Crónica de una colitis anunciada
Hoy hace dos meses tuve una fuerte crisis de colitis acompañada de gastritis y reflujo. El dolor era tan fuerte que sólo podía soportarlo estando en reposo prácticamente sin moverme. Meditar me ayudó a relajarme un poco, a tener paciencia pero no fue suficiente. Cuando ni siquiera el analgésico inyectado me ayudó a sentirme mejor supe que había tocado fondo. Horas después para lograr conciliar el sueño necesité tomar otro analgésico y un masaje en el vientre que mi marido me dio. En ese momento, por fin, encontré la calma y mientras imaginaba que hablaba con mi intestino me quedé profundamente dormida.
Semanas antes de la crisis me sentía pesada, muy cansada y ya no rendía bien en el gimnasio. No tenía energía suficiente para hacer ejercicio todos los días y moría de sueño la mayor parte del tiempo. Además ya había tenido algunas pequeñas crisis de colitis que se repetían con cierta frecuencia. Sabía que tenía que hacer algo al respecto, pero siempre lo dejaba para mañana. Llevaba tiempo comiendo desmesuradamente cosas que me hacían daño y, además, no podía detenerme. Comí harinas (pan), dulces, lácteos y chocolates en exceso. Ese día, después de la crisis tan fuerte, de retorcerme de dolor por horas, quedé física y emocionalmente agotada. También me quedó muy claro que ya no podía hacerme pato: tenía que cambiar mis hábitos, tenía que buscar ayuda. Justo antes de quedarme dormida, en esa especie de conversación que tuve con mi intestino prometí comenzar mi camino hacia la salud.
Al día siguiente ya no tenía ganas de comer nada. Tenía la certeza de que la comida me regresaría el dolor y no quería ni pensarlo. Esa misma mañana fui al nutriólogo que me había recomendado mi hermana. Tenía que aprender a comer de nuevo y era un hecho que no podía hacerlo sola. Ya había llegado al punto en el cual toda la comida me hacía daño. Mi aparato digestivo y yo no estábamos en buenos términos y para encontrar la salud de nuevo teníamos que reconciliarnos.
Mi relación con mi intestino siempre ha sido complicada. Por nerviosa y aprehensiva tuve mis primeros ataques de colitis poco antes de llegar a la adolescencia. Tuve serios problemas de estreñimiento que después de los veinte me llevaron dos veces al quirófano. La última vez me prometí que sería la última. La crisis de hace dos meses me recordó mi promesa. Ya era hora de poner fin a la batalla con mi intestino y encontrar la armonía. Los doctores le pusieron un nombre a mi intestino: Perezoso. Muchas veces esa ha sido la palabra que uso para hablar de él e inclusive para reclamarle. Sobra decir que mi vientre parecía una burbuja grande y dura, que desde hacía meses mi ropa me apretaba y lastimaba, que vivía exhausta porque la colitis siempre me dejaba sin aliento, sin ganas de hacer nada.
Débil y desanimada llegué al nutriólogo. Le expliqué la situación y lo primero que hizo fue revisarme. Después platicamos y me puso varias agujas (también trabaja con acupuntura). Ese día comencé un nuevo régimen alimenticio para reiniciar mi sistema digestivo, para que volviera a aceptar los alimentos, para volver a sentirme bien y a comer sin miedo a sentir dolor.
Mi guía de alimentos a consumir esa primera semana fue suave. Mi alimentación consistió principalmente en frutas (mayormente manzana cocida), verduras al vapor (chayote, zanahoria), atún, pollo y/o pescado. La manzana cocida y el chayote se volvieron mis favoritos, fueron muy nobles con mi aparato digestivo.
A partir de ese momento mi tratamiento ha consistido en dos cosas: ser disciplinada con la guía de alimentos que me da el nutriólogo y trabajar en digerir mejor mis emociones. Por lo tanto, además de seguir la guía al pie de la letra, inicié un diario dedicado a mi intestino donde hasta ahora he llevado un registro no sólo de lo que como y de cómo digiero la comida sino también de mis emociones y de cómo éstas se relacionan con mi intestino, con mi aparato digestivo en general.
Mi aprendizaje comenzó a partir de la meditación que hice el día de la crisis. En este momento encontré en mí una enorme culpa y pude ver con claridad como, además, me estaba autocastigando y también boicoteando por cosas intrascendentes o quizá por costumbre. Pude vislumbrar el camino que debía seguir, pero la intensidad del dolor me dejó sin ánimo de nada.
Descubrí algunas cosas esa primera semana:
- Comía deliberadamente lo que me hacía daño y lo hacía en grandes cantidades; aunque sabía que tenía que parar, simplemente no podía hacerlo. Hace tres meses prometí no actuar contra mí misma. Creí que bastaba con no insultarme pero no, eso no es suficiente. Necesito amarme más.
- Comía por ansiedad, llenaba de comida mi cuerpo para sentir algo en mi boca, para llenar vacíos que ni siquiera sabía que estaban ahí. Ya no quiero volver a comer de esa forma tan irracional y dañina para mí.
- Comía demasiado rápido y sin masticar bien la comida. Empecé a masticar bien los alimentos y a comer lo más despacio posible. Necesitaba tenerlo presente y repetirlo constantemente hasta que eso me saliera automáticamente.
- Me percaté de la importancia de la comida en eventos sociales, de lo difícil que es ser disciplinado en esos momentos y de cómo el serlo nos puede hacer ver como bichos raros. No sé qué me costó más trabajo no comer esos ricos bocadillos o botanas, ver a los demás disfrutarlos o tener que decir varias veces la razón por la que no podía comerlos. La comida es también una manera de interactuar con los demás y experimenté lo aislados que nos podemos sentir cuando no comemos lo que los demás comen.
- Mantenerme firme y haber dicho no a todo lo que se me antojó me dio una enorme sensación de bienestar, me ayudó a sentirme fuerte cuando físicamente estaba débil.
- Tomar agua calma el hambre. A partir del día uno comencé a hidratarme como no lo había hecho antes. Desde entonces me he creado el hábito de tomar por lo menos dos litros de agua simple todos los días. Un detalle tan sencillo ha tenido grandes consecuencias positivas para mi salud.
La segunda semana el nutriólogo cambió mi guía de alimentos. Las variaciones fueron pocas y siguió siendo suave. Incrementó un poco la variedad de frutas que podía comer, pero seguía con el atún, pollo y/o pescado. En esa segunda semana la comida por fin empezó a caerme bien: ya no me dolía comer. Mi intestino comenzó a moverse sin necesidad de laxantes. No fue fácil y en esos días todavía fue un poco doloroso; sin embargo, mi intestino comenzó a despertar de su letargo y a trabajar sin necesidad de empujones (laxantes, búlgaros, tíbicos). Mi nivel de hambre empezó a disminuir y también mi desesperación por comer. Fue justo en esos días cuando mi idea de comer cambió. Antes confundía el comer hasta sentirme pesada con estar satisfecha. Comer bien no significa llenarse sino comer lo necesario para estar bien; quedar satisfecho no es sinónimo de sentirme pesada y somnolienta. Eso necesito recordarlo siempre. Ya me sentía más fuerte y pude ir al gimnasio todos los días. El ejercicio también estimula el movimiento en mi intestino. Empecé a darme cuenta cuando mi intestino se movía y qué favorecía ese movimiento.
El nutriólogo me dio la indicación de no pasar más de tres horas sin comer. Mis refrigerios consistían en comer fruta (manzana cocida o papaya) o un licuado de frutas (manzana, piña, naranja y agua) en las tardes. Además de darme salud, eso me ayudó a saciar mi apetito. Al mismo tiempo fui aprendiendo a controlar mejor mis emociones, a empezar a tomar las cosas menos en serio.
Ser disciplinada me ayudó a sentirme mejor conmigo misma. Cuidar de mi salud, hacer algo bueno por mí me levantó un poco la autoestima. Mi absurda costumbre de boicotearme, ridiculizarme, dañarme o sentirme avergonzada por nada ha ido disminuyendo cada día. No sólo mi aparato digestivo se estaba desintoxicando, mis emociones también.
Esas primeras dos semanas bajé dos kilos y medio sin morirme de hambre, sin esperarlo siquiera. Aguantaba bien mi rutina en el gimnasio y dejé de tener sueño todo el día. Lo único que verdaderamente extrañaba era el café, el chocolate y un poco el queso; sin embargo, no me desanimaba. Mantenerme firme me ha fortalecido. Tenía bien claro que primero necesitaba encontrar el equilibrio y reconciliarme con mi intestino. Sé que volveré a comer un poco de todo y eso me motiva a seguir adelante. Me sentía y me siento agradecida por la oportunidad de sanar.
La vida no es miel sobre hojuelas y a pesar de los beneficios, la tercera semana fue complicada para mí. Me costó trabajo asimilar los alimentos incluidos en mi tercera guía de alimentación. Mi intestino mejoraba cada día, fui constante en el ejercicio y la dieta rica en frutas calmó mis ganas de comer un dulce. Mi estado de ánimo había mejorado notablemente pero la nueva alimentación me provocó insomnio los primeros días. En la noche me ponía nerviosa y cuando lograba dormir tenía sueños raros. Repetía un poco el sabor de la leche de almendras y llegue a tener un poquito de gastritis. Seguí haciendo ejercicio y me animó que mi vientre se iba desinflamando poco a poco. Cuando fui al nutriólogo me dijo que en lugar de cambiarme la guía de alimentos cada semana, me la cambiaría cada quince días para darle más tiempo a mi intestino de asimilar bien los alimentos. La diferencia fue notable. La gastritis que había tenido fue parte del proceso de desintoxicación. No sólo se trataba de sanar mi intestino sino mi aparato digestivo completo.
Después de tres semanas sin azúcar, mi paladar empezó a distinguir sabores que antes pasaban inadvertidos. Siempre me han gustado mucho las frutas y verduras y en esos días aprendí a valorarlas, a distinguir sus propiedades según las reacciones que provocaban en mi cuerpo. Comencé a dormir las noches de corrido y seguí haciendo ejercicio todos los días. Cuando me desesperaba, me daba ánimos imaginando el día en el que podría tomar café y comer chocolates. Mientras mi aparato digestivo aprendía a asimilar los alimentos, yo aprendía a digerir mejor mis emociones. Desde entonces he ido aprendiendo a escuchar a mi cuerpo, a comunicarme con él. Cada día me acerco al equilibrio que estoy buscando. Tengo más energía para vivir, para realizar mis actividades, para disfrutar.
Pasó un mes para que pudiera volver a tomar café, aunque debía tomarlo sin azúcar. Dudé si tomarlo así o esperarme más tiempo para poder ponerle azúcar. Mi antojo fue más fuerte y decidí prepararlo así: negro. Me lo tomé despacio y me sentí en las nubes. Me gustó el café negro y no me hizo daño. Puedo tomar una taza un día sí y otro no.
Esos días perdí un poco la paciencia porque me desesperaba ver mi vientre inflamado. Desde el día 1 supe que sería un proceso largo pero a veces perdía el entusiasmo. El camino es largo y debo esforzarme mucho. Encontré placer en inventarme licuados con las frutas que sí podía comer para tomarlos como refrigerio. Las piñas y las fresas me hacen mucho bien. Por fin pude comer también alegrías. Me emocioné como niña chiquita cuando tomé el primer bocado. Me sentí feliz, muy feliz de poder comerla. Si antes me gustaban, ahora me encantan y no puedo evitar sonreír cuando me como una.
Con cada guía de alimentos mis comidas van cambiando y mi aparato digestivo va asimilando los diferentes alimentos. Ya puedo comer jitomates, calabazas y pepinos sin que me hagan daño. En este segundo mes lo más difícil para mí ha sido aprender a digerir mi miedo; sin embargo, a pesar de los ataques de pánico que tuve, no me dio colitis y eso ha sido un enorme logro.
Me siento satisfecha con este régimen alimenticio. Me enseña no sólo a comer bien sino también ser disciplinada. Ahora ya puedo ponerme mi ropa sin que me lastime o apriete. Cada semana me queda mejor y mi vientre se va desinflamando un poco más cada día. Junto con mi aparato digestivo voy sanando mis emociones. No siento carencias con respecto a lo que como y cada día va aumentando mi sensación de bienestar. Mientras mejoro mis hábitos alimenticios aprendo a soltar, a no darle importancia a las cosas que no la tienen, a darle a las cosas su justa proporción.
Uno de los retos más difíciles del primer mes de este régimen alimenticio fue el no poder comer fuera de casa. Una vez en un restaurante pedí un huevo y estaba tan grasoso que además de caerme mal, me dejó con sensación de pesadez durante horas. A veces me ganaba la desesperación cuando se me antojaba un chocolate, un helado, unos chilaquiles. Varias veces me sentí triste y tenía que obligarme a seguir. El camino a la salud me parecía eterno pero me mantuve firme y no me dí por vencida. Ahora ya como despacio y mastico bien los alimentos la mayor parte del tiempo. Ya no parezco aspiradora al comer. Disfruto comer frutas en lugar de pan y dulces. Descubro sabores que no imaginaba que existieran y ya no maquillo las cosas con azúcar como solía sucederme antes. No me siento mal ni tampoco limitada: me siento satisfecha. Llevo dos meses sin crisis de colitis y eso es un gran logro, un acontecimiento que me emociona mucho. Mi intestino ya no es perezoso: trabaja todos los días y cada vez le cuesta menos esfuerzo. Mi vientre está cada día más sano y aunque sigue inflamado la diferencia es notable. Mi piel está más suave y duermo bien casi todas las noches. Ya no vivo cansada ni irritable y ya no tengo miedo de comer. He descubierto combinaciones de alimentos que jamás se me habría ocurrido comer. Me hacen feliz las frutas, los licuados y las alegrías. Todavía no llego a la meta: un vientre completamente sano y capaz de digerir todos los alimentos, pero cada día me falta menos para llegar. He bajado diez kilos y este fin de semana por primera vez en más de tres años pude ponerme una falda que antes no me quedaba. Mi acné ha disminuido notablemente y ha mejorado mi relación conmigo misma.
Tener fuerza de voluntad y luchar por un objetivo tiene sus pequeñas recompensas. Hace una semana pude comer mi primer pedacito de chocolate. El nutriólogo me dijo que iba a darme cuenta de la calidad del chocolate que comería por la forma en la que reaccionaría mi organismo. Tuvo razón. Mi primera experiencia fue terrible. El chocolate que escogí tenía demasiada azúcar, demasiada leche, demasiado sabor artificial: demasiado todo menos chocolate. A duras penas logre tragarme el pedacito porque me dio náuseas. Ni con toda el agua que tomé logré deshacerme del mal sabor que me persiguió un par de horas. Afortunadamente no todos los chocolates son así. Una semana después, este sábado, volví a intentarlo. Esta vez busqué un chocolate amargo sin leche y con muy poca azúcar. Me comí sólo un cuadrito y traté de masticarlo lo más despacio posible para disfrutarlo más. No me hizo daño y me supo exquisito. He llegado al punto en que puedo comerme un cuadrito de chocolate una vez a la semana y eso me parece increíble. Avanzo un paso a la vez y tengo bien clara la meta.

Un buen chocolate
Al día siguiente de la crisis me dije que me tomaría por lo menos tres meses sanar, tres meses para empezar a sentir la diferencia. Han pasado dos meses y mi vida ha cambiado notablemente. Conforme aprendo a comer de nuevo aprendo también a mirarme desde otra perspectiva, a amarme un poco más cada día. Por lo tanto, también voy cumpliendo mi promesa de dejar de actuar en mi contra. No volveré a comer para lastimarme, por ansiedad o estrés ni tampoco para llenar un vacío. Lo hago y haré para estar sana, para disfrutarlo. Cuando pueda volver a comer de todo ya sabré hacerlo con medida y para favorecer mi salud.
Esta tarde lluviosa se me antoja comerme una dona glaseada, unos bollos suecos o un pastel de té verde con chocolate. No me siento mal porque tengo la certeza de que algún día lo haré y podré disfrutarlo sin miedo.

Bollos suecos

Té verde y chocolate
Hoy es un buen día para sonreír y dar gracias por la vida. Hoy es un buen día para tomar un té mientras la lluvia nos acompaña.
Hola. ¿Me puedes compartir los datos de tu nutriologo?
Te los mandé en un mensaje. 🙂