Cartas para Nadie escritas después del aislamiento y distanciamiento social por el coronavirus. Trigésimo novena carta.
Miércoles 19 de abril 2023
¡Hola! ¿Cómo estás? Yo ya estoy mejor de la espalda. Cada día me duele un poco menos. Confío en pronto volver a correr pero, no te preocupes, no planeo acelerarme.
En mi última carta te hablé de mi viaje al pasado al releer mis diarios. Esta vez te contaré algo menos denso. Tengo nostalgia de aquellos tiempos cuando el internet no existía y las videollamadas nos parecían una locura de los Jetsons o Ricky Ricón (caricaturas de mi infancia en los 80s). Todo comenzó porque, el otro día, deseaba escuchar música. Como de costumbre, abrí mi Spotify y volví a quedarme mirando a la pantalla con la mente en blanco, sin tener la más remota idea de qué poner. En mi perfil guardo más de 100 playlists, muchas de ellas sin terminar. Si ya estoy muy desesperada, pongo The Cure y Depeche Mode o la de En Casa. At Home para la cual me la pasé agregando canciones (las favoritas, las significativas, las nuevas, sin importar género, idioma, ritmo) durante la parte más pesada del confinamiento por el COVID-19. Es una mezcla extrema que va desde Timbiriche hasta Nightwish. Sí, Nadie, no te rías, es en serio.
En fin, ese día quería algo diferente y caí en la cuenta de que casi no sé los nombres de cantantes ni de las bandas de los últimos años. Hoy en día con el internet, las redes sociales y los servicios de streaming, tenemos acceso a los álbumes no sólo de los artistas reconocidos, de compañías discográficas (por ejemplo, Emi) sino también de quienes se están dando a conocer en Tik Tok, YouTube, Spotify. Antes era muy difícil sobresalir de manera independiente, quienes lo hacían tenían una audiencia muy pequeña. En esta época, cualquiera puede promoverse en las redes y si se hace viral, será reconocido no sólo en su país sino en el mundo entero. ¿Cómo aprenderme los nombres si hay alrededor de 300 géneros de música en la actualidad? Hay demasiadas bandas, grupos, cantantes. Todavía no sé si navegan o más bien naufragan en este universo virtual de los servicios de streaming y de las redes sociales. O quizá quien naufraga soy yo.
Nadie, el contenido de Spotify, YouTube y Prime ni siquiera nos pertenece. Podemos escucharlo; pagando una cantidad al mes, nos libramos de los anuncios además de tener la posibilidad de descargarlo en nuestros dispositivos para prescindir del Wi-Fi o los datos de Internet. La música se escurre como las gotas de agua en mis manos. Me parece casi imposible retenerla.
Cuando era niña no había internet, ni siquiera existían los CDs. Tendría alrededor de cuatro años cuando mi papá me regaló mi primer disco. En ese entonces, principios de los ochentas, los discos eran de vinilo a 33 1/2 revoluciones. Eran geniales por su gran tamaño, sus colores, sus portadas llamativas. Elegí Lucky Seven de Bob James. No, no fui una niña prodigio de gusto refinado. Sólo me enamoré de la enorme catarina en la portada. No tenía nada que ver con el jazz y todo que ver con la foto, así de simple.

Heredé la melomanía de mis padres. No recuerdo un momento sin música en nuestra casa, en el coche, en nuestra historia como familia. Mi papá pasaba horas en Zorba (la tienda de discos en Perisur antes de la llegada de Mix-Up). Siempre le ha gustado estar a la vanguardia, estar al pendiente de la lista de éxitos de la Billboard. Se tomaba su tiempo para decidir qué comprar. A mis hermanos y a mí nos encantaba acompañarlo porque nos daba al menos un disco. Lo único malo era esperarlo cuando ya habíamos escogido.
Mi papá era experto grabando sus mezclas en casettes (ahora conocidos como mixtapes). Yo seguía con admiración el proceso, era como un ritual. Me encantaba acompañarlo. Grabar sólo un casette le tomaba por lo menos una tarde completa. Primero pensaba en la selección de las canciones y en qué orden ponerlas pues no iba a juntar a Sadao Watanabe con Luis Miguel. Cuando ya lo tenía claro, hacía una lista en la cual también anotaba la duración de cada una. Medir el tiempo era esencial, si no corría el riesgo de dejar una canción a la mitad porque se acabó el espacio.
No sé si te acuerdes, Nadie, pero los casettes tenían dos lados que podían durar desde 30 hasta 60 minutos cada uno. El mejor era el de 45 minutos por lado. El de 30 era muy corto; la cinta del de 60 se tensaba demasiado y era más propensa a romperse. Mi papá me explicaba cada paso entusiasmado y me dejaba ayudarlo. Era un proceso complicado. Para hacer una playlist hoy basta con dar unos cuantos clics. Sin embargo, hacerla del vinilo al casette era una labor titánica. Primero ponías el vinilo en el tocadiscos, buscabas la canción ( el vinilo era redondo con rayitas, las más gruesas indicaban dónde terminaba una y empezaba la otra) y acomodabas la aguja ahí sin tocar al vinilo. Después presionabas el botón de rec en la casetera y en ese instante bajabas la aguja. Debía hacerse con mucha precisión. En cuanto terminara la canción, presionabas el botón de pausa. En los casettes de 90 minutos, cabían alrededor de 10 canciones por lado. Este proceso se repetía 20 veces o más si cometíamos algún error. Entonces regresabas la cinta y lo hacías de nuevo. Le ayudaba a mi papá presionando el botón de rec y/o el de pausa. Él se encargaba de manipular el tocadiscos, pesadilla que acabó cuando llegaron los CDs. ¡Cómo extraño esas tardes que no volverán!

Siguiendo los pasos de mi papá a finales de los ochentas, empecé a hacer mis mixtapes. Escribía mi selección en una hoja de papel, incluyendo la duración pero a mí no me importaba tanto combinar el ritmo. Yo me preocupaba porque cupieran todas las canciones que necesitaba juntas en ese momento. Mis mezclas podían ir desde Simon & Garfunkel a Caló y hasta Sade. A mis amigas les gustaban. A menudo me pedían prestados mis casettes y me encantaba hacer unos para ellas. Regalar o recibir un mixtape era lo máximo. Significaba que le importabas a esa persona, que ella dedicó horas de su tiempo para compartirte su música favorita. Todavía conservo algunos de esos regalos, incluso los de quienes ya no son parte de mi vida.
Me alegré cuando los vinilos desaparecieron: era más sencillo manipular los CDs ( no volví a arruinar un disco por rayarlo con la aguja). Sin embargo, no pensé lo mismo de sus portadas. Las de los CDs son chicas, planas, son fotos digitalizadas sin chiste. Recuerdo perfectamente la del vinilo de Fresh Aire VI de Manheim Steamroller. Era verde brillante, con la luz me deslumbraba. Con mis dedos podía sentir los bordes de sus dibujos, delfines y columnas griegas. Pero eso no era todo, al abrirla, había un paraíso griego que me hizo soñar por primera vez con viajar a Europa.


En fin, crecí con una colección de vinilos (todavía los tengo en casa de mis papás), CDs y casettes en mi haber. Era dueña de mis combinaciones locas, de la música que amaba. Podía tocarla, desde cierta perspectiva, poseerla. Con la llegada de las redes sociales, de la digitalización de prácticamente todo (hasta de las fotografías, ni siquiera sé cuándo fue la última vez que imprimí una), ya no me pertenece. Con tantos nuevos éxitos, todos a la distancia de un clic, mi memoria es como el teflón, se pierden cuando no estoy frente a la pantalla o monitor. Ante cualquier servicio de streaming me quedo pasmada sin saber qué escuchar o ver. Me agobia el exceso de información: un sinfín de nombres, de bibliotecas virtuales, de listas que no me expresan nada. Mis mezclas antes representaban una época en mi vida, un estado de ánimo, un momento específico. ¿Y ahora?

El novio de mi hija Rebeca, le regaló a un Ipod. Cuando me lo mostró, no oculté mi desconcierto. ¿Por qué querría ella uno? Ella estaba en las nubes. Era justo lo que quería: volver a tener control de lo que escucha, tener un dispositivo sólo con la música escogida por ella y no con la que Spotify le impusiera. En su Ipod ella es la dueña. No sólo eso, había una sopresa mayor en ese regalo. Su novio incluyó una playlist para ella. Me parece que eso es lo más cercano a un mixtape en esta era de tecnología excesiva.
Sigo pensando en lo que dijo sobre tener control, imponer. No puedo ni contar cuantas veces dejo a Spotify elegir por mí. Lo acepto, suelen gustarme sus recomendaciones, pero, ¿qué pasó con mis tardes dedicadas a crear la mezcla perfecta? Lleno el vacío con un algoritmo que conoce mis gustos. Eso es más aterrador que las historias de fantasmas que a varias personas les quitan el sueño.
Ayer saqué del librero mis casettes (perdí varios en la última mudanza). Repliqué algunos en Spotify, en medida de lo posible. No es lo mismo pero funcionó bien. Quise bailar pero mi espalda todavía no lo permite. Me relajé. Lo sé, Nadie, los mixtapes se han marchado; sin embargo, puedo retomar el viejo método adaptándome a las circunstancias. A partir de ahora voy a establecer un límite para la duración de mis mezclas. Haré mi lista a la antigüita, designaré un cuaderno especial para eso. No descarto la posibilidad de volver a los cds en un futuro cercano.
Un día Spotify (o cualquier servicio de streaming) desaparecerá y mis cientos de playlists con él. Pero mis listas escritas permanecerán conmigo, podré volver a hacerlas.
Después de por lo menos una década, escucho Lunar Dance de Luis Pérez. ¡Ya me había olvidado de ella! ¡Qué delicia! Es parte del mixtape que grabé en 1999. ¿Sabes que título le puse? Maybe you won’t like it, can I help it? (Tal vez no te guste, pero, ¿puedo evitarlo?). ¿En qúe estaría pensando? En fin, la incluyo en esta carta junto con las otras que hice, por si tienes curiosidad de conocer mis combinaciones raras de aquellos tiempos.
Charlie’s Mix September 1991, Tears in my eyes January 2005, Charlie’s Mis Abril 1994
Te escribo sin falta la próxima semana,
Un abrazo,
Carla
~ por Naraluna en abril 22, 2023.
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