Unas pizzas de regalo y mis historias en la cocina.
La semana pasada mi marido cumplió años y, ¿cuál fue su deseo? Unas pizzas caseras; es decir, me pidió que le hiciera unas pizzas para celebrar en casa y con toda la familia. Por supuesto me encantó la idea pues él siempre nos consiente cocinando cosas ricas y ahora me tocaba a mí hacerlo. Si hace algunos años me hubieran dicho que yo cocinaría (y además pizzas para un cumpleaños) me habría dado un ataque de risa por lo absurdo de esa situación: odiaba cocinar.
Todos cambiamos conforme pasa el tiempo, lo cual es necesario pues sería terrible permanecer siempre iguales. Y si algo he aprendido en la vida es a decir nunca lo menos posible pues bien dicen: «Nunca digas de esta agua no beberé porque en esa misma agua te ahogarás». Hay algo de cierto en esa frase. No puedo ni contar la cantidad de veces que dije: «yo nunca voy a cocinar, no me gusta». No me refiero a no entrar a la cocina pues la repostería sí es lo mío. Me encantaba hacer postres con mi abuelita. Ella me enseñó a hacer sus famosas mentitas y es prácticamente la única receta que me sé de memoria. Cuando las hago, prácticamente oigo su voz diciéndome las instrucciones y recuerdo ese momento hace ya varios ayeres cuando las preparábamos juntas en el antecomedor de su casa. La siento tan cerca como si estuviera a mi lado y supongo que de alguna manera lo está. Me gusta mucho hacer galletas y pasteles. Cuando me acercaba a los 30, empecé a preparar postres más seguido que antes. Me encantaba hacerlos para mis invitados en las reuniones que organizaba (y es algo que sigo disfrutando mucho).
Cocinar me parecía una actividad desagradable y tenía la certeza de que no era para mí. Mi carta de presentación para quienes me invitaban a salir era: «Me llamo Carla y no cocino». Estaba decidida a no ser la mujer que le cocinara a su marido; es más, ni siquiera me visualizaba casada. Me mantuve firme en mi decisión de no cocinar y tuve el privilegio de que a mis amigos más cercanos sí les gustaba hacerlo, inclusive algunas veces me prepararon la cena en mi propia casa.
A mi marido también le gusta mucho y, por si fuera poco, lo hace muy bien. Como lo mencioné anteriormente, a menudo nos consiente con platillos muy ricos los fines de semana. Sus ocurrencias suelen ser grandes creaciones. Tiene un paladar aventurero y cuando algo se le antoja no descansa hasta aprender a prepararlo, hasta lograr el sabor que ha estado buscando. Todavía no lo convenzo de que me haga unos huevos benedictinos (hace poco me confesó que sabe hacerlos), quizá antes de que termine el año pueda persuadirlo .
Cuando comenzamos nuestra vida juntos, si yo llegaba a cocinar (lo cual era raro) preparaba lo más elemental y rápido. Sin embargo, eso cambió cuando terminó mi ciclo como maestra y empecé el incierto camino de dedicarme a la traducción independiente. Comencé a trabajar en casa, a tener la posibilidad de ajustar mis horarios y en uno de mis días libres sentí ganas de sorprender a mis niñas con una rica comida hecha por mí. Lo que empezó como una simple idea originada por mi entusiasmo de poder recibir a las niñas cuando llegaran de la escuela, se convirtió en otra forma de comunicarme y también en una forma de experimentar, de aprender a combinar sabores y poder crear algo rico. Ver sus caras de emoción ese día y escuchar por primera vez las palabras «Está muy rico, ¿puedo pedir más?» con respecto a algo que yo había cocinado, me hicieron sentir tan contenta como satisfecha. Recuerdo que esa vez hice una sopa de fideo para la cual yo preparé el caldo pero no recuerdo cuál fue el platillo fuerte. No fue una comida muy elaborada, pero fue mi primer logro en la cocina y me sentí bien. Otro día decidí preparar un pescado empapelado para ver si bien condimentado lograba que el pescado me gustara. Me tomó toda la mañana y la mitad del tiempo me la pasé nerviosa preguntándome si estaba haciendo lo correcto o si terminaría arruinando la comida. Afortunadamente no lo hice y aprendí a disfrutar el pescado (o mejor dicho a ocultar su sabor y transformarlo en algo que me gustara). Me reconcilié con la cocina y descubrí que las combinaciones que podemos lograr para encontrar sabores diferentes son infinitas. No cocino todos los días y no siempre me paso horas en la cocina; sin embargo, hay ciertos días en los que hacerlo me da tranquilidad. Me encanta experimentar hasta encontrar lo que estoy buscando.
Cuando mi marido me pidió las pizzas para su cumpleaños porque me dijo que le gustan mucho las que yo preparo, me sentí halagada y entusiasmada. ¡Me lo dijo alguien experto en cocina! Como no he tenido la posibilidad de darle muchos regalos, me hizo feliz esta oportunidad para darle un obsequio especial. No sólo era una forma de celebrarlo, sino también de agradecerle todo el apoyo que siempre me da. Aprendí que cocinar es también una forma de apapacho, de hacer sonreír a las personas que amamos. Y pocas cosas disfruto más que hacer sonreír a alguien, especialmente a las personas cercanas a mí.
Hacer pizzas no es difícil pero sí muy laborioso, sobre todo cuando se trata de hacer diez pizzas en sólo unas cuantas horas. Nos levantamos muy temprano para ir a comprar los ingredientes al mercado de Portales. Compramos mucha harina, levadura, aceite de oliva, salsa de tomate, queso mozarella y otros tipos de queso, carnes frías y verduras. Al llegar a casa llegó el momento de ponerse a trabajar.
Mientras preparaba todo para empezar a cocinar, recordé cuando hice mi primera pizza. Fue hace algunos años en Aquí Nadie se Rinde, asociación que nos apoyó mucho cuando Rebeca estaba en tratamiento y que me ha dado la oportunidad de ayudar como voluntaria. Me acordé de las mámas con las que conviví ese día y nuestra emoción de aprender a hacer pizzas. Me acordé con cierta nostalgia pero también alegría de esos días de convivencia con ellas. Sonreí con agradecimiento.
No es lo mismo hacer masa para una pizza que para diez. De haberlo hecho sola, no habría terminado a tiempo pero Ness estuvo conmigo toda la mañana ayudándome con mucho entusiasmo y cariño. Así que comenzamos a trabajar. Mientras yo disolvía la levadura en agua tibia, ella cernía la harina en los diferentes tazones. Estaba un poco acelerada, pero Ness me ayudó a calmarme. Fue divertido cocinar y también fue una carrera contra el reloj.
Es increíble la cantidad de cosas que uno puede pensar mientras cocina. Además de concentrarme, de asegurarme de que no faltara nada, también pensé en lo maravilloso que es poder celebrar otro cumpleaños juntos, en familia; me vinieron a la mente los retos que hemos superado, la vida que hemos llevado estos años, el largo camino que hemos recorrido y lo mucho que hemos crecido. En mis veintes nunca me imaginé la vida que tengo ahora: yo cocinando felizmente para celebrar el cumpleaños de mi marido. Yo cocinando. Yo casada. Yo feliz.
Ness y yo hicimos un buen equipo y me dijo que le gusta mucho cocinar. Como nos faltó harina para la última pizza, se nos ocurrió hacerla integral. A ella eso le encantó y me pidió hacerse cargo de preparar esa pizza sola. Una vez que la masa de la pizza estuvo lista, había que dejarla reposar por lo menos una hora. Ése era el tiempo que tenía para arreglarme un poco y regresar a la cocina.
Una hora después comenzó la parte más divertida: extender la masa y ponerle los ingredientes.
Era el momento para crear e inventar combinaciones. Después de poner la salsa y el queso mozzarella, quedaba un espacio que adornar con diferentes colores.
Rebeca se unió al equipo en ese momento y entre las tres comenzamos a armar las pizzas. Hace tiempo que no estábamos así: las tres juntas cocinando. Por supuesto me recordó cuando ellas eran niñas y juntas hacíamos trufas de chocolate, mentitas, dulces de mantequilla con miel karo y algunos pasteles. En los momentos difíciles, la repostería fue un buen pasatiempo, una buena manera de mantenernos ocupadas y sanar. Ahora, de nuevo, estábamos las tres juntas, trabajando para celebrar a su papá. Me comprendieron cuando me aceleré en mi necesidad de que todo saliera perfecto. A pesar de su adolescencia y mi falta de paciencia, somos un buen equipo. Disfrutamos el momento y felices hicieron solitas la pizza integral.
Me sentí entusiasmada y, aunque siempre me estresa la posibilidad de que algo salga mal (se queme la comida, que no sepa bien, que no lleguen los invitados), en ese momento tuve la certeza de que todo se acomodaría. Hicimos ocho pizzas en total y guardamos en el refrigerador la masa sobrante. Salieron pizzas de peperoni, de jamón, de tres quesos, de carnes frías, de tocino con pimiento, la integral era de carnes frías con la orilla rellena de queso (cortesía de las adolescentes de la casa).
Quedaron bien las pizzas que todos saboreamos en una tarde (y noche también) llena de armonía, con mis sobrinitos corriendo por todas partes, cantando en el karaoke a todo volumen mientras los adultos platicábamos y reíamos, celebrábamos que, con altas y bajas, con sueños y caídas, con dificultades y metas cumplidas, la vida nos ha sonreído un año más.
Las pizzas volaron y cerramos con broche de oro: un exquisito pay de calabaza irresistiblemente dulce. El festejado estuvo feliz, llenando la tarde con sus graciosas ocurrencias mientras los demás reíamos…
Me gusta cocinar para celebrar y apapachar a las personas que amo.
Carla, no tienes idea de la gran sonrisa en mi rostro al leer esta entrada de tu blog. Transmites tanta alegría y una cierta dosis de asombro por el festejo de tu esposo. Gracias por recordarme uno de los mayores motivos por los que me adentré en el mundo de la cocinada, dar algo de amor a quienes me rodean. Me an ganas de que nos reunamos algún día para cocinar y experimentar.
Me quedé sin palabras con tu comentario, Vero. Estoy sorprendida y conmovida. Muchas pero muchas gracias. Me encanta la idea de cocinar juntas. Hay que hacerlo. 🙂