Higos y Caracoles
La casa de mis abuelos paternos, cuando vivían en Coyoacán, tenía un jardín enorme. A los nietos nos encantaba jugar en los columpios, correr por todos lados, hacer pasteles de lodo, recolectar caracoles y jugar escondidillas.
Mis recuerdos de esa época han estado siempre relacionados a los juegos con mis hermanos y mis primos; sobre todo con mi prima (la única prima casi de mi edad, yo soy un año mayor que ella) y las travesuras que juntas organizábamos. El ser las nietas mayores nos dio la oportunidad de dirigir a los demás nietos. No sólo se trataba de hacer travesuras, también preparábamos espectáculos para entretener a los adultos (obras de teatro improvisadas o canciones que iban acompañadas de bailes).
Hasta hace relativamente poco, recordar esa época no me hacía pensar en mis abuelos paternos. No me sentía particularmente cerca de ellos en mi infancia; sin embargo, en los últimos meses me he llenado de imágenes de ellos que no sabía que tenía guardadas. Cuando viene a mi mente el jardín de mis abuelos, recuerdo la higuera grande y a mi abuelo comiendo higos, sonriendo. Aprendí a comer higos gracias a él y a mi papá. Me gustan por suaves y dulces, porque representan mi infancia. Mis tíos y también mi papá, trepaban al árbol y sacudían sus ramas para que los higos cayeran. Últimamente pienso mucho en la sonrisa de mi abuelo. Comía sus higos como si fueran un gran regalo, un momento extraordinario. Ahora me doy cuenta de que era una forma de expresar, también, cuánto amaba la vida.
En esa época, a mi abuela la recuerdo sentada la mayor parte del tiempo. Era muy seria y no hablaba mucho. Me resultaba difícil comunicarme con ella. Nunca sabía qué decirle pero apreciaba los detalles que tenía conmigo. Una vez me trajo un muñeco típico de Rusia cuando viajó a Europa con mi abuelo. Recuerdo que tenía pantalones rojos, camisa blanca y me gustaba jugar con él. Años después me regaló una muñeca de trapo que colgué en una pared de mi cuarto y que guardé por varios años hasta que la tela ya estaba toda desgastada.
Con mi abuelo probé el huitlacoche. No sé si estábamos en la Marquesa o en algún lugar con pasto y mucho viento. No me pareció nada atractivo el color del huitlacoche pero él me convenció de pedir una quesadilla. Me dijo que era delicioso. Le hice caso y me gustó, me gustó mucho. Disfruté mi quesadilla en compañía de mi abuelo.
Me gustaba verlo reír. Hoy, alrededor de treinta años después, percibo lo mucho que apreciaba y disfrutaba los pequeños detalles de la vida, lo mucho que disfrutaba vivir. En esa época me pesaba más su apariencia dura que me intimidaba un poco.
Tenía catorce años cuando se fueron a vivir a Querétaro, cuando nos despedimos de la casa grande, del jardín enorme donde mi papá, mis hermanos y yo jugábamos pelota en días de lluvia, de la higuera y de sus sabrosos higos.
En Querétaro mi abuela se volvió cariñosa. Me abrazaba siempre que la visitaba y me pedía que fuera más seguido a verlos. Cuando cumplí dieciséis años me regaló unos aretes plateados, me gustaron tanto que a mis 39 años todavía los uso. También en esos años me regaló uno de mis libros favoritos: Helena, Amor Mío de Lucio di Crescenzo. Siempre me ha gustado la mitología griega. Mucho tiempo pensé que ella casi no me conocía, pero con esos detalles me demostró lo contrario. Nunca le dije cuánto me gustó ese libro ni tampoco le pregunté si ella lo había leído. Lamento no haberlo hecho como también lamento no haber hablado de tantas otras cosas que ahora sé que compartimos. Hay tanto que no vemos durante la adolescencia, tantas cosas que se nos escapan y que nos toma años apreciar después…
No, no fui muy cercana a mis abuelos en la primera parte de mi vida. Era ya un adulto cuando se cayó el muro que me distanciaba de ellos. Creo que empezó a caer cuando fui a Torreón a visitar a mi prima y ellos también estaban ahí. Ahí descubrí que mi abuelo tenía una agenda en la que siempre escribía. Me enseñaba varios dichos que le gustaban. Se reía mucho. Mi abuela era más aprehensiva y le costaba trabajo abrirse, pero me abrazaba y buscaba platicar conmigo. Quizá fue a partir de ese momento cuando empecé a conocerla. Sé que fue una mujer que luchó por el bienestar de sus nueve hijos, que aunque no era muy cariñosa los amaba mucho y les dio lo mejor de sí misma. No hablaba mucho de ella pero sé que fue una mujer fuerte, sobreviviente de tormentas, firme.
Madurar nos hace ver la vida de manera diferente. ¡Es sorprendente cómo cambia nuestra percepción de las personas, de las situaciones que vivimos! También nuestras expectativas se transforman.
Tenía yo veintinueve años cuando mi abuelo estuvo hospitalizado por una caída. En ese entonces yo pasaba por un momento muy difícil y aunque trataba de ocultarlo, yo estaba muy triste. Había terminado una larga relación y mi corazón estaba bien roto. Fuimos a verlo al hospital. Se estaba recuperando bien y estaba de buen humor. En realidad, no recuerdo a mi abuelo enojado nunca. A veces era frío y serio, fue un hombre muy duro, pero no se enojaba fácilmente. Cuando me acerqué a saludarlo esa vez, me miró con mucha ternura y me dijo que me admiraba, que admiraba mi fortaleza porque no era fácil mantenerse de pie después de terminar una relación de tanto tiempo. Me abrazó. Entendió mi dolor y me lo dijo sin preámbulos y con respeto. Me dijo justo lo que necesitaba oír y me entendió cómo necesitaba ser entendida. Mi abuelo nunca había sido tan amoroso conmigo. Contuve mis lágrimas en ese momento, pero le agradecí sus palabras con todo mi corazón. Me dio la paz que necesitaba. ¡Mi abuelo me admiraba! Nunca lo habría imaginado. La emoción me invade al recordarlo. Fue un momento impactante para mí. Últimamente, en los momentos difíciles escucho esas palabras que tanto me ayudaron esa tarde.
Las siguientes veces que lo vi, ya en su casa, con salud, lo recuerdo caminando (amaba caminar) o sentado escribiendo en su agenda y silbando alegremente. Le gustaba silbar mientras escribía. Yo me sentaba a su lado. Siempre me sonreía. Algunas veces me mostraba lo que escribía; otras me hacía preguntas sobre mi vida o me contaba alguna anécdota suya. En esos años ya no me parecía un hombre duro ni frío, me parecía un hombre en paz con la vida, tranquilo y lleno de optimismo.
Mi abuela también se transformó: era mas cariñosa, sonreía y hablaba más que antes. Cada visita me resultaba más fácil platicar con ella. Me seguía sorprendiendo que me abrazara mucho pero también me hacía sentir muy bien.

Mis abuelos
Mi abuelo murió en el 2009. Me contó mi prima que ese día hubo un arco-iris doble en el cielo. Me hubiera gustado verlo. ¡Qué hermosa despedida le regaló la naturaleza! Murió en paz a sus noventa y tantos años. Fue un hombre lleno de salud, que manejó hasta sus ochenta y tantos años y que daba clases de matemáticas a sus nietos a esa edad. Cuando pienso en él, me hace sentido la expresión de fuerte como un roble. Así era él. No lloré su muerte, más bien le agradecí todo lo que me enseñó. Lo siento más presente en mi vida ahora que cuando estaba vivo. Tengo antojo de higos y de huitlacoche. Algunas tardes, cuando estoy sola, lo siento a mi lado y puedo ver su sonrisa. Gracias, abuelo, por enseñarme a ver el poder de la voluntad, a creer en la fuerza de nuestra mente, por contagiarme tu optimismo.
En su funeral, después de muchos años, volví a ver a mis tíos que viven lejos y a partir de ese momento mi relación con ellos se volvió más profunda y fuerte. Sé que cuento con ellos y su amor me ha abierto puertas en momentos complicados. Pienso que, de alguna manera, ese reencuentro fue un regalo de mi abuelo.
En ese entonces, mi abuela ya se había sumergido en su mundo, una realidad alterna donde se reía como niña traviesa y sus carcajadas eran algo nuevo para mí. Me contaba cosas de su vida cuando era joven que no sé si eran recuerdos o cosas que se imaginaba, pero me gustaba escucharla. A veces sabía que yo era su nieta, otras parecía confundirme con una amiga cercana, su confidente. Cuando la visitaba, me tomaba de la mano, me contaba chistes y reía divertida. A veces me susurraba cosas al oído y sonreía como adolescente despertando a la vida. No siempre entendía lo que me decía, pero disfrutaba mi tiempo con ella. En ese mundo que ella se había creado parecía feliz y su felicidad me conmovía. Le encantaba que la visitara con mi marido e hijas. Las abrazaba mucho. A veces nos reconocía, otras no, pero siempre se alegraba al vernos y nos pedía que la visitáramos más seguido.
Cuando íbamos, me sentaba a su lado y nos quedábamos tomadas de la mano. Las últimas veces ya casi no se entendía lo que decía, pero me gustaba escucharla y sentirla cerca. Una vez estaba muy lúcida. Me preguntó por mi papá y si le seguía yendo al mismo equipo de fútbol. Después me preguntó por la salud de Rebeca y se alegró mucho de saber que ya estaba bien. Sentí un nudo en la garganta: no pensé que ella tuviera conciencia de eso. Nos abrazó mucho cuando nos despedimos. Sonrió.
Hace tres semanas recibimos la noticia de su muerte. Su agonía fue larga y lo primero que sentí fue una gran paz porque ya no estaba sufriendo, porque ya no sufriría más. Ya estaba descansando. ¡Ahora vuela en libertad! Abu ya está tranquila.
Mi mamá, mis hermanos, mi sobrino de seis años y yo nos fuimos a Querétaro, un viaje exprés para despedirnos de ella y estar con mi papá, mis tíos, mis primos. En la carretera yo miraba el cielo, emocionada. Mi sobrino me preguntó si ya quería irme al cielo. Me reí y le enseñé a buscar figuras en las nubes. Encontramos perros, pájaros y hasta tormentas. Las nubes estaban más hermosas que de costumbre y el clima fue muy benévolo. Nunca tuve frío.
Llegamos directo a la funeraria. Abracé a mi papá. Llegaron mis tíos. Mi abuela estaba bien. Sentí como me abrazaba y me mostraba el mundo a través de sus ojos, me envolvió en una paz enorme que deshizo los nudos que tenía adentro y me permitió mirar las cosas de otra manera, con más empatía y perdón. Le di las gracias en silencio.

Flores en el Funeral
Pasamos la tarde en la funeraria. En familia contamos anécdotas, reímos, nos acompañamos. En familia nos despedimos de ella. Ya más noche nos fuimos todos a cenar al Pata, como en tiempos anteriores, como siempre. Reímos, comimos, convivimos, compartimos como la familia que somos. Me sentí feliz y agradecida. Mis abuelos vivieron una vida larga y plena. Sus hijos y nietos estábamos ahí, juntosy celebrando sus vidas y las nuestras.
Me fue difícil regresar a la ciudad, quería quedarme más tiempo para abrazar más a mi familia; aunque no nos veamos seguido, saben que los quiero.
En la tarde, mi marido, nuestras adolescentes y yo fuimos a caminar a Coyoacán. Por algún motivo no había mucha gente. Era una tarde silenciosa, tranquila y llena de sol. El lugar se parecía al Coyoacán de mi infancia. Mientras miraba a mi alrededor, sin previo aviso, se me salieron las lágrimas. Lloré por mi infancia de higos y caracoles. Lloré porque ya no tengo abuelos. Lloré por aquellos años que han pasado porque la nostalgia me sobrepasó en ese momento. Mi marido y mis adolescentes me abrazaron. Me sentí feliz por tenerlos a mi lado. Feliz porque mi abuela ya no sufriría. Feliz por los abuelos que tuve con sus cualidades y defectos. Feliz por mi familia.
Celebro la vida de mis abuelos y agradezco sus enseñanzas.
Abu, un botón nació en mi rosal mágico el día de tu muerte. Ya pronto se abrirá, quizá para tu cumpleaños, la próxima semana, pueda regalarte una radiante rosa blanca…Habrías cumplido noventa y ocho años.

Botón de Rosa Blanca