¿El Peor día?
El peor día no siempre es tan malo. Hay momentos en los que es el golpe que nos sacude, la mano que nos arranca la venda de los ojos, la cachetada que nos obliga a decir basta. A veces el peor día puede convertirse en el mejor porque nos obliga a reinventarnos, a deshacernos de nuestros complejos, a disfrutar.
No soy ni me considero víctima de las cosas que me suceden. Tampoco soy doña Perfecta ni mucho menos soy una santa. Si se tratara de describirme diría que soy una mujer que lucha por ser mejor cada día, que trabaja por transformar sus defectos en cualidades. Me niego a quedarme en el abismo profundo de la depresión, del eterno malestar, de las quejas que suelen robarnos la voluntad de levantarnos. Si mi corazón sangra, la mayoría de las veces tomo la decisión – a veces agresiva- de salirme de la cama y obligarme a hacer ejercicio.
No voy a encontrar armonía en las sábanas ni en el sueño pesado que impide el paso de la vida. No puedo tolerar la idea de quedarme acostada y sentir el cansancio que enferma al cuerpo sano. Tampoco voy a encontrar armonía en la autocompasión y el falso apapacho. En días como hoy, cuando me siento así, me cobijo en los pants, meto los pies en mis tenis, me amarro las agujetas y la vida sigue. Necesito avanzar, necesito aprender, necesito saber que no me doy por vencida. Necesito poder salir adelante. Necesito crecer. Lo necesito.
Me levanté y me fui a correr. Corrí más de seis kilómetros y mientras lo hacía la oscuridad me abandonaba: comencé a mirarme desde otra perspectiva. Me sentí un poco más lúcida. La herida me seguía (sigue) doliendo, pero se fueron mis ganas de llorar.
Llevaba ya varias semanas -quizá meses- con la sensibilidad desbordada, moviéndose sin dirección en todo mi cuerpo. Semanas en las que he vivido con el llanto siempre presente y cada vez menos ganas de sonreír. Meses, semanas, días, horas, segundos en los cuales me he sentido la más tonta, la más inútil, la más malvada, la fracasada, la PEOR de todas. Últimamente para mí sólo he tenido reclamos, palabras amargas, a veces violentas y culpas de todo tipo, reales e inventadas. Me sentía avergonzada por casi todo, hasta por respirar a destiempo. Me empequeñecía un poquito cada día y quizá así hubiera seguido por más tiempo si ayer no hubiera recibido un golpe severo, un despiadado encuentro con mi realidad, con las consecuencias de mi falta de autoestima, de mis miedos, de mi estupidez. Si yo pienso lo peor de mí misma, ¿cómo puedo esperar que los demás no lo hagan? No digo que me mereciera las patadas, sólo que las vi venir y no me quité, nunca me quité.
Como era de esperarse, recibí el golpe en el lugar más vulnerable que tengo y casi inmediatamente empecé a sangrar. Primero me enojé, después me frustré y por último me agobió el desconcierto. Me convertí en un volcán de ira y escupí lava de lágrimas. No me quedé callada ni me guardé nada. Esa explosión me limpió. Me hizo bien. La mayor parte del tiempo callar es una mala idea. Mis palabras me liberaron aunque no me di cuenta en ese momento. Cuando me quedé vacía me fui a acostar. Envuelta en mi torpeza no lograba conciliar el sueño. Apenas me sequé, se apagó mi insomnio y dormí profundamente.
Hoy desperté con dolor pero tranquila. Creí que tendría remordimientos, culpa o añoranza y me arañé las entrañas para encontrarlos, pero no estaban. Dentro de mí había una intensa sensación de libertad, un poco de paz y, sobre todo, una enorme necesidad de respetarme y ser respetada.
Respetarme y ser respetada era lo único en lo que pensaba en ese momento. Me di cuenta de que ya no soporto que me miren despectivamente, que me traten como si fuera insignificante o tonta, como si mis ideas no contaran para nada. Ya estoy harta de parecer invisible, de aceptar palabras o actitudes que me lastiman porque tengo miedo a perder a las personas que me importan. Me cansé de ser ignorada. Me cansé de las patadas que me han dado, me cansé de permitirlo y me cansé de patearme yo. ¡Me cansé tanto que me quedé sin energía! Ese cansancio ha sido tan intenso, tan pesado, tan absorbente que hoy no puedo sentir nada además de la necesidad de ser respetada y la libertad de ya no cargar con eso. Lo único que quiero hoy es decir basta y prometerme que no volveré a permitir que esto suceda.
Ya no voy a sufrir porque personas cercanas a mí no me acepten. Las personas son libres de amarme o no, de aceptarme o no, de pensar de mí lo mejor o lo peor. Reconozco que la mayor parte de las veces no está en mis manos cambiar la percepción que tengan de mí. Tengo una enorme lista con mis defectos y llevo ya tiempo trabajando la lista de mis cualidades. No me considero monedita de oro para caerle bien a todos y me considero afortunada de tener a mi lado a quienes me ven tal cual soy y así me quieren. No puedo ni mucho menos deseo exigirle a nadie que me acepte. Tampoco puedo huir de quien soy, de las cosas que son parte de mí para complacer a quienes me importan. Sólo hay una cosa que es mi obligación dar y que, además, exijo de los demás: respeto.
No volveré a avergonzarme de ser quien soy ni a creer que en mí sólo hay defectos. No volveré a tratarme ni a permitir que me traten sin respeto. No es tarea fácil, pero prometo nunca volver a actuar en mi contra, a insultarme, a juzgarme con palabras que no me merezco. Para vivir en el amor primero debo y necesito amarme a mí misma. No puedo tratarme con violencia y soñar con un mundo de paz. Este día he vivido el dolor por la falta de amor hacia mí misma y las consecuencias que eso me ha traído. Esta vez no sólo escribo para sanar, también escribo para obligarme a cumplir mi promesa, para tener presente mi aprendizaje y compromiso de hoy.
Me siento triste pero ya no estoy sangrando. Estoy tranquila, un poco más cerca de la paz que tanto busco y más libre para ser yo misma.
Esta mañana, por primera vez en varias semanas, pude disfrutar del amanecer, de un cielo rojizo en esta ciudad de locura. Por la tarde, cuando fui con mis plantas, me encontré un retoño donde antes hubo una dalia. Mi rosal está lleno de rosas a pesar de la plaga. Las lavandas florecen. Mi pequeño jardín macetero sigue de pie: mis plantas se aferran a la vida. Mientras escribo cantan los grillos. La naturaleza me sonríe y yo le sonrío de regreso. Hoy me llamo Esperanza.

Retoño de dalia
El peor día no siempre es tan malo. Me miro al espejo y por primera vez en décadas, siglos, vidas me digo a mí misma: «¡Qué guapa eres, Carla! ¡Qué guapa eres!». Me lo diré diario hasta convencerme, hasta dejar bien cerrada esa puerta de mi pasado y ser feliz.
No, no fue el peor día, fue un día de sacudidas para soltar las piedras que me obligaban a caminar tan cerca del suelo.
Me perdono.
Hoy es el primer día, de los muchos que me faltan por vivir, en el que me miro con amor, perdón y tolerancia. Así es como sueño que nos miremos todos siempre: con amor, perdón y tolerancia. Es lo que más falta me hizo en estos días de aprendizaje.