De cómo la literatura me ayuda a encontrarme. Mi historia con María de Jorge Isaacs

Tenía trece o catorce años cuando  leí María de Jorge Isaacs.  Aunque me conmovió mucho la historia, no recordaba la importancia que tuvo este libro para mí. Eso lo tenía bien guardado junto con otras cosas importantes – no resueltas- de mi vida y personalidad de esa época y los años posteriores.

Cuando me preguntan por los libros que han marcado mi vida, el primero que me viene a la mente es Clemencia de Ignacio Manuel Altamirano, pues el  héroe de esta historia (Fernando Valle) me acompañó en uno de los momentos más complicados de mi adolescencia y me ayudó a sentirme menos sola, me dio una esperanza.  Jamás me habría pasado por la mente María. Borré ese libro de mi memoria y ahora tengo claro porqué.

Hace un par de meses, sin ninguna razón aparente, empecé a pensar en María y consideré leerlo de nuevo, pero una parte de mí se resistía a hacerlo: le di prioridad a otros libros. Fue apenas hace unos días cuando mi mamá nos invitó a comer  a su casa, que aproveché para visitar los estantes donde todavía están mis libros.  Me han dicho que los libros eligen al lector. No siempre lo he creído, pero esta vez eso sucedió.  Justo frente a mí apareció María de Jorge Isaacs, como si me estuviera esperando. Tomé el libro y, sin entender porqué, me estremecí.  En ese instante sentí una enorme desesperación por leerlo y ya no pude resistirme.  Decidí aceptar lo que esa novela tenía que enseñarme.

Abrí el libro para ojearlo un poco y entonces tuve un recuerdo que me dejó helada: vi-casi como si la tuviera en mis manos- la primera novela que escribí a los trece o catorce años y la cual rompí al poco tiempo de haberla escrito por considerarla cursi, ridícula y estúpida (implícito está que me juzgué a mí misma con esos mismos adjetivos).  Me dolió tanto haberla roto (nunca dejé de arrepentirme) que prometí nunca más volver a destruir lo que saliera de mi pluma. Fue así como se llenaron los cajones de mi cuarto.

Reviví ese momento y me percaté de que María había sido la inspiración, el hilo conductor de aquella historia que escribí y destruí.  Palidecí al darme cuenta de esto. No sólo había borrado este libro de mi memoria sino también la relación que tiene con aquella novela rota. Pero eso no fue lo único que desapareció, también mi parte cursi, la libertad para expresar lo que saliera de mi corazón sin autocensurarme o avergonzarme. Quedó eso tan oculto que lo único que recordaba era el malestar de haber destruido algo mío y la promesa de nunca más volver a hacerlo.  En diferentes ocasiones esta historia rota me ha perseguido y cada vez que eso sucede, me niego a reescribirla.

Antes de empezar a leer María, leí el prólogo escrito por Manuel Gutiérrez Nájera.  Me cautivó la delicadeza de sus palabras, las cuales me colmaron de nostalgia.  Después, ávida y nerviosa, comencé a leer la historia de Efraín y María. ¿Qué dejaría en mí esta historia ahora?

Tengo entendido que a María se le considera la mejor novela del romanticismo de América Latina. Por mucho tiempo éste fue uno de mis géneros favoritos no solamente por mi sensibilidad desbordada sino también por mi inmenso amor a la naturaleza.  No sé porqué dejé de leer estos libros. Sólo sé que con María me sentí rodeada de flores y ríos, de vida.  Mientras leía siempre tuve muy presente lo hermosa que puede ser la literatura del romanticismo y lo poderosa que es la naturaleza en estas historias. Me encantó perderme en un mundo alejado de la tecnología.  Además, a pesar de estar escrita en prosa, recordé porqué disfrutaba tanto la poesía, porqué no podía dejar de leerla;  hábito que perdí hace unos ayeres cuando mi juez interior censuró aquello que consideraba despertaba mi lado cursi y ridículo.

Desde los primeros capítulos cuando Efraín comienza a contarnos su amor por María, sentí como algo en mi interior se rompía: el muro creado por la autocensura, ese muro que me ha negado la libertad para expresarme sin represión, sin sentir vergüenza, que me ha impedido estar en contacto con mi voz más sensible.  Sus palabras revivieron mis ilusiones de la adolescencia.

¡Primer amor! Noble orgullo de sentirse amado; sacrificio dulce de todo lo que antes nos era caro a favor de la mujer querida; felicidad que comprada para un día con las lágrimas de toda existencia, recibiríamos como un don de Dios; perfume para todas las horas del porvenir; flor guardada en el alma y que no es dado a marchitar a los desengaños; único tesoro que no puede arrebatarnos la envidia de los hombres; delirio delicioso…»

Jorge Isaacs (María)

Se abrió la llave y como fuente brotó el agua de mi poesía, de mis sueños, de mi ternura, de mis devaneos y anhelos, de todo aquello que durante décadas había sido desechado en el rincón de lo ridículo, cursi e inaceptable. Me fui a las nubes con las palabras de Jorge Isaacs, con la belleza de las azucenas y el bramido del río. Por fin dejé de avergonzarme por el océano de miel que a veces llevo dentro.  Siguiendo el amor de María y Efraín redescubrí la historia que había destruido. Gracias a ellos, los capítulos que alguna salieron de mi pluma empezaron a reconstruirse y empecé a huir de esa siniestra autocensura que me ha caracterizado por décadas.

Nunca las auroras de julio en el Cauca fueron tan bellas como estaba María cuando se me presentó al día siguiente, momentos después de salir del baño, la cabellera de carey sombreado, suelta a medio rizar; las mejillas tintas de color rosa suavemente desvanecido, pero en algunos momentos avivados por el rubor; y jugando con sus labios cariñosos aquella sonrisa castísima que revela en las mujeres como María una felicidad que no les es posible ocultar.

Jorge Isaacs (María)

María es  una historia de amor del siglo XIX, colmada de miradas, sueños compartidos y flores, de presagios, vientos y una aterradora ave negra. El amor no se mide por caricias ni besos y los cuentos de hadas no existen.  María tiene epilepsia y Efraín pronto deberá marcharse, su viaje es impostergable.  Yo leo con el alma desagarrada: por un lado su amor condenado por la distancia y la desgracia que se aproxima; por el otro, su manera de confrontarme con mi yo quebrado, con mi vergüenza inventada, con mis palabras destruidas.

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Los últimos capítulos los leí llorando.  Me dolieron el viento, la noche, el ave negra: presagios de la tragedia que se avecina. Sufrí con el largo y agitado viaje de Efraín para regresar a casa.   Me afectó mucho más leer el libro ahora que cuando tenía trece años.

Mientras me acercaba al final del libro, esa tarde hubo un viento insmisericorde en la colonia donde vivo, tiró dos árboles y se fue la luz.  Leía en la penumbra escuchando el gemido del viento como si fuera mío.  Cuando terminé, cerré el libro en completa desolación. Sufría por María, por Efraín, por mi novela rota. Veintiséis años después de haberla destruido entendí que al hacerlo también quebré la confianza en mí misma, la capacidad para expresarme libremente. A partir de ese momento, poco a poco, me fui convenciendo de lo ridícula y exagerada que era. Esa forma de censurarme mermó mi espontaneidad y se llevó también mis versos.  Me tragaba las ideas, las palabras y me convertí en alguien incapaz de verse a sí misma.  Fue así como me devoró la ansiedad, me perdí, toqué fondo.   Aunque me levanté y comencé a reinventarme, no se borraba la opresión en mi pecho ni podía fluir con las palabras.  Justo en ese momento, apareció María de Jorge Isaacs y me mostró el camino, me obligó a verme sin engaños ni paredes, sin adjetivos ni máscaras.

El viento siguió gimiendo y yo seguí llorando en la negrura, con el libro en mis manos como Efraín con las trenzas de María.  A pesar del dolor que me inundaba, me hice consciente de la la autocensura, las cadenas, la inflexibilidad y las etiquetas que por tantos años me han reprimido y saber que puedo librarme de ellas mitigó un poco mi malestar.

En mi duelo por la muerte de María, por las palabras que rompí, supe que había llegado el momento de perdonarme y abrazar esa parte de mí que tanto he menospreciado. No soy ridícula ni tonta, no hay razón para avergonzarme de mi sensibilidad ni tampoco de mis palabras dulces. Mis ideas no son ridículas y he de dejarlas fluir en lugar de deshacerlas o sofocarlas.

Perdono a la adolescente que rompió esa novela y a la mujer que se ha reprimido por cursi.  Me perdono.

Leer María revivió a mis personajes e hizo posible que los escuchara de nuevo. No sé cuánto tiempo me tome ni cómo lo haré, pero volveré a darles vida, lo prometo.

Adiós, María. En tu tumba siempre brillaran las azucenas.

Una vez más la literatura me salva, me redime y me muestra el camino.  ¿Qué sería de mí sin los libros, mis sempiternos y fieles amigos?

 

 

~ por Naraluna en May 9, 2017.

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