Pesadillas, demonios y una alberca
El cielo está cubierto por un velo gris que nubla nuestros ojos y ensucia el aire que respiramos. Un día más de contingencia en la ciudad debido a la contaminación. Escucho a Dave Gahan mientras me sacudo la apatía. El calor se me adhiere a la piel y tengo la garganta un poco seca.
Hace dos semanas tuve una pesadilla cuyo mal sabor me ha perseguido por varios días. El alivio de abrir los ojos no fue suficiente para ahuyentar a esos fantasmas y me sentí frágil aprehensiva. No es algo nuevo para mí, pero sí algo que hace tiempo no me sucedía. En mi familia son un poco comunes los ataques de pánico. Quizá todos hemos pasado por ellos en algún momento de nuestra vida cuando nuestros miedos quieren dominarnos. Cuando eso me sucedía de niña o adolescente, la mayoría de las veces recurría a mi mamá. En su abrazo encontraba la certeza de que todo estaría bien. Como adulto, la música y la televisión me han ayudado a superar esos momentos de crisis en los que el pánico parece devorarme. En las noches de pesadillas y terrores, sólo con la radio o con comedias como The Adams Family he logrado salir del trance y conciliar el sueño. Ha sido la única manera en la que he podido sobrellevar la resaca de mis pesadillas, la incallable voz de mis demonios.
Por primera vez no tuve la posibilidad de dormir con música ni tampoco con la televisión. Entonces, mientras los demás dormían, yo permanecía despierta, en plena batalla con mis demonios. En silencio intentaba acallar las tinieblas y despegarme los traumas, librarme de las imágenes que me acosaban en la interminable madrugada. Me levantaba agotada, agobiada y sintiéndome indefensa, desprotegida.
Entonces me sucedió algo que no había experimentado nunca antes: mis terrores me estaban dominando y me atemorizaba mucho salir de mi casa. La idea me daba dolor de estómago, como si al cruzar la puerta algo terrible fuera a ocurrirme. Sin embargo, debía hacer las cosas que tenía pendientes. Eso incluyó dos viajes en metro durante dos días seguidos. Los dos implicaban varias estaciones de metro.
El primer viaje fue sólo de regreso a casa. Había demasiada gente, a duras penas logré entrar en el vagón y yo estaba temblando. Unos segundos después del cierre de puertas, el metro se quedó parado unos minutos. Me empezó a doler el estómago. Quería salirme del vagón, correr, ver el cielo. Quise gritar, pedir ayuda, abrazar a alguien. Empecé a sentir el mareo típico de una sobredosis de adrenalina y estuve a punto de perder el control y dejar que mi grito saliera de la garganta mientras los demás esperaban tranquilamente a que el metro avanzara. No, no quería volverme más loca ni hacer evidente mi exageración, mi injustificado terror. Respiré despacio y profundamente. Abrí el libro que tenía en la mano (El Imperio de Ryszard Kapuściński) y en una posición tan incómoda, de pie, casi sin la posibilidad de moverme, logré leer. Las palabras de Ryszard Kapuściński lograron distraerme y salvarme de mis tinieblas. Lo que estaba leyendo no me brindó consuelo pues hablaba de las atrocidades acontecidas en los campos de trabajo de Kolymá en Siberia; sin embargo, me dio una perspectiva diferente de las cosas y cambió mi tren de pensamiento, de tal forma que ni siquiera me percaté cuando el metro comenzó a avanzar de nuevo. Llegué con bien a mi casa y me sentí la persona más afortunada del mundo por eso. A pesar de todo, la pesadilla no me soltaba: era una temible imagen que me acompañaba a todos lados.
El segundo viaje en metro (esta vez de ida y de vuelta) no fue tan estresante como el día anterior, aunque camino a la estación iba luchando contra mi angustia y tratando de llenarme de pensamientos positivos. Como no era hora pico, pude irme sentada y leyendo todo el camino. Después, al salir, no pude evitar sonreír al caminar por las hermosas calles del centro. Había lloviznado un poco y el sol húmedo en mi piel me dio una sensación de bienestar. Agradecí la oportunidad de poder disfrutar de esa tarde, de que todo saliera bien. Llegué a la casa con unos demonios un poco más pequeños pero exhausta por la batalla que todavía no terminaba.
Esa noche fue menos larga que las anteriores, pero desperté con el llanto amarrado al pecho. Me fui al gimnasio y ese día la clase de natación estuvo especialmente intensa. Me concentré en no quedarme sin aliento, en no detenerme. Mientras mi cuerpo se movía con toda la fuerza posible y mi mente estaba libre de miedos, imágenes terroríficas y demonios, tuve una visión que me mostró el verdadero significado de mi pesadilla. Entre brazadas y patadas pude ver con claridad lo que me estaba sucediendo. La pesadilla no era más que el reflejo de mí misma, de cómo me estaba sintiendo por cargar una culpa que no me pertenecía y que me impedía avanzar, una culpa inventada que me tenía estancada. Seguí nadando con más entusiasmo y esfuerzo, como si con cada brazada me deshiciera de lo que me estaba lastimando y tomara consciencia de lo que necesitaba mejorar en mí para volver a estar bien, para resurgir de mis miedos y dejar atrás esas imágenes tan negativas. Salí de la alberca más animada y menos indefensa.
Ahora mis noches ya no son tan largas y la pesadilla se va borrando de mi mente. No me voy a quebrar. De pie me sacudo la apatía. Regreso a la vida. Me obligo a tomar la pluma y despacio me desenredo: un miedo a la vez y también un sueño; una sonrisa por cada lágrima y siempre conmigo la confianza de que todo estará bien.