hermanos y a mí, mi mamá sonriendo…
Después escuché el sonido de las olas en la playa y la voz de mi papá enseñándonos a mis hermanos y a mí cómo evitar que las olas nos arrastraran -teníamos que sumergirnos justo antes de que llegaran a donde estábamos nosotros-. Nos vi riendo y disfrutando de ese juego que mi papá inventó. También en el mar, con los pies llenos de arena y el sol enrojeciéndonos el rostro, en una de nuestras tantas caminatas de un extremo al otro de la playa, mi papá y yo tuvimos nuestra primera plática existencialista. Me dijo que de lo único que podíamos tener certeza en la vida es la muerte. Sus palabras no me dieron miedo, al contrario, me enseñaron a apreciar cada momento que compartimos. Vi el cielo de ese día y me volví a sentir pequeña y feliz como en ese entonces. Mi padre sonreía. Esa sólo fue una de las tantas pláticas filosóficas que hemos tenido. Mi papá retándome, obligándome a extender mi visión del mundo, jugando videojuegos con nosotros, mi papá caminando conmigo, enseñándome a amar las música como él y a tomar fotografías de los momentos importantes, mi papá dándome la mano…
Las agujas seguían acariciando mi espalda. La relajación que me invadía era casi increíble. Mi viaje no había terminado: los recuerdos seguían llegando, alejaban el dolor y abrían camino a la alegría…Tenía cuatro años y viajábamos en lancha de San Blas a Islas Isabeles. Al lado de nosotros, nadaban los delfines. Yo los veía fascinada, convencida de que la vida estaba llena de magia. Desde entonces son mis animales favoritos. Para nadar en el mar de esa isla, había que hacerlo con los tenis puestos porque había piedras que podrían lastimarnos los pies. Me encantaba mojarme con los tenis puestos y escuchar las historias que me contaba mi papá sobre los tiburones. En esa misma playa vi muchas ballenas a lo lejos… y volví a ser una sirena. Mi viaje al pasado me ayudó a sentirme entera, motivada, con la energía y capacidad para salir adelante…
Las agujas seguían haciendo su trabajo pero estar en la misma posición comenzaba a cansarme. Todavía me faltaban alrededor de veinte minutos para terminar, pero yo ya quería moverme. Tomé aire y busqué concentrarme en la sensación de bienestar que tenía desde que comenzó la sesión de acupuntura. Para ayudarme, mi esposo me dio su opinión acerca del libro que acababa de leer -yo ya lo había leído-: El Huésped de Guadalupe Nettel. Le gustó mucho la novela y también a él le impactó el final inesperado. Recordé a la Cosa (uno de los personajes) y pensé en el triste fin que podríamos tener si permitimos que nuestros demonios nos ganen la batalla. Decidí que no permitiría a los míos ganarla. Llegó la hora de despedirme de mi lado oscuro.
Hablando de literatura pasó más rápido el tiempo. No dejo de preguntarme, ¿qué sería de mi vida sin los libros? No puedo imaginar vivir sin los mundos que los libros me han descubierto, sin los personajes que le han dado sentido a mi vida, sin las historias que me acompañaron en mi adolescencia solitaria.
Las agujas seguían moviéndose y yo comenzaba a desesperarme. Entonces mi esposo me contó anécdotas de sus tías de Zaragoza, Coahuila. Mientras lo escuchaba me di cuenta del peso que tienen las anécdotas en cada uno de nosotros. Las anécdotas son los cuadros que conforman la colcha de nuestra vida. Con ellas reímos, aprendemos, nos encontramos y reencontramos…
El sonido de la alarma interrumpió mis pensamientos. Por fin pasaron los cuarenta minutos y apenas me quitaran las agujas podría cambiar de posición. Una sola palabra me vino a la mente: alivio.
Antes de terminar la sesión, recibí un masaje de acomodo; fue un poco doloroso pero muy liberador. Mi acupuntor me conoce y sabe cómo ayudarme a sanar. Una de las cosas que me dijo fue que soy muy renuente al cambio y eso se refleja en la manera de reaccionar de mi organismo. Me gustaría decir que no tiene razón, pero acertó. Me es muy difícil aceptar y adaptarme a los cambios. Ahora debo trabajar en cambiar esa renuencia al cambio.
Me sentí mucho mejor después de la sesión. Las agujas me ayudaron con mi cuerpo y ese breve viaje al pasado me ayudo a sanar mi mente. Una vez más me lo repito: debo concentrarme en la luz, en el amor, en los pequeños milagros de la vida y alejar de mí al miedo. Llevo semanas luchando por sanar y cuando creo que ya estoy del otro lado, recaigo. Afortunadamente con cada caída he aprendido algo y tengo una cosa muy clara: ya no voy a acelerarme.
Un paso a la vez. Un café bien negro y muy caliente. Una mañana de música alegre. Dos pares de calcetines, una sudadera, un suéter y una chamarra. Un paso a la vez y un día para imaginar que bailo mis canciones favoritas.

Café negro
La crisis curativa no duele tanto. Desde ayer los analgésicos duermen en el cajón del olvido. Hoy es un buen día y presiento que mañana también lo será.

Hoy es un buen día.
Un paso a la vez y ahora empiezo a tejer un cuadro radiante para agregarlo a la colcha de mi vida.