El Evangelio Según Jesucristo y las consecuencias de haberlo leído…

•mayo 24, 2016 • Deja un comentario

Me siento bien y también me siento feliz. La vida me abraza y yo la abrazo de regreso. Mi pluma se mueve al ritmo del electrojazz que escucho ahora. Quiero bailar, quiero reír y también cantar. Quiero vivir y sentir la vida palpitar en todo mi cuerpo.  Pero no, no hablaré de música ni de alegrías. La pluma me lleva por otros caminos y aunque intento resistirme, evadirme, cambiarle el tema, me impone su voluntad y yo permito que las palabras sigan su camino y llenen las hojas de mi arañado cuaderno.

Muchas veces necesitamos librar varias batallas antes de encontrarnos a nosotros mismos, de sentirnos bien; sin embargo, tampoco se trata de pasarse todos los días luchando y nunca darnos la oportunidad de disfrutar. También necesitamos reír, consentirnos, ser felices, saber que nos merecemos esos momentos que le dan sentido a la vida.

El viernes pasado, después de una intensa mañana de traducir  y también después de comerme una deliciosa pasta (después de un par de meses si comer pasta) que me daría los carbohidratos necesario para mi competencia de la noche, todavía me quedaron un par de horas para terminar de leer El Evangelio Según Jesucristo de José Saramago.  No fue una lectura fácil y creo que no lo es al menos, para quienes no somos ateos e, independientemente de nuestra manera de ver a Dios ahora, fuimos educados en la religión católica. No tengo claro porqué estoy escribiendo esto, pero aquí estoy, haciendo lo que nunca había hecho: escribir sobre religión y lo que rara vez hago: hablar de Dios.  Quizá sea por la maestría de Saramago para contar su historia o quizá sea por sus palabras que llegaron como golpes, de esos golpes que dejan moretones pero de los que también aprendemos.

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Comenzar con esta lectura me costó trabajo. Me tardé en avanzar con los primeros capítulos. Leerlos me hacía entrar en conflicto y  me dolía. Llegó un momento en el cual consideré abandonar el libro. No era la María que me enseñaron en la religión ni tampoco el José con el que crecí. Peor aún, en este libro los padres terrenales de Jesús me resultaron desagradables y ya no quería seguir leyendo.  Sin embargo, fueron dos razones las que me dieron la fuerza para continuar, para no darle la espalda a esa historia: mi mamá, quien sí es católica y va a misa todos los domingos, lo leyó completo y aunque le pareció muy fuerte alguna vez me dijo que valía la pena leerlo; la segunda razón por la que no desistí fue porque admiro y respeto mucho a José Saramago. Fue y será siempre una de las más grandes voces de la literatura.

Me atreví a leerlo y no me arrepiento. Fue muy duro leerlo y varias veces me pregunté porqué leo cosas tan desgarradoras. Lo única respuesta  que me vino a la mente fue que es para tener una mayor conciencia del mundo que me rodea, para aprender, para no ser débil, para ir más allá del dolor, para no vivir en una burbuja rosa que me aleja de la realidad.  O simplemente, porque a pesar de todo, le da sentido a mi vida.

Los capítulos finales fueron los más complicados. El Dios que dibuja Saramago no es ni misericordioso ni amoroso, es un dios guerrero y sanguinario, un dios hambriento de poder. Cuando este dios habla con Jesús y le responde la pregunta de cómo será el futuro una vez que su sacrificio se haya llevado a cabo, le contesta con una lista con los nombres y una breve descripción de cómo morirán los mártires en nombre de Dios, le habla de la sangre que se derramará en su nombre.  Y yo, tuve que contener las lágrimas, porque las náuseas no pude. La historia es de Saramago pero los nombres, las torturas y las muertes de los mártires fueron reales. Conocía varios de los nombres mencionados y también su sufrimiento  y muerte. Entonces regresó la angustia que solía sentir en mi infancia. Recordé mis pesadillas de esa época: varias veces me quemaron viva en la hoguera y otras, Jesús me decía que su sacrificio no había servido y que ahora me tenían que clavar a mí en la cruz.  Me despertaba gritando justo antes de que lo hicieran.  Peor aún era tratar de conciliar el sueño después de haber leído y/o escuchado la frase más aterradora en la historia de mi infancia y de mi vida: «…el eterno crujir de dientes» (sólo cinco palabras para describir el Infierno de los pecadores).  Esa frase además de escucharla en la misa, la encontré en la Biblia cuando me dio por leerla todas las noches antes de dormir. Entiendo y respeto mucho que hay quienes encuentran paz leyendo la Biblia pero a mí me pasó todo lo contrario: encontré pesadillas, angustia y me sentía deprimida la mayor parte del tiempo. A esas alturas del Evangelio de Saramago, ya queda muy claro y sin lugar a dudas que Dios es un dios castigador, implacable y temible.  Como toda historia tiene su ficción, sus metáforas y la perspectiva del autor; sin embargo,  no pude evitar recordar mi propia visión y angustia cuando pensaba en ese Dios de la Iglesia que no es el mismo que el Dios que he sentido y amado desde siempre.  Recordé porqué me alejé de la Iglesia a los dieciséis años: tenía una enorme necesidad de alejarme de ese Dios castigador que amenaza con el infierno a todo aquel que se atreva a desobedecerlo, a ese Dios de la culpa que nos trajo a la tierra para vivir en un valle de lágrimas, para expiar el pecado original de Adán y Eva. Ese Dios que clavó a su hijo en una cruz.  Todas las Semanas Santas lloraba por el calvario de Jesús, por esa tortura tan cruel que nunca alcancé a comprender del todo. Entrar a las iglesias y verlo ahí, colgado, ensangrentado, muerto o casi muerto, me causaba una desesperacion inagotable. ¿Imagen de amor o de dolor?  De dolor, siempre de dolor.

Fue duro y desolador tener que reconocer que mi visión de ese  Dios de la Biblia no difiere tanto de la visión de Saramago: un Dios guerrero y castigador, mayormente cruel. Además, con respecto a mis vivencias, también un Dios de la culpa,  para quienes los seres humanos somos malos. Por más paradójico que resulte, este libro me ayudó a sacudirme las enseñanzas que recibí en el pasado que, aunque nunca las compartí, se me adhirieron como verdades irrefutables; a lograr salirme de ese lugar de culpas donde yo tenía la certeza de que no me merecía nada, la certeza de que cualquier momento de felicidad vendría acompañado de una terrible tragedia porque la «la vida es un valle de lágrimas» en donde la felicidad no está incluida. Ese lugar donde no sólo nuestros pecados son imperdonables sino también los de nuestros antepasados (que ahora nos pertenecen).

El Dios de la Biblia me daba (da) miedo y me dolía (duele). Siempre supe que nunca estaría a la altura de sus exigencias. Por otro lado, en la adolescencia comprendí que la Biblia está escrita por seres humanos, por lo que es inevitable que lo se refleje ahí sea su propia perspectiva de las cosas y no una realidad única e inalterable.

Mi abuelita siempre me decía: «Dios es amor».  Me enseñaba a pedirle: «Pan, Papá Dios» y alguna vez, con la inocencia de los primeros años, en lugar de eso le dije: «Dulces, Papá Dios». Mi familia cuenta esta anécdota como un detalle gracioso y tienen razón; sin embargo, también es el reflejo de cómo lo veía yo: un padre amoroso que protege a sus hijos, como alguien que transmite paz y confianza.  Ese es el Dios que yo conocí a través de mi abuelita y de mi madre. Esa es la razón porque la que no soy atea, siempre he sentido ese amor radiante, infinito, invencible, fuerte abrazándome en la vida, ese es el Dios que me ha acompañado estos treinta y nueve años y en el que siempre he creído. En mi vida me he cuestionado todo, excepto su existencia y su gran amor para todos, creyentes o no.

No puedo creer en un Dios que castiga con una eternidad en el infierno.  Saramago, con su historia, le echó sal a mis heridas pero también me ayudó a terminar de sanarlas.  Me quedé con el llanto anudado muy adentro, con el dolor de las injusticias cometidas en nombre de Dios (¿por qué usar su nombre para hacer daño, para derramar sangre?),  con el mal sabor de la intolerancia religiosa que seguimos padeciendo hoy en pleno siglo veintiuno donde se nos permite rechazar a las personas que no van de acuerdo a lo establecido en las escrituras (y dónde yo me pregunto cómo funciona el mandamiento: «Ama a tu prójimo como a ti mismo [¿en realidad lo que quiere decir es:  pero no a todos tus prójimos, sólo a quienes cumplan con los requisitos descritos en las Escrituras? Si es a todos, ¿por qué el rechazo, la discriminación, los juicios, las terribles condenas?]), con la pesada culpa por sentir bienestar o por tener algún logro e inclusive por fallar o por tener defectos, por no estar nunca a altura de sus expectativas  y para colmo, todavía falta lo peor: con la inclemente sentencia del eterno crujir de dientes que me quitó el sueño por años. En realidad es un castigo tan temible que no se lo deseo a nadie, a ninguna persona sea quien sea y haya hecho lo que haya hecho. De verdad y con todo mi corazón no se lo deseo a NADIE, NUNCA.

Por muchos años, la creencia en el Infierno me hundió. Tal vez parezca ridículo pero pensar que alguien (quien fuera, en realidad no importa quien) estuviera en el infierno me hacía muy infeliz. ¿Cómo disfrutar el paraíso sabiendo que en el infierno las almas se queman por siempre y que padecen un sufrimiento sin final? Desde mi perspectiva, estaba condenada a la infelicidad después de la muerte pues aunque me fuera al paraíso, siempre cargaría conmigo el dolor eterno de todas aquellas almas condenadas al castigo eterno (se lo merecieran o no, aunque, siendo honesta, dudo mucho que alguien pueda merecerse un castigo eterno).

Me niego a creer en ese castigo. Para mí, el amor perfecto y el castigo eterno son ideas que se oponen, la una excluye a la otra y viceversa. Independientemente de sus errores y/o defectos y también de los míos y de mis hermanos, tengo la certeza de que mis  padres nunca nos castigarían así; sé también que ni mis hermanos ni yo tampoco lo haríamos. Conozco a muchos padres y madres, hijos, hermanos que tampoco podrían hacerlo. Si nosotros que somos humanos, imperfectos, egoístas, llenos de defectos, muchas veces destructivos, no podemos hacerlo, ¿cómo es posible que un Dios que es amor y que es perfecto sí pueda hacerlo?  Me niego a creer eso.  Me niego a pensar que el Dios que describe Saramago exista. Me niego a vivir en un mundo de castigos, culpa e intolerancia. Me niego a un final como el que Saramago plantea en su libro y que me sigue doliendo, un final en el cual las últimas palabras de Jesucristo crucificado fueron: «Hombres, perdónenlo. No sabe lo que hace».  Todavía escucho el estruendo de esas palabras. Todavía tengo escalofríos.

Creo en un Dios Amor que trae luz a un mundo a veces oscuro, que nos dio la libertad para trazar nuestro camino, un Dios de tolerancia que no discrimina a nadie y quien es capaz de dar alivio a quien se le acerque. Un Dios que no juzga, un Dios que perdona.  Un Dios que no vive encerrado en una Iglesia donde sólo algunos pueden acompañarlo, sino un Dios que está en la naturaleza, en el canto de los grillos, en la infinitud del cielo, en los árboles, dentro de nosotros.  No creo que hayamos venido a un valle de lágrimas. Nuestro destino no es sufrir. La vida es un gran regalo; y la felicidad, nuestro camino. Dios es amor y no un juez implacable de lo bueno y lo malo.

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El Evangelio Según Jesucristo me ha ayudado a reflexionar, a terminar de sacarme de la mente y del corazón la equivocada idea que por mucho tiempo rigió mi vida: esa absurda idea de que no me merezco nada y de que no debo sentir felicidad porque la vida es un valle de lágrimas.  Ya nunca más volveré a sentirme culpable por querer vivir la vida con una sonrisa. Dios es amor y mi religión, si es que tengo alguna, no tiene nombre. Mi religión es el amor,  es libertad para dirigirme a la luz, para amar siempre amar, para conectarme con la naturaleza, para vivir en armonía, para ser feliz.

Me dolieron muchas páginas de ese libro. Las palabras de Saramago fueron una confrontación, un desafío, una cruel pero fundada crítica al catolicismo. Comencé a leerlo con enojo y terminé de leerlo con admiración, dolor y sorpresa.  Me ha tomado un par de días digerir lo leído y me orilló a escribir sobre un tema que normalmente callo.

Sigo soñando con un mundo que no imponga sus creencias ni juicios, con un lugar donde todos seamos aceptados, bienvenidos sin importar el color de nuestra piel, el género, la inclinación sexual, la religión (o no religión), la situación económica, nuestro origen; un mundo donde todos tuviéramos más energía y entusiasmo para amar al prójimo y buscar su bienestar que para juzgarlo y condenarlo.

En mi experiencia y creencia, Dios no es juez, es amor, siempre y por sobre todas las cosas, amor.

 

Pesadillas, demonios y una alberca

•mayo 9, 2016 • Deja un comentario

El cielo está cubierto por un velo gris que nubla nuestros ojos y ensucia el aire que respiramos. Un día más de contingencia en la ciudad debido a la contaminación. Escucho a Dave Gahan mientras me sacudo la apatía. El calor se me adhiere a la piel y tengo la garganta un poco seca.

Hace dos semanas tuve una pesadilla cuyo mal sabor me ha perseguido por varios días. El alivio de abrir los ojos no fue suficiente para ahuyentar a esos fantasmas y me sentí frágil aprehensiva.  No es algo nuevo para mí, pero sí algo que hace tiempo no me sucedía.  En mi familia son un poco comunes los ataques de pánico. Quizá todos hemos pasado por ellos en algún momento de nuestra vida cuando nuestros miedos quieren dominarnos. Cuando eso me sucedía de niña o adolescente, la mayoría de las veces recurría a mi mamá.  En su abrazo encontraba la certeza de que todo estaría bien. Como adulto, la música y la televisión me han ayudado a superar esos momentos de crisis en los que el pánico parece devorarme. En las noches de pesadillas y terrores, sólo con la radio o con comedias como The Adams Family he logrado salir del trance y conciliar el sueño. Ha sido la única manera en la que he podido sobrellevar la resaca de mis pesadillas, la incallable voz de mis demonios.

Por primera vez no tuve la posibilidad de dormir con música ni tampoco con la televisión. Entonces, mientras los demás dormían, yo permanecía despierta, en plena batalla con mis demonios. En silencio intentaba acallar las tinieblas y despegarme los traumas, librarme de las imágenes que me acosaban en la interminable madrugada. Me levantaba agotada, agobiada y sintiéndome indefensa, desprotegida.

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Entonces me sucedió algo que no había experimentado nunca antes: mis terrores me estaban dominando y me atemorizaba mucho salir de mi casa.  La idea me daba dolor de estómago, como si al cruzar la puerta algo terrible fuera a ocurrirme.  Sin embargo, debía hacer las cosas que tenía pendientes. Eso incluyó dos viajes en metro durante dos días seguidos. Los dos implicaban varias estaciones de metro.

 

El primer viaje fue sólo de regreso a casa. Había demasiada gente, a duras penas logré entrar en el vagón y yo estaba temblando.  Unos segundos después del cierre de puertas, el metro se quedó parado unos minutos. Me empezó a doler el estómago. Quería salirme del vagón, correr, ver el cielo.  Quise gritar, pedir ayuda, abrazar a alguien.  Empecé a sentir el mareo típico de una sobredosis de adrenalina y estuve a punto de perder el control y dejar que mi grito saliera de la garganta mientras los demás esperaban tranquilamente a que el metro avanzara.  No, no quería volverme más loca ni hacer evidente mi exageración, mi injustificado terror.  Respiré despacio y profundamente. Abrí el libro que tenía en la mano (El Imperio de Ryszard Kapuściński) y en una posición tan incómoda, de pie, casi sin la posibilidad de moverme, logré leer.  Las palabras de Ryszard Kapuściński lograron distraerme y salvarme de mis tinieblas.  Lo que estaba leyendo no me brindó consuelo pues hablaba de las atrocidades acontecidas en los campos de trabajo de Kolymá en Siberia; sin embargo, me dio una perspectiva diferente de las cosas y cambió mi tren de pensamiento, de tal forma que ni siquiera me percaté cuando el metro comenzó a avanzar de nuevo.  Llegué con bien a mi casa y me sentí la persona más afortunada del mundo por eso.  A pesar de todo,  la pesadilla no me soltaba: era una temible imagen que me acompañaba a todos lados.

El segundo viaje en metro (esta vez de ida y de vuelta) no fue tan estresante como el día anterior, aunque camino a la estación iba luchando contra mi angustia y tratando de llenarme de pensamientos positivos.  Como no era hora pico, pude irme sentada y leyendo todo el camino.  Después, al salir, no pude evitar sonreír al caminar por las hermosas calles del centro.  Había lloviznado un poco y el sol húmedo en mi piel me dio una sensación de bienestar.  Agradecí  la oportunidad de poder disfrutar de esa tarde, de que todo saliera bien. Llegué a la casa con unos demonios un poco más pequeños pero exhausta por la batalla que todavía no terminaba.

Esa noche fue menos larga que las anteriores, pero desperté con el llanto amarrado al pecho. Me fui al gimnasio y ese día la clase de natación estuvo especialmente intensa. Me concentré en no quedarme sin aliento, en no detenerme. Mientras mi cuerpo se movía con toda la fuerza posible y mi mente estaba libre de miedos, imágenes terroríficas y demonios, tuve una visión que me mostró el verdadero significado de mi pesadilla. Entre brazadas y patadas pude ver con claridad lo que me estaba sucediendo. La pesadilla no era más que el reflejo de mí misma, de cómo me estaba sintiendo por cargar una culpa que no me pertenecía y que me impedía avanzar, una culpa inventada que me tenía estancada. Seguí nadando con más entusiasmo y esfuerzo, como si con cada brazada me deshiciera de lo que me estaba lastimando y tomara consciencia de lo que necesitaba mejorar en mí para volver a estar bien, para resurgir de mis miedos y dejar atrás esas imágenes tan negativas. Salí de la alberca más animada y menos indefensa.

Ahora mis noches ya no son tan largas y la pesadilla se va borrando de mi mente. No me voy a quebrar. De pie me sacudo la apatía. Regreso a la vida. Me obligo a tomar la pluma y despacio me desenredo: un miedo a la vez y también un sueño; una sonrisa por cada lágrima y siempre conmigo la confianza de que todo estará bien.

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Porqué no me gustaba usar faldas

•abril 27, 2016 • 4 comentarios

En diciembre empecé a escribir un blog sobre este tema pero no tuve el valor de terminarlo.  Desde hace un par de semanas, algunas amigas en Facebook han publicado testimonios con respecto a situaciones de acoso y abuso que han vivido. Me quedé pasmada y con el corazón hecho nudos. Se trataba de mujeres con quienes tengo algo en común: estudiamos en la misma escuela/universidad, compartimos un café, platicamos en alguna fiesta,  en fin.  Si me hubiera sido posible, habría corrido a abrazarlas. Admiro su valor para romper el silencio y publicar su historia tan dolorosa.  Platicando con amigas al respecto de este tema, me enteré de otras experiencias también traumáticas. Me quedé helada. Ahora tengo muy claro que yo tampoco quiero quedarme callada.  Quiero poner mi granito de arena para romper el silencio que nos rodea a muchas mujeres y a muchas personas que han vivido situaciones de acoso y de abuso y que se han obligado a superarlo en silencio ya sea por miedo o por cargar una culpa que no les corresponde.

Comenzaré por contar la experiencia que me llevó a escribir sobre este tema en diciembre. Estaba yo trabajando en una traducción cuando llegó una de mis hermosas adolescentes a la casa después de un pesado viaje en metro en una hora pico. Me preocupé pues llegó muy alterada y también enojada.  Antes de continuar, debo comentar que esa mañana ella, su hermana y mi marido habían ido a la embajada a tramitar la visa, por lo que iban los tres muy bien arreglados.  Una de ellas llevaba una falda de vestir; la otra, un vestido. Esto debería ser irrelevante y ni siquiera tendría que mencionarlo, pero, desafortunada y tristemente, en nuestra sociedad,  sí lo es.

Cuando le pregunté a mi amada adolescente qué había sucedido, empezó a llorar. En ese metro saturado de personas, un hombre la manoseó sin inhibiciones ni tampoco vergüenza. Logró cambiarse de lugar sólo para que otro hombre hiciera lo mismo. Entre el miedo, la angustia, la vergüenza y la sorpresa, se quedó callada. Nadie se percató de lo que le estaba sucediendo.  Lloró desesperada y me dijo: «sólo tengo quince años».   La abracé mientras me esforzaba en contener mi enojo e impotencia. ¿Cómo es posible que le hicieran eso?  Seguí abrazándola mientras intentaba calmarse.

Como la mayoría de las mujeres, se quedó callada. La vergüenza y el miedo le impidieron defenderse. Quizá eso es lo que hemos aprendido en esta sociedad: a avergonzarnos, a callar,  a actuar como si hubiera sido nuestra culpa, como si nos  lo mereciéramos por nuestra manera de vestir o por estar en el lugar inadecuado en el momento equivocado. Nos callamos porque hablar o gritar significa un problema, porque seremos juzgadas,  porque además quizá tengamos que defendernos de quienes nos consideren exageradas, porque nos rodearán comentarios del estilo de «qué esperabas con esa falda».  Falda, vestido, pantalón, bermudas, lo que fuera. Ningún tipo de ropa justifica el acoso, el abuso, la agresión. ¡Ninguno!

En este instante de impotencia y dolor me vinieron a la mente mis experiencias y la de otras mujeres cercanas a mí.  Esas experiencias terribles pero que muchas veces hemos llegado al punto de considerar normales, cuando distan mucho de serlo.  Y no importa el tiempo que pase, ni que tan «leves» sean, no se desvanecen de nuestra memoria.

Estas situaciones no suceden solamente en el metro ni tampoco sólo a quienes lleven falda o vestido puesto. Hasta hace unos años, la mayor parte de mi vida había evitado ponerme faldas y vestidos (a menos que fueran faldas largas, muy largas).  Me sentía más cómoda de jeans, pero no era sólo eso:  usarlas me hacía sentir insegura y vulnerable, temerosa de salir a la calle. Al vestirme, mi objetivo principal era esconder mi cuerpo, esconderlo bien. Sin embargo, ni los pantalones de hombre ni las playeras o camisas extra grandes y extra holgadas me salvaron de tener experiencias desagradables.

La primera vez que me pasó tenía diez años. Fue el día del grito de la Independencia. Mi mamá, mis hermanos, una amiga de mi mamá, sus hijos y yo fuimos a celebrar a Coyoacán. Como es costumbre en esa fecha, había mucha gente. Íbamos caminando cuando de repente un tipo me dio una nalgada bien fuerte. No entendí qué pasaba, no supe cómo reaccionar.  Me sentí mal, avergonzada y asustada. Seguí caminando como si nada hubiera pasado y deseando que nadie se diera cuenta.  La amiga de mi mamá lo vio todo y, para mi sorpresa, persiguió al tipo y lo puso en su lugar. Nunca se me olvidó ese detalle de su parte. Hoy sigo agradecida con ella por ese gesto, por su ayuda. Si ya era tímida, en ese momento me puse peor. Ese fue mi primer acoso, mi primer evento desagradable y quisiera decir que también el último, pero no fue así.

Siempre me ha gustado caminar y en la adolescencia solía hacerlo de mi casa a Coyoacán y de regreso. Disfrutaba mucho de mis paseos hasta que me encontré a un hombre mucho mayor que yo. Tenía sesenta y tantos años, yo tenía sólo catorce. Me empezó a hablar y no logré escabullirme. Comenzó a contarme que su esposa no satisfacía sus necesidades sexuales y que le hacía falta una mujer joven que lo ayudara. Recuerdo que sentí asco, miedo y urgencia por salir corriendo, por no verlo nunca más. No sé cómo logré alejarme y regresar a casa. Se cruzó en mi camino las siguientes veces que salí a caminar hasta que dejé de hacerlo por un tiempo. Nunca se lo dije a nadie, sólo quería olvidar su cara, su sonrisa libidinosa. Lo más terrible, es que todavía la recuerdo.

A los quince una amiga me invitó a la fiesta de la prepa de su prima, nosotras todavía estábamos en secundaria. Una vez ahí, ella nos presentó a sus amigos y nos sentamos todos en una mesa. El cuate que se sentó a mi lado empezó a acercarse de una forma muy «cariñosa» e intentó besarme a la fuerza. Logré quitármelo de encima y evitar que lo hiciera. Se ofendió. No pude moverme de ese lugar porque para poder hacerlo, él tenía que quitarse y no lo hacía. Tuve que alzar la voz para que me dejara salir. Todos en la mesa me vieron feo, me dijeron exagerada, dejaron de hablarme. Defenderme en ese momento me costó una amiga, aunque después comprendí que si hubiera sido mi amiga, me habría ayudado.

La peor experiencia la tuve a los dieciocho años, un día, en la estación del metro. Había tanta gente que al salir del metro había que esperar un poco antes de poder avanzar hacia la salida. Sin ninguna inhibición ni preocupación, como si fuera lo más normal del mundo, un tipo me agarró el seno y ahí dejó la mano. Me quedé paralizada un instante pero apenas reaccioné le quité la mano y lo miré lo más feo que pude. Apenas pude avanzar, me fui de ahí los más rápido posible, tratando de calmarme, de no gritar, de llegar con bien a mi destino.

Después de eso,  como a tantas otras mujeres, me toca lidiar con los comentarios burdos con referencias a mi cuerpo y al sexo. Y como la mayoría de las mujeres, me hago la que no oigo nada y sigo caminando como si nada pasara, como si todo fuera tranquilidad y armonía aunque muchas de esas veces siento enojo y otras, miedo.

Me pregunto cuántas veces más hay que pasar por esto, cuántas veces al día sentimos miedo al caminar en la calle o andar en el transporte público, cuántas veces nos acosan con vulgaridades consideradas piropos. No quiero pensar en la respuesta a estas preguntas. No logro entender la actitud de quienes hacen esos «piropos», parece como si creyeran que nos hacen un favor, como si hablar de nuestro cuerpo fuera algo positivo, como si las miradas lascivas de un irrespetuoso desconocido nos levantaran la autoestima. ¿En qué mundo sucede eso? Las mujeres NO somos objetos. NINGÚN ser humano lo es, no importa el género, la inclinación sexual, la apariencia ni tampoco la forma de vestir. NINGÚN ser humano merece ser tratado así. NINGÚN ser humano debe ser agredido ni tampoco debe vivir con miedo. NINGUNO.

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La Angustia (escultura)

En el caso de las mujeres, me pregunto cómo cambiar estas situaciones si en nuestra sociedad la mujer es vista como un objeto: en los puestos de revistas se exhiben imágenes con cuerpos de mujeres como objetos de placer; en anuncios de televisión las mujeres son la recompensa, el premio por comprar un buen coche, usar el desodorante adecuado, comprar la botana anunciada. En muchos de los anuncios las mujeres usan ropa sugestiva y casi todo se relaciona con el sexo. Todavía hay quienes piensan que las mujeres son objetos a su disposición… pero NO. ¡NO lo somos! No somos un cuerpo que vende, no somos Barbies a la disposición de nadie. No tenemos que vestirnos de monjas para merecer respeto. ¡No!

Aunque mi quinceañera lloraba por el miedo y la vergüenza que sintió  también estaba muy enojada por la falta de respeto, por el hecho de que esos dos hombres se sintieran con el derecho y la libertad de manosearla sólo porque llevaba puesto un vestido; porque no hizo nada, porque se quedó callada en lugar de defenderse.  Tenía razón en algunas cosas pero no en sentir vergüenza. Lo que sucedió no fue su culpa, no lo provocó ella. No debemos avergonzarnos ni agacharnos por esos sucesos inaceptables y terribles.  Lo que sucedió no fue ni será nunca su responsabilidad.

No le prohibí subirse al metro.  Mi papá me enseñó a vivir sin miedo, a no permitir que me paralizara y me impidiera realizar mis actividades, seguir adelante con mi vida. Es lo mismo que me toca enseñarles a mis adolescentes.  Por supuesto no se trata de quedarse con los brazos cruzados y resignarse. Esto fue lo único que se me ocurrió decirle a mi adolescente si vuelve a encontrarse en una situación como ésa y es algo que también me dije a mí misma y que tengo que cumplir me cueste lo que me cueste: «Aunque espero que esta situación nunca se repita, si alguien te falta al respeto, llama la atención de toda la gente alrededor, grita con toda tu fuerza, haz que todos se enteren, que volteen a verte, pide ayuda, no tienes nada de qué avergonzarte. Defiéndete.»

¡Ya basta de bajar la mirada y actuar como si no pasara nada! ¡Ya basta de vivir con miedo y llorar en silencio mientras cargamos una culpa que no nos corresponde! ¡Ya basta! ¡Ya basta!

Nadie sin importar género, inclinaciones sexuales, forma de vestir, edad, apariencia, NADIE merece ser acosado, maltratado, agredido. Nadie debe quedarse callado ni sentir que se lo buscó, que lo provocó.  Salgamos del silencio y seamos solidarios unos con otros.

 

 

 

 

Una Carrera por la Vida

•abril 13, 2016 • Deja un comentario

Hoy, 13 de abril, es un día muy especial para nosotros: es el día de tu segundo cumpleaños. Me siento muy feliz y, sobre todo, agradecida. Hace cuatro años llegaste a la meta y la salud te abrazó de nuevo.

En esta apacible mañana pienso en ti, en tu lucha, en esos años que corrimos contigo para combatir la leucemia. Hoy pienso en esa carrera por la vida, tu vida.

Mientras corría en el gimnasio esta mañana, me vino a la mente tu lucha como una carrera. Por supuesto, no cualquier carrera: una ruda, dolorosa,  de obstáculos y maratónica.

No siempre me ha gustado correr. La primeras veces que lo intenté a los pocos metros me quedé sin aliento y me dio dolor de caballo. Me tomó muchos años volver a intentarlo. Aunque ahora correr está de moda y lo hacen parecer como algo muy sencillo, la realidad es que no lo es. Quizá por eso no puedo evitar ver esos años de lucha como una especie de carrera que, además, no está entre los planes de nadie correr. No hay un entrenamiento para eso.  Hay cosas que suceden y no entendemos el porqué.   Por lo tanto, no planeo explicar lo inexplicable, mi intención es contarte tu historia como la vi hoy en la caminadora, mientras me preparaba para cumplir mi sueño de hacer medio maratón este año.

Estamos en el año 2009. Nos encontramos frente a la línea de salida, es el kilómetro cero. Un día antes de llegar al área de urgencias del hospital, tienes mucha fiebre. Estás muy asustada porque sospechas que te sucede algo grave. Tu papá y yo también tenemos miedo. Te abrazo fuerte y prometo acompañarte en lo que venga. Aunque en ese momento no está con nosotros, tu papá también hace esa promesa. Llegamos a urgencias. Estás tan débil que a duras penas puedes mantenerte despierta. Tus defensas están tan bajas que no tienes fuerza para nada. De inmediato dan la orden de internarte. Es un día largo para nosotros que tanto te queremos. Tratamos de rebelarnos ante lo inevitable. Las horas pasan y nos confirman que tienes leucemia. Comienza la carrera pero esta vez no puedes (ni nosotros tampoco) darte el lujo de quedarte sin aliento (hacerle caso al miedo) ni tampoco sentir dolor de caballo (detenerse no es una opción). Como si fueras una corredora experta, aceptas el reto sin dudas y sonriendo. Eso es lo más sorprendente: tu sonrisa luminosa no desaparece en esos momentos de confusión y oscuridad.  A tu corta edad asumes las consecuencias de esta carrera y te abrazas a la vida, te abrazas casi con fiereza. Descubres que vas  a perder el cabello antes de que te lo digamos y tienes claro que el tratamiento será muy doloroso pero no miras atrás: te concentras en la meta y vas hacia adelante.

Cuando uno corre la primera carrera, entendemos que es casi imposible terminar esa carrera solos,  nos hace falta un equipo que nos eche porras. La meta parece estar más cerca si hay alguien a nuestro lado, gritándonos que sí se puede, acompañándonos en el camino. Esas porras nos levantan el ánimo cuando parece faltarnos el aire, cuando nuestra voluntad flaquea. Esas porras nos inyectan energía, nos dan vida. Nosotros, Pequeña Traviesa, te acompañaremos en el camino. Ya nos pusimos la playera de tu equipo y tu papá nos creó el lema que es ahora nuestro lema de vida: «Yo sí le voy, le voy a Rebeca».

Avanzamos. Los primeros kilómetros son  inciertos y muy dolorosos. Para combatir las lágrimas buscamos reírnos. Tu papá es muy ocurrente y siempre inventa el chiste adecuado. A mí me cuesta más trabajo hacer eso pero todas las noches te hago cosquillas hasta escuchar tus carcajadas. También tu hermana ha encontrado una manera de hacerte reír y, sobre todo, se ríe contigo. En esta carrera la risa nos es indispensable: es el combustible que nos mantiene de pie ahora que nuestra vida ha cambiado. No puedes ir a la escuela ni tampoco al cine. Nuestra rutina ahora es diferente y consiste en citas con los doctores, estudios, quimioterapias, internamientos y grandes cantidades de medicamentos. Tenemos que aprender a distinguir los síntomas esperados (efectos secundarios del tratamiento) de los que necesitan atención inmediata en el hospital. A veces es difícil mantener la calma pero en equipo nos vamos adaptando. A tu lado los tres corremos esta carrera y también enfrentamos nuestros miedos. Nos sorprende tu infinito deseo de vivir y todos luchamos por no sentir cerca a la muerte. En tu cumpleaños lloramos agradecidos por tenerte con nosotros. Corremos estos primeros kilómetros con la energía inherente a un reto nuevo, con la esperanza de que todo estará bien y los terribles nervios de no saber qué nos espera.

pastel cumpleaños

Pastel de Cumpleaños.

Ahora vamos a la mitad del camino. Ni una sola vez has dudado. Eres más fuerte que tu miedo. Tu determinación crece más cada día. Nos impresiona tu manera de enfrentarte a esta enfermedad. No importa lo dura que sea la quimio, tú vas con todo, siempre con todo. Llegas al hospital con el uniforme puesto porque después de la quimio vas a ir a la escuela. No estás dispuesta a perder más clases de las necesarias.  Muchas veces tienes naúseas, dolores intensos en las piernas, estás débil y a duras penas puedes subir las escaleras para llegar a tu salón, pero no desistes. Muchos de tus compañeros  se burlan de ti en lugar de ayudarte. Te hacen bromas estúpidas relacionadas con el cáncer. Te lastiman pero no lloras ni te escondes, muchas veces ni siquiera nos dices nada. Pase lo que pase tú sigues yendo a la escuela. Ahora tienes dos luchas: una por tu vida y la otra para defenderte de tus compañeros hostiles.  Estamos contigo, Pequeña Traviesa, siempre contigo. Nosotros le vamos a Rebeca.  Cada vez las quimios te pesan más. El vómito llega más seguido y las piernas no te responden. Conseguimos una silla de ruedas para salir a pasear. Una tarde soleada en Coyoacán cantas con tu papá y te ríes. Tu voluntad es irrompible. Yo los observo conteniendo las lágrimas. Inclusive en momentos como éste la vida es hermosa. Tu hermana, tu papá y yo estamos contigo. Tu hermana tiene su propia batalla pero no por eso deja de reírse y tampoco se da por vencida. El amor nos hace fuertes, muy fuertes. Cuando sentimos que nos quedamos sin aliento, que ya no podemos seguir avanzando, nuestros familiares y amigos nos hidratan a lo largo del camino, nos reaniman con su apoyo profundo e incondicional. Siempre me faltan palabras para agradecerles.  A veces lloras, pero la mayor parte del tiempo sonríes. Te exiges mucho, a veces más de lo necesario. Me gustaría que no te exigieras tanto pero entiendo que eso te ayuda a seguir avanzando.  Por fin puedo trabajar en casa y quedarme todo el día contigo en los días complicados.  Sueñas con ser chef y nos divertimos haciendo pasteles. Te encanta el pescado al eneldo  y disfrutas mucho prepararlo.  Nos sentimos todos más cerca de la meta. Ya nos adaptamos a nuestra rutina y cada día es un milagro, una oportunidad,  un regalo. Cada día es un oasis en un tórrido desierto.

Cuando menos cuenta nos damos ya estamos en la recta final. No sabemos cuándo llegará el día, pero intuimos que está cerca. Estás harta, enojada y te preguntas si vale la pena seguir.  Las quimios te tiran casi todo el cabello. Te duele todo el cuerpo y te sientes desmotivada. Estamos en el hospital, la quimio es muy larga. Decides no hablar en esas horas. No quieres interactuar con nadie. Sólo quieres dormir, evadirte, salir de ese lugar y nunca regresar.  Yo te acompaño sin interrumpirte. A veces te doy la mano, la mayor parte del tiempo te doy tu espacio. Entiendo tus razones, a la vez me aterra la  idea de que te des por vencida; sin embargo, no está en tu naturaleza hacerlo. No sé qué decirte. Me faltan palabras. Entonces recuerdo mi primera carrera en la que debía llegar a los diez kilómetros. En el kilómetro nueve estuve a punto de darme por vencida. Me dolía mucho el talón y estaba física y emocionalmente exhausta. No me creí capaz de más. Sólo me faltaba un kilómetro pero mi cuerpo me decía basta. El último kilómetro de una carrera es el más arduo, el más largo. Es ahí cuando sentimos el peso del camino recorrido y el cansancio se hace evidente en nuestro cuerpo. Es el kilómetro que más esfuerzo y voluntad requiere y el que nos muestra de qué estamos hechos. El apoyo que me dio mi amigo que corría a mi lado me dio el empujón que necesitaba para salir del trance y no detenerme. Ahora me toca a mí darte ese empujón. Te cuento mi historia y hablamos de la meta. Tú puedes, pequeña Traviesa, es el final de la carrera, la parte más difícil pero si tienes paciencia llegarás a donde quieres. Tu papá y tu hermana logran hacerte reír. Las quimios pasan. Tu cuerpo se recupera. Te levantas pues darte por vencida no es lo tuyo. Lucharás hasta el último instante. Ya eres casi una adolescente y eres más hermosa de lo que te imaginas. Empieza a crecerte el cabello, más chino esta vez. A todos nos encantan esos nuevos rizos…

Estamos frente a la Meta. Es 13 de abril, un  viernes más de consulta, un viernes como cualquier otro. La espera es larga pero por fin llega tu turno de pasar al consultorio. El tratamiento ha terminado. Ya no necesitas más quimios ni medicamentos. Ya no más consultas semanales. Comienza el periodo de vigilancia: cinco años de observación, de estar al pendiente de que no haya recaída. Lloro cuando me dan la noticia. Te abrazo a ti. Abrazo a tu papá. Nos abrazamos los tres. Nos falta tu hermana que está en la escuela. Muero por darle la noticia. Quiero gritar. Quiero celebrar. Quiero reír. Quiero llorar. Quiero dar gracias a todos los doctores y enfermeras. A toda nuestra familia y amigos cercanos. A todas las personas solidarias que conocimos en el hospital. A las personas de Aquí Nadie se Rinde que tanto nos apoyaron. A los niños que nos cambiaron la vida mostrándonos su enorme valor. Quiero brincar. Quiero compartir la noticia con el mundo entero.  Nos pasamos el día riendo y llorando, llorando y riendo los cuatro. Abrazamos la vida. ¡Lo lograste pequeña Gran Guerrera! ¡Lo lograste!

Llegamos a la meta y nos sentimos felices. Queremos tirar la casa por la ventana. No podemos dejar de abrazarte…

Han pasado cuatro años. Nos falta sólo uno para terminar el periodo de vigilancia: un año más para cerrar este ciclo. Muchos pensarían que la vida es una fiesta después del cáncer y aunque algo hay de cierto en eso, no es así todo el tiempo.  El regreso a la «normalidad» dista mucho de ser fácil. Ya nos habíamos acostumbrado a esa rutina de doctores y hospitales. La primera semana me desperté varias veces angustiada porque no te había dado tus medicamentos. Me tomaba unos minutos recordar que ya no los necesitabas. Los primeros meses a tu papá y a mí nos angustiaba mucho la posibilidad de que recayeras pues ya no estabas recibiendo tratamiento. Nos tomó mucho tiempo dejar de angustiarnos si tenías gripa, si te dolía la cabeza o el estómago o si tenías fiebre. El camino a la normalidad fue otro reto y todos necesitamos tiempo para acomodarnos. Pero, como diría Michael Ende, esa es otra historia que deberá ser contada en otra ocasión.

Hoy, cuatro años después de la gran noticia, celebro que estés aquí con nosotros. Celebro y admiro tu carrera por la vida. Celebro las risas y también las lágrimas, los buenos y los malos momentos. Celebro y agradezco todo lo que he vivido contigo, con tu papá y con tu hermana. Si pudiera regresar al pasado, no cambiaría nada, absolutamente nada. Recorrería exactamente el mismo camino para llegar este momento,  a este día.

Hoy, 13 de abril, celebramos tu segundo cumpleaños por cuarta vez. Estoy tan emocionada, que al igual que hace cuatro años, río y lloro, lloro y río.   Al mismo tiempo, te digo, Rebeca, que agradezco  los arco iris en nuestras vidas pues a pesar de las tormentas, están siempre llenas de colores.

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Arco Iris

 

 

Vacaciones en la Ciudad

•abril 12, 2016 • Deja un comentario

Llegaron las vacaciones de Semana Santa y este año nos quedamos en nuestra amada ciudad.  Por lo general en esos días la ciudad se vacía y eso me permite visitar varios lugares en un ambiente más tranquilo. El tráfico disminuye y también las largas filas de espera para entrar a un lugar.

Mi marido y yo ya teníamos planeado qué lugares visitar en esos días. Para nuestra sorpresa la ciudad no estuvo tan vacía este año pero de todas maneras disfrutamos mucho nuestras vacaciones.

El primer lugar que visitamos fueron la Fuentes Brotantes en Tlalpan. Este lugar es famoso por sus exquisitas quesadillas. Sin embargo, también en este lugar hay un bonito parque  y un hermoso lago.  Lo primero que hicimos al llegar fue caminar en el parque hasta llegar al lago. Es un recorrido corto y nada cansado.

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Fuentes Brotantes, Tlalpan

Me encantó encontrar, además de patos, tortugas en el lago.  Se veían felices tomando el sol. Sentí nostalgia por mis queridas tortugas, mis mascotas que al final tuve que regalar para que tuvieran mejor calidad de vida en un jardín enorme con caídas de agua donde, además, podían convivir con más tortugas.

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Fuentes Brotantes, Tlalpan

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Fuentes Brotantes, Tlalpan

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Fuentes Brotantes, Tlalpan

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Fuentes Brotantes, Tlalpan

Ese día no había mucha gente y pudimos pasear sin prisa, sin agobiarnos; tuvimos tiempo para admirar el paisaje, para tomar fotografías, para platicar.  Para terminar, mi marido se comió unas deliciosas quesadillas en la Cabaña de Don Juan. Fue una buena idea para comenzar las vacaciones. Ambos teníamos muchos años de no visitar ese lugar.

Nuestro siguiente destino fue la Zona Arqueológica de Cuicuilco, un día después del comienzo de la primavera este año: el 21 de marzo. Cuicuilco proviene de la palabra de origen náhuatl que significa «lugar donde se hacen cantos y danzas». Contrario a lo esperado, fue un día nublado y con mucho viento.  Allá nos quedamos de ver con una amiga muy querida y su mamá. La entrada es libre. Las esperamos sentados en una banca justo frente a las plantas cactáceas.

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Zona Arqueológica de Cuicuilco

Apenas llegaron caminamos hacia la gran pirámide circular.  No pudimos subirla porque no estaba permitido. Supongo que se debe a la gran cantidad de personas que visitamos la pirámide ese día. No sé si sea posible subirla en un día menos transitado.

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Zona Arqueológica de Cuicuilco

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Zona Arqueológica de Cuicuilco

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Gran Pirámide Circular, Zona Arqueológica de Cuicuilco

También hay un museo que visitar en este lugar, pero desafortunadamente estaba cerrado. Hay muchos pirules enormes en el lugar y por un rato nos sentamos a la sombra de uno de ellos. Me dio paz estar ahí. Me sentí afortunada y agradecida por comenzar la primavera en ese lugar acompañada de personas muy importantes para mí. A pesar del día nublado, de que tenía un poco de frío, disfruté mucho estar ahí.

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Zona Arqueológica de Cuicuilco

Nuestra ciudad es muy bonita, pero entre el trabajo, el tráfico y la rutina, a menudo se nos olvida.

El siguiente lugar que visitamos fue Xochimilco. Siempre me ha encantado ir a las trajineras. De niños, mis hermanos y yo siempre le pedíamos a mi papá que nos llevara. Él nos enseñaba a tomar lirios y luego aventarlos. Hoy en día ese lugar, para mí, no ha perdido su magia. Llegamos al embarcadero Belem. El embarcadero no estaba lleno, lo que significaba que podríamos pasear sin tráfico entre trajineras.

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Xochimilco

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Trajineras, Xochimilco

Lo que no nos gustó es lo caro que es alquilar una trajinera si vamos en un grupo pequeño, en este caso, de tres personas.  Se supone que la tarifa es de 350 pesos por trajinera, pero la realidad es otra. Nos querían cobrar casi mil pesos y, además, nos dijeron ya no está permitido compartir la trajinera con desconocidos . Es un abuso. Para que no salga tan caro, es mejor ir en un grupo de por lo menos diez personas.  Pudimos negociar el precio pero nos tocó un viaje de poco menos de una hora cuando deseábamos uno de dos horas.  Nos enteramos que también hay un paseo ecológico y además es económicamente más accesible. La razón por la que no pudimos tomarlo es porque dura cuatro horas y no estábamos preparados para un viaje tan largo en ese momento, quedó pendiente para la próxima vez.

Nos subimos a la trajinera y ya estábamos listos para el paseo. Fue un día muy caluroso y se me olvidó ponerme bloqueador. A partir de ahora debo viajar con un bloqueador en la bolsa (más vale prevenir).

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Trajineras, Xochimilco

Amo pasear en trajinera. Me gusta ver las aves volar, escuchar el sonido del agua,  a los mariachis y también la marimba. Me gusta  ver las artesanias y probar la comida. Además, a lo largo del camino siempre hay algo que ver.

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Invernadero, Trajineras Xochimilco

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Trajineras Xochimilco

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Trajineras Xochimilco

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Trajineras Xochimilco

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Trajineras Xochimilco

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Trajineras Xochimilco

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Trajineras Xochimilco

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Trajinears de Xochimilco

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Trajineras de Xochimilco

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Trajineras de Xochimilco

Esta vez nos encontramos, también, una jacaranda en flor. ¡Me gusta tanto la primavera violeta!

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Trajineras, Xochimilco

Como el paseo fue corto no pudimos pasar por la casa de las muñecas que tanto miedo le da a algunas personas pero que a mí me gusta.  El tiempo se fue volando: cuando menos lo imaginé llegó la hora de bajarnos de la trajinera. Nuestro paseo no terminó allí.  Caminamos a la Catedral de Xochimilco. Ahí vi un jardín muy bonito con la figura de la virgen en el centro.

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Catedral de Xochimilco

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Jardín de la Catedral de Xochimilco

De ahí nos seguimos al mercado.

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Mercado Xochimilco

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Mercado Xochimilco 

Ahí compramos unas tortillas recién hechas y exquisitas. Por supuesto, me preparé un taquito con sal que fue una verdadera delicia. No me esperaba que el tortillero me llamara para que le tomara fotos a la tortillería y viera cómo se hacen las tortillas. Yo aproveché la oportunidad, encantada. Me preguntó de dónde era y cuando le dije que era mexicana se sorprendió pues pensó que yo era alemana.  ¡Por eso me dijo que tomara fotos!

En el mercado también compramos fruta,  el mamey estaba exquisito. Estaría genial poder ir más seguido y comprar ahí las tortillas.  Terminamos el día con una divertida partida de rummy en casa.

Todavía nos quedaba un par de días para seguir paseando. El viernes santo visitamos el Bosque del Desierto de los Leones. Mi marido tenía muchas ganas de ir y yo no había ido antes. El camino para llegar fue un poco largo. En San Bartolo Ameyalco nos encontramos con muchos Judas enormes, los cuales habían sido elaborados para participar en el concurso al mejor Judas y después serían parte de la famosa Quema del Judas. No sabía de la existencia de este concurso. Algunos de los Judas estaban increíbles.

 

Ya casi para llegar pasamos por el famoso kilómetro 31, el de las leyendas de miedo y el que da nombre a la famosa película mexicana. Me causó gracia pasar por ahí, no pude evitarlo.

Llegamos al bosque y había mucha gente. Cuesta veinte pesos la entrada.  Nos tomó unos minutos encontrar un lugar para estacionarnos.  Caminamos hacia el bosque. La ventaja de este lugar es que, a pesar de que era un día muy caluroso, había mucho viento; por lo tanto era casi imposible sufrir por el calor.

Me gustan los bosques sobre todo por el olor de sus enormes árboles. Me hace feliz estar en contacto con la naturaleza. Mi marido tenía razón: el lugar me encantó.

Lo primero que planeábamos hacer era visitar el Exconvento del Desierto de los Leones pero la fila estaba un poco larga, decidimos entrar más tarde. Caminamos por el bosque. Bajamos y bajamos. Hay lugares con pequeñas caídas de agua y ya más abajo está el lago que nos encantó a ambos. Es un lugar tan fresco como acogedor.  A pesar de la cantidad de gente que estábamos ahí ese día,  había calma y pudimos estar tranquilos.  Nos sentamos un rato para platicar, para disfrutar, para descansar y de paso para que yo pudiera comerme mis frutas.  Estábamos tan a gusto que nos quedamos más tiempo del planeado.

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Bosque del Desierto de los Leones

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Bosque del Desierto de los Leones

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Bosque del Desierto de los Leones

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Bosque del Desierto de los Leones

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Bosque del Desierto de los Leones

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Bosque del Desierto de los Leones

Decidimos regresar al Exconvento. Casi no había fila esta vez y entramos rápido. Si mal no recuerdo cuesta como 13 pesos la entrada. El museo no está mal pero lo que más vale la pena visitar son los jardines de flores coloridas.

Cerca del Exconvento hay varios puestos donde venden un poco de todo: artesanías, sombreros, juguetes y dulces típicos de México, los cuales se me antojaron mucho.

Más adelante, camino al lago, hay varios restaurantes. Comimos en uno llamado «Antojitos de Chonita».  Nos gustó a ambos. El lugar era agradable, nos atendieron muy bien y la comida estuvo rica.

Conforme pasaba el tiempo, el viento arreciaba y nos fuimos a casa justo cuando yo ya tenía frío.  ¡Me encantó el bosque del Desierto! ¡Tenemos que llevar a nuestras adolescentes a ese lugar!

Las vacaciones se terminaban y el último recorrido que hicimos fue a las pirámides de Teotihuacán, uno de mis lugares favoritos. Aunque me encanta, no vamos muy seguido y me emocionaba mucho volver.

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Camino a las Pirámides de Teotihuacán

 

Contrario a lo que imaginábamos, el lugar estaba lleno.  Por la fila tan larga nos tardamos en llegar y luego en encontrar lugar para estacionarnos. El sol estaba muy intenso y nosotros olvidamos nuestros sombreros; por lo menos esta vez sí me acordé de traer manga larga.

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Llegando a Teotihuacán

La entrada a las pirámides cuesta 65 pesos e incluye el jardín botánico y el museo. Lo primero que hicimos fue caminar por el jardín botánico. Hay plantas cactáceas y flores blancas, amarillas y anarajandas. Está muy bonito. Desafortunadamente pocas personas visitan este jardín, éramos casi los únicos ahí.

Después ya nos fuimos a la pirámides. Estar en Teotihuacán me renueva, me da vida, me hace feliz. Siempre me anima visitar este lugar. No sólo por su belleza, también por su historia y su energía, por lo que me transmite y hace sentir.  Amo subir a las pirámides del sol y de la luna, mirarlo todo desde las alturas. Sin embargo, por primera vez no me fue posible subir a la pirámide del sol. Había demasiada gente y la fila para subir era enorme. La espera nos tomaría por los menos un par de horas. Nunca me había tocado ver Teotihuacán tan lleno de gente. Aprendí mi lección: no visitarlo cuando comienza la primavera.

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Fila para subir a la Pirámide del Sol Teotihuacán

De todas formas la pasamos muy bien. Teotihuacán es esplendente. Caminamos por la Calzada de los Muertos hasta llegar a la pirámide de la Luna. Esa sí pude subirla. Tomé todas las fotos que pude y sentí el viento en mi cuerpo. Respiré profundamente y me sentí agradecida. La vida, aunque a veces es muy dura, es también muy hermosa. Me sentí tan ligerita que casi volaba. Me tomé mi tiempo para bajar y regresar con mi marido, quien me esperaba oculto en la sombra.

Quería comprar muchas de las artesanías que vi, muchas piedras, anillos y pulseras. Quizá para la próxima vez haya oportunidad de hacerlo. Me estresó un poco el sonido que imitaba a los jaguares que retumbaba en todos lados y me hizo falta escuchar más instrumentos prehispánicos.

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Teotihuacán

No quería irme. Estábamos acalorados pero muy a gusto. Siempre me falta tiempo cuando se trata de visitar Teotihuacán. Siempre quiero quedarme más cuando llega la hora de irme.  Esta vez no entramos al museo ni pudimos quedarnos a comer.

Regresamos a casa un poco insolados  y agotados pero de muy buen humor.  Disfrutamos nuestras vacaciones en casa, en nuestra ciudad y sus alrededores; sin embargo, todavía nos faltan muchos lugares que visitar, que conocer y reconocer de nuestra hermosa ciudad, la Ciudad de México.

 

 

 

 

Higos y Caracoles

•marzo 23, 2016 • Deja un comentario

La casa de mis abuelos paternos, cuando vivían en Coyoacán, tenía un jardín enorme. A los nietos nos encantaba jugar en los columpios, correr por todos lados, hacer pasteles de lodo, recolectar caracoles y jugar escondidillas.

Mis recuerdos de esa época han estado siempre relacionados a los juegos con mis hermanos y mis primos; sobre todo con mi prima (la única prima casi de mi edad, yo soy un año mayor que ella) y las travesuras que juntas organizábamos. El ser las nietas mayores nos dio la oportunidad de dirigir a los demás nietos. No sólo se trataba de hacer travesuras, también preparábamos espectáculos para entretener a los adultos (obras de teatro improvisadas o canciones que iban acompañadas de bailes).

Hasta hace relativamente poco, recordar esa época no me hacía pensar en mis abuelos paternos. No me sentía particularmente cerca de ellos en mi infancia; sin embargo, en los últimos meses me he llenado de imágenes de ellos que no sabía que tenía guardadas. Cuando viene a mi mente el jardín de mis abuelos, recuerdo la higuera grande y a mi abuelo comiendo higos, sonriendo. Aprendí a comer higos gracias a él y a mi papá.  Me gustan por suaves y dulces, porque representan mi infancia. Mis tíos y también mi papá, trepaban al árbol y sacudían sus ramas para que los higos cayeran. Últimamente pienso mucho en la sonrisa de mi abuelo. Comía sus higos como si fueran un gran regalo,  un momento extraordinario. Ahora me doy cuenta de que era una forma de expresar, también, cuánto amaba la vida.

En esa época, a mi abuela la recuerdo sentada la mayor parte del tiempo. Era muy seria y no hablaba mucho. Me resultaba difícil comunicarme con ella. Nunca sabía qué decirle pero apreciaba los detalles que tenía conmigo. Una vez me trajo un muñeco típico de Rusia cuando viajó a Europa con mi abuelo. Recuerdo que tenía pantalones rojos, camisa blanca y me gustaba jugar con él. Años después me regaló una muñeca de trapo que colgué en una pared de mi cuarto y que guardé por varios años hasta que la tela ya estaba toda desgastada.

Con mi abuelo probé el huitlacoche. No sé si estábamos en la Marquesa o en algún lugar con pasto y mucho viento. No me pareció nada atractivo el color del huitlacoche pero él me convenció de pedir una quesadilla. Me dijo que era delicioso. Le hice caso y me gustó, me gustó mucho. Disfruté mi quesadilla en compañía de mi abuelo.

Me gustaba verlo reír. Hoy, alrededor de treinta años después, percibo lo mucho que apreciaba y disfrutaba los pequeños detalles de la vida, lo mucho que disfrutaba vivir. En esa época me pesaba más su apariencia dura que me intimidaba un poco.

Tenía catorce años cuando se fueron a vivir a Querétaro, cuando nos despedimos de la casa grande, del jardín enorme donde mi papá, mis hermanos y yo jugábamos pelota en días de lluvia, de la higuera y de sus sabrosos higos.

En Querétaro mi abuela se volvió cariñosa. Me abrazaba siempre que la visitaba y me pedía que fuera más seguido a verlos. Cuando cumplí dieciséis años me regaló unos aretes plateados, me gustaron tanto que a mis 39 años todavía los uso. También en esos años me regaló uno de mis libros favoritos: Helena, Amor Mío de Lucio di Crescenzo. Siempre me ha gustado la mitología griega.  Mucho tiempo pensé que  ella casi no me conocía, pero con esos detalles me demostró lo contrario. Nunca le dije cuánto me gustó ese libro ni tampoco le pregunté si ella lo había leído. Lamento no haberlo hecho como también lamento no haber hablado de tantas otras cosas que ahora sé que compartimos. Hay tanto que no vemos durante la adolescencia, tantas cosas que se nos escapan y que nos toma años apreciar después…

No, no fui muy cercana a mis abuelos en la primera parte de mi vida. Era ya un adulto cuando se cayó el muro que me distanciaba de ellos. Creo que empezó a caer cuando fui a Torreón a visitar a mi prima y ellos también estaban ahí.  Ahí descubrí que mi abuelo tenía una agenda en la que siempre escribía.  Me enseñaba varios dichos que le gustaban. Se reía mucho. Mi abuela era más aprehensiva y le costaba trabajo abrirse, pero me abrazaba y buscaba platicar conmigo. Quizá fue a partir de ese momento cuando empecé a conocerla. Sé que fue una mujer que luchó por el bienestar de sus  nueve hijos, que  aunque no era muy cariñosa los amaba mucho y les dio lo mejor de sí misma.  No hablaba mucho de ella pero sé que fue una mujer fuerte, sobreviviente de tormentas, firme.

Madurar nos hace ver la vida de manera diferente. ¡Es sorprendente cómo cambia nuestra percepción de las personas, de las situaciones que vivimos!  También nuestras expectativas se transforman.

Tenía yo veintinueve años cuando mi abuelo estuvo hospitalizado por una caída. En ese entonces yo pasaba por un momento muy difícil y aunque trataba de ocultarlo, yo estaba muy triste. Había terminado una larga relación y mi corazón estaba bien roto.  Fuimos a verlo al hospital. Se estaba recuperando bien y estaba de buen humor. En realidad, no recuerdo a mi abuelo enojado nunca. A veces era frío y serio, fue un hombre muy duro, pero no se enojaba fácilmente.  Cuando me acerqué a saludarlo esa vez, me miró con mucha ternura y me dijo que me admiraba, que admiraba mi fortaleza porque no era fácil mantenerse de pie después de terminar una relación de tanto tiempo. Me abrazó. Entendió mi dolor y me lo dijo sin preámbulos y con respeto.  Me dijo justo lo que necesitaba oír y me entendió cómo necesitaba ser entendida. Mi abuelo nunca había sido tan amoroso conmigo. Contuve mis lágrimas en ese momento, pero le agradecí sus palabras con todo mi corazón. Me dio la paz que necesitaba. ¡Mi abuelo me admiraba! Nunca lo habría imaginado. La emoción me invade al recordarlo. Fue un momento impactante para mí. Últimamente, en los momentos difíciles escucho esas palabras que tanto me ayudaron esa tarde.

Las siguientes veces que lo vi, ya en su casa, con salud, lo recuerdo caminando (amaba caminar) o sentado escribiendo en su agenda y silbando alegremente. Le gustaba silbar mientras escribía. Yo me sentaba a su lado.  Siempre me sonreía. Algunas veces me mostraba lo que escribía; otras me hacía preguntas sobre mi vida o me contaba alguna anécdota suya. En esos años ya no me parecía un hombre duro ni frío, me parecía un hombre en paz con la vida, tranquilo y lleno de optimismo.

Mi abuela también se transformó: era mas cariñosa, sonreía y hablaba más que antes. Cada visita me resultaba más fácil platicar con ella. Me seguía sorprendiendo que me abrazara mucho pero también me hacía sentir muy bien.

Abuelos

Mis abuelos

Mi abuelo  murió en el 2009. Me contó mi prima que ese día hubo un arco-iris doble en el cielo. Me hubiera gustado verlo. ¡Qué hermosa despedida le regaló la naturaleza! Murió en paz a sus noventa y tantos años. Fue un hombre lleno de salud, que manejó hasta sus ochenta y tantos años y que daba clases de matemáticas a sus nietos a esa edad. Cuando pienso en él, me hace sentido la expresión de fuerte como un roble. Así era él.    No lloré su muerte, más bien le agradecí todo lo que me enseñó.  Lo siento más presente en mi vida ahora que cuando estaba vivo.  Tengo antojo de higos y de huitlacoche. Algunas tardes, cuando estoy sola, lo siento a mi lado y puedo ver su sonrisa. Gracias, abuelo, por enseñarme a ver el poder de la voluntad, a creer en la fuerza de nuestra mente, por contagiarme tu optimismo.

En su funeral, después de muchos años, volví a ver a mis tíos que viven lejos  y a partir de ese momento mi relación con ellos se volvió más profunda y fuerte.  Sé que cuento con ellos y su amor me ha abierto puertas en momentos complicados. Pienso que, de alguna manera, ese reencuentro fue un regalo de mi abuelo.

En ese entonces, mi abuela ya se había sumergido en su mundo, una realidad alterna donde se reía como niña traviesa y sus carcajadas eran algo nuevo para mí. Me contaba cosas de su vida cuando era joven que no sé si eran recuerdos o cosas que se imaginaba, pero me gustaba escucharla. A veces sabía que yo era su nieta, otras parecía confundirme con una amiga cercana, su confidente. Cuando la visitaba, me tomaba de la mano, me contaba chistes y reía divertida. A veces me susurraba cosas al oído y sonreía como adolescente despertando a la vida. No siempre entendía lo que me decía, pero disfrutaba mi tiempo con ella. En ese mundo que ella se había creado parecía feliz y su felicidad me conmovía. Le encantaba que la visitara con mi marido e hijas. Las abrazaba mucho.  A veces nos reconocía, otras no, pero siempre se alegraba al vernos y nos pedía que la visitáramos más seguido.

Cuando íbamos, me sentaba a su lado y nos quedábamos tomadas de la mano. Las últimas veces ya casi no se entendía lo que decía, pero me gustaba escucharla y sentirla cerca. Una vez estaba muy lúcida. Me preguntó por mi papá y si le seguía yendo al mismo equipo de fútbol. Después me preguntó por la salud de Rebeca y se alegró  mucho de saber que ya estaba bien. Sentí un nudo en la garganta: no pensé que ella tuviera conciencia de eso. Nos abrazó mucho cuando nos despedimos. Sonrió.

Hace tres semanas recibimos la noticia de su muerte. Su agonía fue larga y lo primero que sentí fue una gran paz porque ya no estaba sufriendo, porque ya no sufriría más. Ya estaba descansando. ¡Ahora vuela en libertad!  Abu ya está tranquila.

Mi mamá, mis hermanos, mi sobrino de seis años  y yo nos fuimos a Querétaro, un viaje exprés para despedirnos de ella y estar con mi papá, mis tíos, mis primos.  En la carretera yo miraba el cielo, emocionada. Mi sobrino me preguntó si ya quería irme al cielo. Me reí y le enseñé a buscar figuras en las nubes. Encontramos perros, pájaros y hasta tormentas. Las nubes estaban más hermosas que de costumbre y el clima fue muy benévolo. Nunca tuve frío.

Llegamos directo a la funeraria. Abracé a mi papá. Llegaron mis tíos. Mi abuela estaba bien. Sentí como me abrazaba y me mostraba el mundo a través de sus ojos, me envolvió en una paz enorme que deshizo los nudos que tenía adentro y me permitió mirar las cosas de otra manera, con más empatía y perdón. Le di las gracias en silencio.

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Flores en el Funeral

Pasamos la tarde en la funeraria. En familia contamos anécdotas, reímos, nos acompañamos. En familia nos despedimos de ella. Ya más noche nos fuimos todos a cenar al Pata, como en tiempos anteriores, como siempre. Reímos, comimos, convivimos, compartimos como la familia que somos. Me sentí feliz y agradecida. Mis abuelos vivieron una vida larga y plena. Sus hijos y nietos estábamos ahí, juntosy  celebrando sus vidas y las nuestras.

Me fue difícil regresar a la ciudad, quería quedarme más tiempo para abrazar más a mi familia; aunque no nos veamos seguido, saben que los quiero.

En la tarde, mi marido, nuestras adolescentes y yo fuimos a caminar a Coyoacán. Por algún motivo no había mucha gente. Era una tarde silenciosa, tranquila y llena de sol.  El lugar se parecía al Coyoacán de mi infancia. Mientras miraba a mi alrededor, sin previo aviso, se me salieron las lágrimas. Lloré por mi infancia de higos y caracoles. Lloré porque ya no tengo abuelos. Lloré por aquellos años que han pasado porque la nostalgia me sobrepasó en ese momento. Mi marido y mis adolescentes me abrazaron. Me sentí feliz por tenerlos a mi lado. Feliz porque mi abuela ya no sufriría. Feliz por los abuelos que tuve con sus cualidades y defectos. Feliz por mi familia.

Celebro la vida de mis abuelos y agradezco sus enseñanzas.

Abu, un botón nació en mi rosal mágico el día de tu muerte. Ya pronto se abrirá, quizá para tu cumpleaños, la próxima semana, pueda regalarte una radiante rosa blanca…Habrías cumplido noventa y ocho años.

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Botón de Rosa Blanca

Una noche de poesía…

•marzo 22, 2016 • Deja un comentario

¿Dedicar una noche entera a escuchar poesía? Fue lo primero que me vino a la mente cuando me encontré con el evento en Casa de Francia: Noche de la Poesía Francófona el 12 de marzo de 2016. Comenzaría a las seis de la tarde y terminaría a las seis de la mañana. He pasado muchas noches en vela por insomnio, por escribir o leer, por ir a fiestas, ¿por qué no dedicar una noche entera a la poesía?  Tenía que ir, me resultaba inimaginable perderme ese evento. Me emocionó que mi familia quisiera acompañarme.

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El sábado apenas terminamos de comer nos fuimos a la Casa de Francia, no pudimos llegar a las seis, llegamos pasadas las ocho y media. La entrada era libre. En el Foro Principal estaba por terminar un concierto.  En el transcurso de la noche habría varios eventos, muchos de ellos, simultáneos. Tendrían lugar en los diferentes foros y salas de la Casa de Francia.

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Programa de la Noche de la Poesía Francófona

Nos resultaría imposible participar en todos los eventos, pero ya teníamos una idea de en cuáles queríamos participar.

Había mucha gente en el lugar. ¡Éramos muchas las personas dispuestas a pasar una noche de poesía!  Cabe mencionar que no era necesario hablar francés para disfrutar de esta noche pues la mayoría de los eventos se realizaron en francés y español ya fuera por medio de lecturas bilingües o subtítulos.

Antes de las nueve ya estábamos formados para entrar al foro 1  para ver «Je t’aime, yo tampoco», a cargo de Angélica Aragón, Arcelia Ramírez, Ianis Guerrero y Jean-Christophe Berjon. Siempre he admirado a Angélica Aragón. Me emocionaba mucho verla leer poesía. Ella y Arcelia Ramírez son grandes actrices y sus trabajos son de calidad. Las admiro y no dudé en entrar a verlas.  No alcanzamos lugar para sentarnos, pero eso no fue problema pues estábamos cerca y teníamos buena vista al escenario. Los cuatro oradores vestían de negro y ambas mujeres llevaban el pelo recogido. Me gustó mucho su imagen y su manera de moverse en el escenario. Se notó que trabajaron en esta puesta en escena y nos dieron un  espectáculo extraordinario. No se trató sólo de leer poesía, sino de vivirla, apropiarse de ella como si ellos la hubieran escrito. Nos hicieron sentir cada palabra ya fuera para disfrutarla o sufrirla.  Leyeron por parejas. Comenzaron con Femme Noire (Mujer Negra) de Léopold Sédar Senghor, después siguieron con Guillaume Apollinaire, Gaston Miron, Louis Labé.  Entre mis favoritos estuvo el breve pero hermoso y delicioso poema L’Amoreuse (La Enamorada) de Paul Éluard. Leyeron también una poesía de Renée Vivien y después Sonnet du Trou du Cul (Soneto al Hueco del culo) de Paul Verlaine y Arthur Rimbaud que nos sacó unas risas discretas a varios de los que estábamos ahí presentes. Pero no todo fue  delicioso, con  Le Condamné à Mort (El Condenado a Muerte) de Jean Genet empezó a cambiar el tono y sentirse el dolor en la poesía. Cuando Jean Christophe Berjon dijo los primeros «Ne me quittez pas» (No me dejes) del poema del mismo nombre de Jacques Brel, se me empezaron a salir las lágrimas. En su voz se percibía el sufrimiento y con cada palabra yo sentía que me rompía, era un golpe imposible de esquivar. Arcelia Ramírez lo leyó en español y se desmoronaba con cada «no me dejes». Volví a llorar. Sufrí en dos idiomas. Seguido de este poema, llegó «La Séparation» de Marceline Desbordes-Valmore en la voz de Angélica Aragón primero. «Il le faut, je renonce à toi» (ES necesario, renuncio a ti)… y mientras  Angélica miraba a Ianis Guerrero sentía esa desesperación que llega cuando una relación se acaba pero la esperanza de mantenerla viva sigue y le decía: » Mon coeur encor ne se rend pas» (Mi corazón todavía no se rinde), yo lloraba conmovida. La versión en español conservó la misma fuerza y yo los miraba agradecida por esa impecable actuación, por ese instante de versos infinitos con los que comenzó mi noche de poesía.

Ya casi para terminar,  los cuatro juntos leyeron  Il n’y a pas d’amour heureux (No hay amor feliz) de Louis Aragon.

Il n’y a pas d’amour heureux VIDEO

Cerraron con la conocida canción Je t’aime, moi non plus, la cual es famosa por ser demasiado cursi ( a muchas personas no les gusta por eso); sin embargo, ellos la interpretaron de manera diferente, con mas intensidad y, me dio la impresión, que mofándose un poco del estilo cursi de la original. Me divertí con esta nueva versión y me pareció que ellos también lo hicieron. Fue un cierre inesperado y genial. No dejamos de aplaudir cuando terminaron.  Y todos los espectadores fuimos muy respetuosos durante las lecturas: no sonaron celulares, no hubo interrupciones de ningún tipo. Me encantó ser parte  de un ambiente de respeto y amor a la poesía. Ese ambiente prevaleció en los eventos en los que estuve presente.

A las diez, en el foro principal, comenzó Cristal Automatique, concierto literario de BabX, cuyo nombre es David Babin.  Me encantó su propuesta. Musicalizó los textos de poetas como Arthur Rimbaud, Charles Baudelaire, Jean Genet, Antonin Artaud, Jack Kerouac. Me conquistó su voz y su estilo tan original del ritmos variados. Me sentí feliz, llena de energía y entusiasmo, con la sensibilidad a flor de piel. Me dieron ganas de bailar en esa noche sin viento ni luna, de palabras y silencios, de vigilia con rimas.

BabX (2)

Cristal Automatique, concierto literario de BabX,   Noche de la poesía francófona en México.

Me encontré este link con el concierto de BabX, Cristal automatique (Concert littéraire à la Maison de la Poésie)

El evento que escogimos para las once de la noche fue el Deambular Poético con François Olislaeger a través de la exposición sobre Marcel Duchamp y la lectura bilingüe con Jaime Moreno Villarreal de poesías surrealistas. Siempre me ha gustado mucho el surrealismo. François Olislaeger leyó algunos fragmentos de su libro: Marcel Duchamp. Un petit jeu entre moi et je. Después hubo una lectura bilingüe de poemas surrealistas. François Olislaeger leía en francés y Jaime Moreno Villarreal en español. Antes de leer cada poema, Jaime hablaba un poco sobre la época en la que se escribió el poema y también lo explicaba. No me arrepiento de mi elección pues disfrutamos mucho esta sesión.  Después recorrimos la exposición sobre Marcel Duchamp.

Deambular Poético Francois Olislaeger y Jaime Moreno Villarreal (1)

Exposición sobre Marcel Duchamp

A medianoche en el Foro Principal se presentó «Mourir Tendre» de Guy-Régis Junior. Hèléne Lacroix lo acompañó con el piano y también declamando una parte de esta obra. Amo el francés, su sonido me emociona y esta poesía fue muy intensa. A pesar de que no tuvo traducción, impresionó también a mis adolescentes.  Me quedé con escalofríos en la piel y con ganas de leer «Mourir Tendre» en soledad, despacio y más de una vez. Quiero comprar este libro y también ver la interpretación de nuevo. Quiero sentir la angustia del piano, la poesía de la agonía y el amor.

Nuestras adolescentes estaban exhaustas. Mi marido las llevó a la casa y yo, por fin, tuve unos minutos para sentarme y descansar un poco. La noche me abrazaba y yo estaba feliz.

A la una de la mañana alcancé lugar para la lectura en la oscuridad en el foro 2. Era un cuarto oscuro con una pantalla grande. Todos estábamos sentados. Quienes leerían los poemas estaban sentados entre nosotros, los espectadores.  Empezó la sesión con una voz que emergía de la oscuridad recitando un poema dedicado a la noche de Henri Michaux, los subtítulos se veían en la pantalla. Le siguió Alta Vigilancia de Luis Vicente de Aguinaga.  Se leyeron poesías de Bernard Dadié, Francisco Serrano, Guillaume Apollinaire, Léopold Sédar Senghor, Jaime Sabines, Charles Baudelaire, Blanca Luz Pulido, Émile Verhaeren, Paul Verlaine, Léon-Paul Fargue, Philippe Jacottet.  Algunas veces cerraba los ojos y dejaba que las voces me guiaran.  Uno de mis momentos favoritos fue la lectura de La Nuit de Mai de Alfred de Musset, se trataba de una conversación entre el poeta y su musa. De un lado de la sala se escuchaba la voz del poeta y del otro, la de su musa.  Fue romántico, fue emotivo, fue maravilloso.  De la oscuridad salían las voces perfectas, llenas de música y yo no quería que pararan. Cerraron con Nuit d’eté de Émile Nelligan y À Laudes (VI) de Jean Racine. Hubo muchos aplausos. Me tardé en levantarme de la silla pues quería más.  Antes de salir del foro, le pregunté a una de las organizadoras si tenían el programa con los nombres de los poemas que se le leyeron y me dijo que no; sin embargo, me dio las hojas numeradas con los poemas de esa sesión.  ¡Me quedé con todos los poemas! ¡Qué gran regalo me dio!  Quería la lista para buscar los poemas y leerlos con calma después y ella me los dio todos. Ahora puedo leerlos cuando quiera en ese mismo orden mágico. Salí sonriendo de oreja a oreja.

Después de eso conseguí un boleto para una lectura íntima con Guy-Régis Junior.  ¡No podía creerlo! La lectura íntima es una sesión de poesía privada entre el autor y el lector ahí presente. Sólo daban 0cho boletos por autor a las primeras ocho personas que llegaran a pedirlos.  ¡Y yo había conseguido uno!  También a mi marido le tocó un boleto.  Mientras esperábamos nuestro turno, nos sentamos a escuchar el concierto de Chloé Delaume.

Chloé Deiaume (1)

Chloé Delaume

Me puse nerviosa cuando llegó mi turno para la lectura íntima. Fue en una sala pequeña, a la  luz de las velas. Sólo había una mesita y dos sillas. Frente a mí estaba Guy-Régis Junior listo para leerme un poema.   Me leyó algo del René Philoctete, del libro Ces Îles qui Marchent.  Me quedé petrificada en la silla. Lo escuchaba extasiada. ¡Guy-Régis Junior me leía a mí! Me mostró el libro de René Philoctete. Sólo lo miraba sonriendo, me sentía tímida y torpe. Logré darle las gracias y felicitarlo. Nunca había vivido algo así. Me siento muy afortunada por haber tenido esa experiencia.

A las tres de la mañana Laurence Ouellet-Tremblay nos compartiría sus poesías. A pesar de la hora, había como veinte personas en el foro. Nosotros nos sentamos hasta adelante. Laurence Ouellet-Tremblay ya estaba ahí y estaba sorprendida de ver a tantas personas. Nos saludó como si ya nos conociéramos. Sus poemas eran breves pero contundentes. Al principio me costó un poco de trabajo asimilar su estilo, después encontré el sabor de su poesía.   ¡La noche se acababa y yo no quería irme!

Laurance Ouellet Tremblay (1)

Laurance Ouellet-Tremblay

Nos quedamos un rato  más. Iba a haber una tocada colectiva a las cuatro, pero no fue así. Hubo café y conchas gratis para quienes quisieran.  Pusieron música y bailamos un poco mi marido y yo. Miré a la jacaranda violeta que iluminaba la madrugada. Me sentí afortunada, muy afortunada.

Sin dudarlo volvería a quedarme despierta toda una noche para llenar mi alma de poesía…

Dans la nuit

Dans la nuit

Je me suis uni à la nuit

À la nuit sans limites

À la nuit.

Henri Michaux

 

 

 

 

Domingo en Viveros

•febrero 29, 2016 • Deja un comentario

Hoy es una mañana nublada y fresca. Me despierto con ganas de ponerme los tenis; tengo los pies inquietos y también el cuerpo ansioso. ¡Quiero ir a los Viveros!  Despierto a mi marido y le pregunto si quiere acompañarme. Asiente. Nos levantamos y unos minutos más tarde salimos de la casa. Estoy tan emocionada que se me olvida desayunar algo.

En los Viveros estiro los brazos y las piernas. Caliento unos minutos. Cuando termino, pongo la radio en mi celular y activo la aplicación que mide los kilómetros que avanzo. Estoy lista. Ni siquiera la colitis del día anterior puede detenerme. Respiro despacio, mis pulmones se inflan y desinflan alegremente: estoy sana, estoy fuerte, estoy aquí.

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Viveros, Coyoacán.

En estos dos meses sólo he corrido en la caminadora y esta vez, por fin, lo haré al aire libre.  Estoy lista. Cuento hasta tres y empiezo a moverme con el viento. La música me motiva y empiezo a adquirir velocidad. Me siento un poco tiesa, pero no me detengo. Veo a dos corredores avanzando a buen ritmo, me preparo para alcanzarlos. Son mejores que yo. Ir a su paso me ayuda a adquirir velocidad. Aprendo de ellos. Voy a su lado y me esfuerzo para no quedarme atrás.

Corro.

Me desconecto de mis preocupaciones y miedos. Me concentro en mis piernas, en mi abdomen, en mantener la boca cerrada y respirar bien. El viento se filtra en mi nariz y todo se vuelve fresco. A mi alrededor hay árboles y a veces ardillas. Me siento una con la naturaleza. Me siento libre.

Corro.

Me acerco al segundo kilómetro. Todavía voy al ritmo de los dos corredores. El sudor empieza a enfriarme la espalda y a salpicarme los ojos. Hace veinte años no podía correr ni siquiera 200 metros. Un intenso dolor de caballo me inmovilizaba cada vez que lo intentaba. Me sentía pesada e incapaz de superar mis bloqueos. Después me operaron de la espalda y me prohibieron correr.  Perdí el interés por un tiempo; sin embargo, aquí estoy, invadida por la energía que no tuve en ese entonces, con el objetivo de correr medio maratón este año. No tengo dolor de caballo  ni tampoco de espalda. Mi cuerpo avanza en armonía con la naturaleza.

Corro.

Mi voluntad es firme. Me acerco a los tres kilómetros. El sol comienza a asomarse. Estoy empapada en sudor pero viva. Mis rodillas no se quejan. La música me anima. Sueño con las carreras que quiero realizar. En ese medio maratón que me está esperando. Muevo mis pies, acelero un poco. Tengo la garganta seca. Dejé mi agua al principio del camino. No puedo pensar en ella ahora. Me acuerdo que debo respirar con la boca cerrada.

Corro.

Me acerco al cuarto kilómetro. Necesito bajar la velocidad para recuperarme un poco. Dejo ir a los corredores que me han servido de ejemplo esta mañana. Recupero el aliento. Mi abdomen sigue resentido por la comida grasosa de ayer. Mi voluntad flaquea unos instantes. Me distraigo y mi mente quiere detenerse. Mis pies siguen avanzando y yo pienso en la meta. Me prometí correr por lo menos seis kilómetros hoy. Ya tengo la cara colorada.  No puedo pensar en eso. Puedo lograr lo que me propongo. Me concentro en mis piernas y abdomen. Alejo las dudas y me visualizo en la meta.  Recuerdo el artículo que leí hace unos días sobre el Maratón de Praga. No tengo pensado correr un maratón, pero lo haría sólo por tener la oportunidad de correr por la calles de Praga, mi amada Praga. Esa imagen me levanta el ánimo. Encuentro a otro corredor y prometo seguirlo hasta que mi cuerpo aguante.

Corro.

El corredor aumenta la velocidad y yo le sigo el paso. Es una mañana llena de luz y muy fresca. Mi estómago empieza a quejarse. ¡Qué ocurrencia la mía correr en ayunas! Suelo comerme un plátano antes de hacer ejercicio pero hoy se me olvidó. Sigo corriendo. Todavía no llego al límite, todavía puedo seguir, todavía tengo fuerza para hacerlo. El corredor marca el ritmo y yo lo sigo.

Corro.

Me faltan doscientos metros para llegar a los seis kilómetros. No puedo detenerme. Me pregunto si estoy loca. Son los doscientos metros más largos de mi recorrido. Me parecen eternos pero sigo en pie. ¡Seis kilómetros por fin! He llegado a la meta que me impuse. ¡Lo logré! Me tiemblan las piernas. Me duele el estómago. Me mareo un poco. Camino despacio. Me comprometo a no correr en ayunas y a poner más atención en lo que como. Para mejorar mi condición debo mejorar mis hábitos alimenticios. Le agradezco a mi cuerpo por haber llegado a la meta. Mi espalda y mis rodillas están bien. Sonrío a pesar de la taquicardia. Sigo caminando para relajarme, para estar bien. Estoy en armonía conmigo misma y con mi entorno. Estoy más colorada que nunca pero también más viva.

Una vez que recupero el aliento, tomo fotos al paisaje y absorbo su belleza. Hace calor, pero cada  vez que mi playera húmeda toca mi espalda, me da frío. Después de caminar dos kilómetros, llego al lugar donde dejé mi agua y la tomo despacio. Me reanima.  Hago mis estiramientos. Después me siento unos minutos para terminar de recuperarme. Ahora sí ya estoy lista para regresar a casa y disfrutar el día. Antes necesito urgentemente desayunar.

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Viveros, Coyoacán

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Viveros, Coyoacán

Tengo ganas de bailar. Tengo ganas de reír. Tengo ganas de celebrar. Pero, por sobre todas las cosas, tengo ganas de vivir.

 

 

Primavera, Garibaldi y Luna Llena

•febrero 23, 2016 • Deja un comentario

El invierno se despide y sentir los rayos del sol en mi cuerpo me hace bien. Me gusta este clima templado.  Me encanta caminar por las calles sin tener frío ni tampoco calor. Me emociona despertar con el canto de los pájaros. Ver mis plantas florecer me alegra el día.

A pesar de los duros días del invierno, de las cochinillas algodonosas y las hormigas, mis plantas sobrevivieron. Perdí una dalia y también un rosal, sin embargo, tengo dos retoños de lavanda, uno de albahaca y uno de dalia. Todavía sigo sorprendida por ese último retoño.

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Albahaca

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Dalia

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Lavanda

Me siento tranquila en esta noche de luna llena. Hay en mí mucha paz, comienzo a sentir la armonía que llega después de haber enfrentado varias luchas.

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Ayer mi marido y yo fuimos a pasear a la Plaza Garibaldi. Como era temprano, estaba prácticamente vacía. Pudimos caminar sin prisa y ni estruendo.

Me gustó mirar las esculturas de los músicos y compositores mexicanos importantes. Parada frente a algunos de ellos cantaba en silencio sus canciones. Pensé en que nunca he ido a un concierto de Juan Gabriel y en las ganas que tengo de ir a uno.

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Me vino a la mente el Amorcito Corazón de Pedro Infante.

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Pudimos tomarnos tiempo para apreciar las esculturas y para admirar la plaza.

Es muy hermosa y me gustó disfrutarla en una mañana solitaria.  Me imaginé cómo sería estar ahí en la noche. Quizá alguna vez me atreva a visitarla a esa hora, con todo su folclore, llena de música de mariachis y de personas celebrando.

 

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Garibaldi

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Garibaldi

En la plaza también está el Museo del Tequila. Nos hubiera gustado visitarlo pero abría a la una de la tarde. Me quedé con la curiosidad de conocerlo, ya regresaremos en otro momento.

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Museo del Tequila y el Mezcal, Plaza Garibaldi

Seguimos caminando por las calles del centro. Pasamos por las tiendas para novias y quinceañeras. No pensé que los vestidos de crinolina y colores extravagantes estuvieran tan de moda. Me impresionó la cantidad de tiendas llenas de vestidos de colores neón. Nunca me han llamado la atención esos vestidos. Cada vez que los veo me recuerdan a un pastel enorme y demasiado dulce.

Dimos la vuelta por la Lagunilla.  Tenía más de veinte años de no entrar a ese lugar. Cuando era niña, ahí nos llevaban mis papás (a mis hermanos y  a mí) a comprar nuestros disfraces para diferentes eventos de la escuela. Esta vez no encontramos tantos puestos de disfraces, lo que predominaban eran los vestidos de novia, de primera comunión y, sobre todo, de quinceañeras.  Caminaba por un mundo desconocido para mí.  No suele sucederme, pero me divertí viendo los vestidos con sus colores llamativos, sus brillos y me causaron gracia los ramos con luces del color de las flores.  Yo veía vestidos de Barbie para mujeres reales.

Por otro lado, recordé el vestido de Mi Primera Comunión y la emoción con la que esperaba que llegara el día para estrenarlo. Mi mamá y yo lo escogimos juntas, a las dos nos gustó el mismo modelo. Se trataba de un vestido sencillo, color crema y sin crinolina. No puedo evitar sonreír al recordarlo. Hice mi Primera Comunión a los ocho años y la noche anterior al gran día no dormí por lo ilusionada que estaba. ¡Qué extraño fue pensar en mi Primera Comunión en la Lagunilla, rodeada de vestidos extraños y de quinceañeras emocionadas!  Elegían sus vestidos con el mismo entusiasmo con el que yo había elegido el mío aquella vez.  Con respecto a mis quince años, no me llamó la atención celebrarlo de esa manera. En ese entonces no me gustaban ni las fiestas ni tampoco los vestidos de princesa.

No creí que un paseo tan sencillo me haría reír tanto ni mucho menos que me traería esos recuerdos.  Seguimos paseando por la Lagunilla, esta vez por la parte de antigüedades y muebles. Vi la silla que quiero para mi jardín en la azotea para sentarme junto a mis plantas, pero me desagradó el precio. Vi una mesita que me gustó para el pequeño jardín que tenemos y en el cual ya estoy trabajando para sacarlo de las sombras, para regresarle su encanto. Me imaginé la mesa en el jardín y empecé a pensar en nuestra casa, en cómo podría verse mejor.  Viendo antigüedades y muebles pensé en cómo quisiera decorar la casa, en esos sueños que tengo pendientes.  Me sentí satisfecha, contenta. Con tantos retos en los años pasados, no había pensado en eso. Me hizo bien considerarlo ahora.

En el camino de regreso al auto vimos una majestuosa Jacaranda. Todavía no llega marzo y la ciudad ya se está cubriendo de violeta. Aunque todavía faltan unas semanas para que llegue la primavera, ya siento su presencia. Avanzo hacia ella ligera y animada. Su energía me envuelve y dejo que me guíe su perfume. Mis dilemas existenciales se disuelven con el viento. Quiero sonreír. Quiero cantar con mis grillos y bailar con la luna llena. No quiero perderme los pequeños detalles que nos regalan felicidad.

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Jacaranda

Deseo seguir mirando la vida con la curiosidad e ilusión de los niños. Quiero sorprenderme con los amaneceres y atardeceres, salir a mojarme cuando llueva y reírme con las simplezas de la vida. Me niego a crecer cuando se trata de conservar la capacidad para sentir sorpresa por casi todo y maravillarme con las cosas aparentemente insignificantes que muchos adultos ya olvidaron.