Levantarse y seguir…
A veces se necesita mucho valor para levantarse de una caída. Hay situaciones que nos sacuden, que nos quiebran. A veces es algo muy fuerte; otras, es un conjunto de «pequeñas» situaciones. Sea la circunstancia que sea, a veces no tenemos ganas de levantarnos: moverse implica un gran esfuerzo que no tenemos la disposición de realizar. A veces la apatía nos gana, la falta de fe en nosotros mismos, el dolor o el peso de eso que cargamos o de aquello que no esperábamos y que no sabemos cómo resolver. A veces es más fácil llorar que levantarse y el cuerpo se siente tan pesado que moverlo no es una opción. Todo parece descomponerse. El sol quema, la noche asusta y se nos olvida que somos fuertes…
Entonces podría resultar más «sencillo» quedarnos en ese lugar de tristeza, miedo, desolación. Nos ahogamos en un mar de quejas y lamentos. Se nos pierden los sueños y nos cegamos ante las oportunidades. Nos sentimos solos, débiles y vulnerables, con ganas de dormir todo el tiempo…
La vida pasa y nos quedamos acurrucados en ese dolor que no nos lleva a ningún lado porque levantarse, en un principio, duele más, mucho más. A veces la cura duele más que la herida, pero es la única manera de sanar…
Cuando siento que me come el mundo, que la fuerza se me escapa, que los sueños me abandonan, me vienen a la mente las palabras que una amiga me dijo en la adolescencia: «Sonríe. Sonríe porque no importa que tan mal te sientas, una sonrisa siempre te levanta el ánimo, siempre te ayuda a sentirte mejor.» Recuerdo que cuando me lo dijo no me pareció agradable quizá porque lo que yo menos quería era sonreír. Eventualmente, le hice caso. Es increíble como algo tan sencillo como una sonrisa puede cambiar un estado de ánimo profundamente oscuro. Es imposible sonreír y no sentir un poquito de alivio. Esa pequeña sonrisa es como una semilla de luz que se siembra en el corazón, es el despertar de la esperanza, es la voz que nos recuerda que sí podemos salir adelante, es el regalo que nos podemos dar a nosotros mismos y que contagia a los demás.
Desde entonces, me obligo a sonreír hasta en los momentos más complicados. Me obligó a sonreír y después a levantarme. Me obligó a luchar contra la adversidad y tomo la decisión de no rendirme.
En un principio, soy como una actriz interpretando el papel de alguien que se siente bien, que le sonríe al espejo por necesidad, que se repite constantemente «estoy bien, estoy bien, estoy bien» buscando convencerse, que se levanta por obligación más que por deseo. Todos los días sigo la misma rutina: sonrío a pesar del dolor, me levanto por obligación y me repito constantemente que estoy bien… la diferencia es que cada día es mejor al anterior, sonreír me cuesta menos trabajo y a veces me levanto por gusto y no por obligación. De tanto repetirme que estoy bien, eventualmente logro convencerme. Mis actividades de todos los días me van acercando a mis sueños nuevamente. Hasta que llega el día en el que el dolor ha desaparecido y la sonrisa llega naturalmente, me levanto emocionada y camino de nuevo hacia mis metas: el dolor es un recuerdo lejano, aprendizaje y experiencia, es mi pasado pero ya no mi presente.
Todos los días sonrío: sonrío para agradecer, sonrío para disfrutar, sonrío para luchar, sonrío para sobrevivir, sonrío para dar, sonrío para amar, sonrío para regalar, sonrío para todo y por todo, aunque a veces, mi sonrisa sea el resultado de un gran reto o de una lágrima atorada.