Ella en el Louvre.
El piso de aquel laberinto se mueve y tanta opulencia me sobrepasa. Ya lo había recorrido una vez cuando una puerta cerrada me robó el único anhelo que tenía: estar frente a ella y admirarla en todo su esplendor.
Avanzo ignorando las salas. Volví a este lugar sólo para encontrarla en la residencia de los pintores franceses. El Louvre se reduce a esa sala cuya puerta me dejará entrar ahora.
Blancos son mis recuerdos de los pasillos; blancas las paredes, las pinturas y las esculturas. Blancas también las personas y mi respiración. Esa amnésica blancura persiste hasta que llego a la sala donde voy a encontrarla.
¡Y ahí está frente a mí! Es ella, el único resplandor en ese lóbrego atardecer. Es ella dormida en el río, sempiterna como los espíritus celestes, indiferente a las tinieblas que la abrazan, a las cuerdas en sus brazos, al sufrimiento. Su faz irradia un amor dorado que obnubila el alma hasta humedecerla.
En la penumbra, un hombre la observa. ¿Verdugo o doliente? Quizá sólo alguien que no pudo salvarla. El sol atormentado atardece sin gloria y la noche envuelve al lienzo…
Yo, de pie ante ella, soy la melancolía de un llanto seco, tristeza sublime, agua.
Pierdo la conciencia del tiempo. Mi quietud atrae a otras personas, les incomoda o les causa curiosidad. Se acercan para buscarla; sin embargo, a La Joven Mártir, ellos no pueden verla.
