La Madrastra Madre
Hace algunos años cuando nos dijeron que Rebeca tenía leucemia, muchas personas me vieron con admiración porque me quedé a su lado y muchas otras me preguntaron por qué me quedé, me dijeron que ellas no habrían podido con el «paquete». Agradezco a quienes me manifestaron su admiración; por otro lado, con respecto a la pregunta, confieso que nunca la he comprendido bien.
Cuando me miro al espejo no encuentro ni admiración ni duda en mí, sólo veo amor: todo el amor que,a pesar de mis defectos, soy capaz de dar y todo el amor que he tenido la oportunidad de recibir; amor que agradezco todos los días cuando me despierto.
Ha comenzado mayo, el famoso mes de la madre. Pensando en eso, tengo quizá mucho que decir. En estas semanas de reflexión, tengo una historia que contar, o quizá sean dos entrelazadas.
Llega el día de la madre y me pregunto si en ese día se incluye a la madrastra o si a la madrastra se le considera madre o cuál es su lugar en esta ecuación. No puedo evitar mencionar a la madrastra aunque odio esa palabra. No solamente porque fonéticamente suena terrible sino también porque al mencionarla, lo primero que nos viene a la mente es la madrastra malvada de Blancanieves, de la Cenicienta o de cualquier cuento. Es casi imposible escuchar la palabra madrastra y no pensar en una mujer egoísta, envidiosa que odia y maltrata a los hijos de su pareja, de quienes ahora está a cargo. En mi clase de polaco, cuando le pregunté a mi maestra cómo se decía madrastra en polaco (macocha) también comentó que en Polonia era una palabra fea y que hacía referencia a las madrastras malvadas de los cuentos.
En estos días en los que he estado luchando conmigo misma y por encontrar mi lugar, nuevamente me topo con esta palabra y me siento muy incómoda. Me resulta imposible identificarme con esa desagradable y fea palabra. Por muchos años decirme madre me hacía sentirme muy culpable (aunque no haya razón para ello) y decirme madrastra era inaceptable. Me sentía perdida, confundida, muchas veces fuera de lugar. Cuando en realidad no hay que darle tantas vueltas al asunto: hoy en día me veo como la feliz madre – no biológica- de dos hermosas adolescentes. No tuve el privilegio de darles la vida, pero sí la oportunidad de amarlas, de que me aceptaran y adoptaran. Porque eso nos sucedió desde el comienzo: nos adoptamos mutuamente.
Aunque de acuerdo al diccionario lo correcto sería decir que soy su madrastra, no me queda esa palabra. La persona que está al otro lado del espejo no es una madrastra, es una madre que todos los días lucha por el bienestar de sus hijas. Llevamos años viviendo juntas y hoy decidí ya no sentirme culpable por decirme madre ni por llamarlas hijas. Por el contrario, estoy agradecida por ese regalo que la vida me ha dado. Estas hermosas adolescentes son las mejores hijas del mundo y junto con su padre, han llenado mi vida de amor.
La mayoría de las personas que nos conocen y que saben nuestra historia, hablan de mí como su madre y de ellas como mis hijas. Ellas me presentan con sus amigos como su mamá y cada vez que eso sucede, me emociono como adolescente. Por eso me es difícil comprender la pregunta que me hacían cuando supimos que Rebeca tenía leucemia y también por eso tampoco me identifico con las palabras de admiración que me han dicho. En este mes para celebrar a las madres, quiero explicar porqué ambas cosas me han causado conflicto en estos años; para hacerlo necesito regresar al principio y no hablar solo de la «madrastra madre» sino también de la madre que me ha enseñado a vivir en amor.
El amor de mi madre siempre me ha cobijado. Recuerdo como me contaba cuentos en las noches de mi infancia y como me llenaba de canciones. Me hacía feliz cantar y a veces hasta bailar con ella. En esos tiempos ella era educadora y me gustaba verla trabajar. Siempre quería ayudarla a revisar los trabajos de sus alumnitos y quería parecerme a ella. Desde que nací no hubo lágrima que no me limpiara y nunca me faltaron abrazos. En la primaria cuando lloraba con ella porque me molestaban y se burlaban de mí en la escuela, siempre sabía qué decirme y cómo ayudarme. Me hice valiente gracias a ella. Me enseñó a defenderme sin ser agresiva y a no darle importancia a las tonterías que me decían en la escuela. Ella me aceptaba así, tal cual era, y así estaba orgullosa de mí; eso me ayudó a ser auténtica, a defender siempre mi yo por más raro y diferente que este fuera. Mi mamá me ama y esa certeza me ayudó a sentirme bien cuando todos me consideraban un bicho raro.
A pesar de mi complicada adolescencia y mi carácter tan desagradable en ocasiones, estuvo ahí conmigo y no me dio la espalda nunca, ni siquiera cuando me lo merecía. En mi vida adulta, el amor de mi madre me sigue cobijando y no dejo de preguntarme: ¿Cómo logra siempre dar tanto amor?. En su corazón no hay lugar para el rencor ni los malos sentimientos, su capacidad de amar es infinita. Esa enorme capacidad de amar me desesperaba cuando era más joven. Muchas veces he deseado que sea más dura para que sufra menos. Por que a veces sucede que cuando amas tanto, las personas a tu alrededor no lo valoran y, por el contrario, se aprovechan de eso. Nada me duele más que la crueldad e indiferencia de esas personas hacía mi admirada madre.
Cuando mi fe en la humanidad se tambaleaba debido a la crueldad y egoísmo del ser humano, mi madre siempre hacía énfasis en el hecho de que uno no debe de cambiar por los demás, que no debemos permitir que la actitud de los demás afecten nuestra forma de ser y de ver el mundo, también me enseñó que siempre hay alguien que nos acepta y quiere tal cual somos. La certeza que me daban sus palabras me permitió enfrentar con éxito el rechazo en mis días de soledad pues sabía que algún día llegarían a mi vida quienes sí me aceptaran tal cual soy. Sobreviví al acoso en la escuela, a mi terrible acné, a mi desagradable carácter y a tantos otros retos gracias a su paciencia, enseñanza y, sobre todo, a su amor.
Su amor ha sido mi protección, bendición y aprendizaje en esta vida. Es luz, es fuerza, es la sonrisa que me levanta en los días que duelen. También es mi ejemplo a seguir.
Ella nunca se cuestiona, sólo ama. Así de sencillo, así de complicado. El amor es un compromiso que se adquiere por voluntad, por decisión y que dura toda la vida; el amor de una madre es un regalo que se da a los hijos sin esperar ni exigir nada a cambio. Así me ha amado mi madre, así me ha enseñado a amar a mí.
La mayoría de las madres tienen a los hijos que les tocaron, que nacieron de sus vientres; yo tengo a las hijas que elegí. Cuando conocí a mi marido, sus hijas vivían con él. Ambas estuvieron de Cupidos en nuestra relación. No pasó mucho tiempo antes de que empezáramos a vivir los cuatro juntos y cuando eso sucedió, yo ya había hecho mi compromiso de amor; a ellas ya les había dado mi corazón de madre.
El amor no abandona. En los momentos duros cuando todo se complica es cuando más necesitamos amar y ser amados. Mi madre jamás me dio la espalda ni renunció a mí. Renunciar tampoco es ni ha sido una opción para mí.
Eso es lo que venía a mi mente cuando me preguntaban por qué me quedé con Rebeca. Hubo veces en las que me quedé en silencio, confundida, con otras preguntas en mi mente: ¿Cómo podía parecerles normal o aceptable que renunciara?, ¿por qué me decían que ellos no podrían con el paquete? ¿Cuál paquete? ¿Amar es un paquete? Otras veces contesté: porque es mi familia y la amo. Amo a mi marido y a sus hijas que también son mías. Tan sencillo como eso.
Si hubieran sido mis hijas biológicas, esa pregunta jamás habría existido. Ese «si hubieran» cómo me pesaba, porque varias veces en estos años me ha dolido esa irreductible verdad: no soy ni seré su madre biológica. Preguntas cómo esa me lo recordaban a cada instante. También sacaban a la luz mi miedo a perderlas, ese increíble miedo con el que viví mucho tiempo.
¿Por qué no me fui? Porque irme nunca fue una opción. Mi única opción es y siempre ha sido el amor.
Con respecto a las palabras de admiración, todavía no sé qué hacer con ellas. Debo admitir que no me he sentido admirable en estos años. Me he sentido fuerte y débil; he sentido miedo y me han pesado mis defectos; ha habido días de cansancio, confusión, tristeza y de preguntarme si estaba haciendo lo correcto; días de risas, de logros, de abrazos, apapachos, alegrías, bromas y felicidad; todos esos días los buenos y los malos, he sido y soy madre. No me pongo adjetivos. No me admiro porque a veces todavía me sobrepasan mis defectos, porque me pregunto si he sido demasiado dura o exigente, si me ha faltado abrazarlas más, decirles lo orgullosa que estoy de ellas. Hay días en los que me siento satisfecha y feliz, otros en los que me siento un fracaso. No veo admiración, sólo veo a una persona que lucha por ser madre a pesar de su falta de experiencia, de los retos que hemos tenido en frente, de todo. Cierto es que todos tenemos días en los que deseamos tirar la toalla, pero es sólo un instante de debilidad, no una decisión de vida. No me imagino una vida sin ellas ni sin mi marido. Junto con la leucemia y después de ella, hemos superado grandes obstáculos, nos hemos caído y nos hemos levantado. Nos hemos peleado y nos hemos abrazado. Hemos llorado pero también hemos reído.
Con mis hijas también he aprendido a ver a mi madre desde otra perspectiva. Con ellas he aprendido lo que significa amar y educar a un hijo, también lo complicado que eso resulta a veces. Ahora comprendo mejor a mi madre y le agradezco que me haya aguantado en mis épocas difíciles. ¿Cómo logró tener siempre una sonrisa para mí inclusive cuando nos habíamos peleado? No tengo palabras para agradecerle el apoyo que me dio entonces y que me sigue dando ahora.
En el libro que leí hace poco, Y las Montañas Hablaron de Khaled Hosseini, hay una parte en la que uno de los personajes reflexiona sobre la relación con su madre y valora lo que de niño dio por sentado: el que su mamá nunca lo abandonara, que siempre estuvo ahí para él. No le daba la mano para llevarlo a la escuela, pero estaba ahí con él. A veces damos por sentado las bendiciones que tenemos en la vida porque las vivimos a diario y es importante tenerlo siempre en cuenta. No se trata de agradecer a nuestra madre una vez al año en mayo, sino todos los días.
Tengo 38 años y mi mamá nos sigue llenando de amor a mí, a mis hermanos y a sus nietos. Cuando pienso en ella me siento la persona más afortunada del mundo y también la más agradecida.
Tengo 38 años y la oportunidad de ser la madre de dos extraordinarias adolescentes que luchan por ser mejores cada día y que tienen las herramientas y voluntad para salir adelante. Mi vida está llena de regalos y bendiciones.
No usaré nunca la palabra madrastra y ya no me siento fuera de lugar por no usarla. Soy la madre que escogió a sus hijas y se comprometió a amarlas toda la vida, como mi madre lo hizo conmigo.
En este mes de mayo y todos los días de todos los años, muchas felicidades a las madres biológicas y adoptivas que aman incondicionalmente a sus hijos.
Eres grande y no muchas pueden con el paquete. Se necesita mucho amor y paciencia pero aunque no sean hijas biológicas eres su madre. Un ejemplo! 🙂
Muchas gracias beegall, de verdad, muchas gracias. 🙂